Publicado en "Cuadernos de Materiales", 1999. Esta es la primera traducción al español de los dos artículos fundamentales de la filosofía clásica alemana que suscitaron la llamada polémica del ateísmo en 1798-1799.
En 1798, se publica el primer número del Philosophisches Journal en Jena (Sajonia-Weimar) codirigida por Friedrich Immanuel Niethammer (1766-1848) y Johann Gottlieb Fichte (1762-1814). Se produce entonces lo que se denomina el "Atheismusstreit" o polémica del ateísmo. El primer cuaderno, volumen VIII de la citada revista, contenía en primer lugar un artículo de Fichte titulado Sobre el fundamento de nuestra creencia en un gobierno divino del mundo, e inmediatamente a continuación seguía el artículo de Friedrich Karl Forberg (1770-1848) Desarrollo del concepto de religión. El primer número de la citada revista está a la disposición del público en las librerías en octubre. La respuesta de la autoridad competente fue contundente: en noviembre fue prohibido el número 1 y confiscada la revista. Esta polémica tiene como consecuencia el despido de Fichte de la Universidad de Jena el 18 de abril de 1799.
La solución transcendental de las    antinomias de la razón pura permite a Kant definir la religión, en su sentido clásico    de relación de sumisión y adoración del hombre hacia un ser omnipotente aunque    inevitablemente encerrado dentro de unos límites conceptuales antropomórficos,    como un discurso teóricamente falso y práctico-moralmente adormecedor. El trayecto    crítico recorrido por Kant, Lessing y Fichte y que desemboca en Feuerbach, había sido ya    inaugurado, entre otros, por Spinoza: Dios como asilo de ignorantes o como consuelo y    coartada de los tres grandes males de la religión (pasividad moral, superstición y    fanatismo). La crítica es taxativa: o bien la religión recupera el mensaje evangélico    nucleado en torno al amor activo y comprensivo, o bien permanece dentro de sus límites    escolásticos aquietando entendimientos y legitimando fanatismos. O se convierte,    revivificándose, en Moral, o permanece embalsamada en Teología1. Es que no debemos olvidar que Kant se educó en el pietismo, una sección radical en el seno del luteranismo. Desprecio al catolicismo, desprecio a la escolástica, una ética de las buenas intenciones, formal, sin prestar atención a los contenidos materiales, también una fé religiosa, sola fides, interior, no exterior ni pública.
La Iglesia alemana, y con ella los Estados    alemanes, sabe perfectamente que la reconversión espiritual de la religión, su regreso a    una moral de amor y tolerancia, no son sino pasos -y pasos de gigante- hacia su    desmoronamiento como discurso sacro integrador, por vía de la fe y la obediencia, de las    cada día más difíciles relaciones registradas en la casi feudal sociedad alemana. Alemania no era como Francia. En Alemania el ateísmo y el materialismo no llegaron a florecer como ocurrió en cambio en la Ilustración francesa. Alemania era muy piadosa. Era un país luterano. Por    eso precisamente una reflexión tan aparentemente inofensiva como las que nos presentan    aquí Fichte y Forberg puede llevar a traslucir la índole políticamente revolucionaria  y peligrosa desde el punto de vista político e ideológico   de su discurso, cuyo horizonte conceptual, la democracia como posibilidad y efecto final, funciona como palanca subversiva    que amenaza con deslegitimar -en el límite derrumbar- todo el orden político-religioso    existente del Antiguo Régimen. De ahí que el 29 de octubre de 1798 el Consistorio Supremo de Dresde remitiera    al duque Federico Augusto de Sajonia-Weimar un amplio informe desfavorable sobre el artículo de Forberg, en    el que, entre otras cosas, se decía: "Este escrito es incompatible no ya con la    Revelación, sino incluso con toda religión natural: en el fondo el ateísmo recibe aquí una defensa y una justificación como nunca había recibido antes". Y un poco más    adelante se viene a decir lo siguiente: "se trata de arrancar del corazón de los hombres los conceptos de Dios y de    religión, auténticos pilares del bien social y de la seguridad del Estado". La filosofía de la religión desde la perspectiva antrópica, humanista trascendental erosiona la teología del Antiguo Régimen.
El célebre ateísmo de Fichte no consiste    en el fondo más que en la defensa de la voz de la conciencia moral frente a cualquier    legislación exterior, así como en la necesidad de acciones morales autónomas al margen de    cualesquiera versiones de una providencia encargada de hacer bien del mal2.    El planteamiento de Fichte no es sino el producto lógico de un proceso de rehumanización    de la religión considerando al hombre como el verdadero numen religioso. Y ahí reside la primera gran paradoja: tal rehumanización supone el    primer golpe de pico para el enterramiento definitivo de la religión terciaria.
El texto de Forberg sigue la misma línea    de Fichte, sólo que su calado teórico es algo menor. Aquí sigue siendo la conciencia el    más alto tribunal de la moralidad, aquí también lo esencial es traer a la Tierra el    reino de Dios, o sea, el reino de la verdad y de la justicia: "La religión     -afirma Forberg- no es un producto de la experiencia, ni es un hallazgo de la    especulación, sino sola y exclusivamente el fruto de un corazón moralmente bueno". Por    eso la Iglesia no es sino "la comunidad de santos en la Tierra". El hecho de que    en Forberg se registre una excesiva separación entre la razón teórica y la razón    práctica se debe muy probablemente al intento de separar la acción moral del pragmatismo    presente en la noción clásica de religión: no sabemos si nuestra lucha por traer el    bien a la Tierra tendrá éxito (más bien debe sospecharse lo contrario), pese a lo cual    se debe seguir luchando como si algún día hubiera de tener lugar el éxito final.    El simulacro del ficcionalismo del "como si" posibilita la pervivencia de la acción moral, sólo    que al precio de desbaratar la unión verdad-virtud tímidamente esbozada en Kant. Ello da    lugar a una segunda paradoja: la desvinculación religiosa (se entiende religiosa-moral)    de todo pragmatismo del éxito exige una notable ambigüedad en la noción del "reino    de Dios", cuyo papel garantizador (bien que en última instancia) del bien    oscuramente promovido en la Tierra parece conservar aún cierto sabor agustiniano de    providencia: "Has de creer -escribe Forberg- que cada paso que das hacia el bien, aunque    a ti te parezca un paso perdido, se dirige, según el plan de Dios, a la eternidad". Sin    embargo, el hecho de que en un gobierno moral del mundo sea imposible extraer bien del mal    (extracción que, entre otras cosas, no hace sino legitimar un importante maquiavelismo    político) viene a poner las cosas definitivamente en su sitio.
El binomio Iglesia-Estado sospecha -y con    toda razón- que ahí se está abriendo una brecha de imprevisibles consecuencias    políticas.  Es lo que posteriormente Max Weber denominará el desencantamiento del mundo. De ahí el agrio tono político que adopta este Atheismusstreit. El formalismo moral kantiano resultaba peligroso para la sociedad del Antiguo Régimen.
Al decir de Fichte, no se trata tanto de su    presunto ateísmo en el fondo del Atheismusstreit cuanto de sus ideas políticas    democráticas y jacobinas. Él entiende que no es ateo, que no significa ateísmo sostener que Dios no es otra cosa que el orden moral del mundo. Ello se advierte claramente en la siguiente carta de Fichte a    Reinhold: "Nunca he creído que persiguieran mi presunto ateísmo. Ellos persiguen en mí     a un librepensador que empieza a hacerse inteligible (la suerte de Kant fue su oscuridad)    y a un desacreditado. Lo que les aterra como un fantasma es la autonomía, que ellos    atisban oscuramente que mueve mi filosofía"3. Insiste Fichte en tal    argumento político en su escrito forense de exención de responsabilidad de 18 de marzo    de 1799 para explicar la persecución de la que es objeto: "No es mi ateísmo lo que    persiguen judicialmente. Es mi democratismo. Lo primero ha suministrado sólo el    pretexto"4. 
En el citado escrito de exención de    responsabilidad, Fichte rechaza tener intenciones revolucionarias, así como querer    implantar un gobierno democrático. Esto no es una mera maniobra táctica, pues ya en su    recensión de La paz perpetua de Kant había definido la democracia como    "aquella constitución en la que el pueblo en su propio nombre ejerce el poder    ejecutivo y por consiguiente es siempre juez de sus propios asuntos, lo que es una forma    de gobierno abiertamente no conforme a derecho"5. En su Fundamento    del derecho natural de 1796-1797 abogaba Fichte por "que el pueblo no    ejerza él mismo el poder ejecutivo, sino que lo soporte"6 y    esto es porque la democracia contradice el concepto de lo que después se denominará por    parte de Robert von Mohl "Estado de derecho". Con ello, llegaba a coincidir    políticamente con Kant, con el Kant de la Metafísica de las Costumbres (1797). Se    trata entonces de "que la democracia en el genuino sentido de la palabra es una    constitución totalmente contraria a derecho"7, puesto que en un    Estado justo es el derecho el que debe tener la primacía, no la voluntad empírica de la    mayoría del pueblo. El régimen democrático es el más inseguro jurídicamente, afirma    Fichte siguiendo en esto a las observaciones críticas realizadas ya por Platón en República    493 a-c: "Mientras tanto no sólo habría que temer como fuera del Estado siempre las    brutalidades de todos, sino también de vez en cuando la saña de una muchedumbre excitada    que en nombre de la ley procedería injustamente"8.    Una constitución conforme a derecho sería, por el contrario, la democracia    representativa: "Democracia en el sentido estrecho de la palabra, es, [...] una    democracia que tiene representación"9. Con estas declaraciones    Fichte se distancia de su "Contribución" de 1793. Sin embargo, podemos decir    que la actitud de Fichte es valiente, atrevida, casi temeraria. Se trata, como reconoció     Heinrich Heine (1797-1856), de un auténtico carácter, un filósofo independiente,    consecuente con sus principios, que vive su filosofía moral10.
A nuestro juicio, la polémica tiene    motivos políticos, igual que el ateísmo o la impiedad, si tienen sentido, es por motivos    o razones prácticas. Lo importante de esta polémica -sin perjuicio de las razones    filosóficas inmanentes a los escritos de Fichte y Forberg- es lo político, las    consecuencias políticas del ateísmo. Bajo pretexto de un presunto ateísmo emic    de los artículos acusados, negado por Fichte, y etic, afirmado por sus    detractores, se esconde la lucha del Antiguo Régimen contra los filósofos críticos.    Este aspecto de las consecuencias políticas que se derivan de la posición de Fichte lo    vió muy perspicazmente el secretario de la Cancillería de Hannover, Rehberg, en su    anónima "Apelación al sano sentido común humano", al acusar a Fichte    contundentemente de la siguiente manera: "Un Dios que no se preocupa por mí ni por el    mundo no es en absoluto ningún Dios, pues si él no ha producido a los hombres nada    bueno, entonces tampoco tengo nada que agradecerle a él, y los bellos lazos que anudan el    corazón del hombre a Dios están desatados y destruidos"11.
Respecto al contenido de los artículos    incriminados, hay que decir que Fichte en su Apelación al público de enero de    1799 escribe que sus principios sobre la filosofía de la religión sólo han sido    insinuados levemente en el artículo que estamos comentando. La filosofía de la    religión de Fichte presupone la crítica kantiana de las pruebas de la existencia de    Dios. Para comprobarlo, basta remitirse a la Crítica de la razón pura12.
En su escrito de 1792, Ensayo de una    crítica de toda revelación, Fichte permanece aún dentro del concepto kantiano de    Dios. Dios está separado tanto del mundo sensible como del inteligible: "La posibilidad    de este acuerdo de dos legislaciones totalmente independientes la una de la otra no se    deja pensar de otra manera que por la dependencia común de una legislación superior que    subyace a ambas como fundamento, la cual sin embargo es para nosotros totalmente    inaccesible [...] A Dios hay [...] que pensarlo como aquella esencia que determina la    naturaleza conforme a las leyes de la moral y a su concepción del mundo le subyace como    fundamento aquel principio del cual ambas en común dependen"13.    Además, anticipándose por otro lado a la posterior crítica de la religión efectuada    por Feuerbach y los jóvenes hegelianos, declara Fichte: "La idea de Dios como legislador    mediante la ley moral en nosotros se fundamenta [...] en la enajenación de lo nuestro, en    la transferencia de algo subjetivo a una esencia exterior a nosotros y esta enajenación    es el auténtico principio de la religión"14.
Uno de los rasgos de la filosofía moral de    Fichte que más molesta a los ilustrados alemanes, que son utilitaristas y eudemonistas,    es su crítica del eudemonismo, su crítica de la idea de que la filosofía moral se debe    ocupar de la felicidad y de lo útil y de la idea de que la fundamentación de la moral es    material, que debe tratarse de un materialismo moral segundogenérico. Lo que molesta de Fichte es su kantismo, su formalismo moral. El eudemonismo es para él elevar el principio    del propio provecho a principio moral. Esto es atacar al utilitarismo liberal, ya por    entonces con mucho prestigio intelectual. Por tales razones se explica que ya desde el    principio los ilustrados alemanes lanzaran contra Fichte sus ataques aprovechando tal    ataque para atacar en general a todo el criticismo.
Desde el punto de vista de la filosofía    materialista de la religión de Gustavo Bueno, la filosofía de la religión de Fichte, en    cuanto derivada de la de Kant, constituye una concepción circular de la religión. La    filosofía de la religión de Fichte es, por lo menos, una "verdadera filosofía de    la religión" (lo que, como precisa el propio Bueno, no significa filosofía    verdadera de la religión). Dice Bueno que sólo puede haber dos alternativas en    filosofía de la religión. Las dos opciones son las siguientes:
"I. La opción que ponga la verdad nuclear    de los númenes fenomenológicos en sus referencias humanas reales. Llamaremos a las    filosofías que se acogen a esta opción, y por motivos que declararemos más adelante,    filosofías "circulares" de la religión.
II. La opción que ponga la verdad    nuclear de los númenes fenomenológicos en sus referencias animales reales. Llamaremos,    por motivos que también daremos después, a esta opción filosófica, teoría    "angular" de la religión"15. La filosofía de la religión de Fichte    es una filosofía de la religión circular y decimos que ello es así "porque esta    filosofía de la religión, en medio de sus múltiples variedades, no es otra sino    la concepción según la cual es el hombre mismo la fuente de la numinosidad"16. En una religión entendida de forma circular "la    religión intentará ser entendida como religación de los hombres con los demás    hombres"17.
La filosofía de la religión de Kant queda    calificada por Gustavo Bueno como pragmatismo trascendental o humanismo    trascendental y, en cierta manera, también la filosofía de la religión de Fichte    caería bajo esta calificación a fuer del kantismo de Fichte. En efecto, Fichte niega de    hecho que Dios sea una especial sustancia separada del mundo. No existe ninguna sustancia    autónoma especial llamada Dios. La posición de Fichte es francamente anticatólica, pero    también antideísta, pues va contra la religión racionalizada del siglo XVIII y, por    supuesto, contra el protestantismo.
Dios es entendido como el orden moral    trascendental del sujeto práctico-moral: "Yo mismo y mi necesaria finalidad somos lo    suprasensible"18. No hay más personalidad que la del    individuo, la del Yo. De Fichte y Forberg podemos decir lo que Gustavo Bueno dice de Kant: "la religión es moral y se apoya en la moral, y todo cuanto en la religión no pueda    entenderse a la luz de esta interpretación dejará de ser religión para convertirse en    superstición, como Kant expone detalladamente en "La religión dentro de los    límites de la estricta razón" de 1793"19. Ahora    podemos entender la acusación de ateísmo que se les formula a Fichte y a Forberg. Ambos    disuelven la religión en moral. La influencia de Spinoza queda patente al sostenerse la    posibilidad de un ateo virtuoso. Fichte llama ateísmo a la inmoralidad. Fichte sostiene    que el ateísmo es irreconciliable con la determinación moral del hombre. Forberg va más    lejos, defendiendo la posibilidad de un ateo virtuoso y defendiendo la libertad de    propaganda de las posiciones ateas como útiles para la moralidad.
El ateísmo consiste entonces en que la    moral es superior a la religión. La fe religiosa queda supeditada a la acción moral o,    como dice Gustavo Bueno, extrayendo precisamente las consecuencias de este entendimiento    circular de la religión: "las religiones podrán comenzar a ser entendidas como    componentes trascendentales de la vida moral. Y no está excluida la posibilidad de    utilizar los postulados prácticos como criterios para reinterpretar a muchas (o a todas)    religiones positivas que de este modo podrán empezar a entrar en el campo de la    filosofía, sin caer en el campo de la Psicología o de la Sociología y no escaparse    tampoco al campo de la Teología revelada. Las religiones en suma, podrán comenzar a ser    interpretadas a la luz de una "conciencia humana trascendental" actuando desde    las leyes de la conciencia moral. Podría decirse que las ideas religiosas son ilusiones    necesarias en el proceso de la práctica moral, en el momento mismo del ejercicio de la    vida moral, al margen del cual el hombre no sería hombre. Según esto, habría que    afirmar que la religión natural tiene, desde el punto de vista del idealismo kantiano, un    fundamento trascendental en la propia constitución de la conciencia humana, y, desde su    perspectiva, las religiones positivas podrán comenzar a ser tratadas críticamente con    alcance filosófico"20. Según Fichte resulta que no hay    religión ni fe religiosa fuera de la moral: "Toda fe en un ser divino que contenga algo    más que el concepto del orden moral, es por esto invención y superstición, [...]    indigna de un ser racional y altamente sospechosa [...] Toda fe que contradiga a este    concepto de un orden moral (que quiera introducir un desorden inmoral, una arbitrariedad    alegal a través de una naturaleza superpoderosa, mediante medios mágicos y sin sentido),    es una abyecta superstición que por ello lleva a los hombres a la ruina"21.
Ateísmo significa para Fichte y Forberg el desoír la voz    de la conciencia moral e incumplir el imperativo categórico o regirse por el propio    provecho en detrimento de la ley moral. Ateísmo sería para ellos heteronomía moral.  En cuestiones prácticas sólo vale el    entendimiento, el juicio moral, el raciocinio moral, la madurez de juicio moral. Dios y la    religión no pintan nada para ser honrado. Se puede ser ateo y honrado. Es    más, tal vez el ateísmo, la no creencia religiosa, la impiedad, sea precisamente una    condición necesaria para alcanzar la autonomía moral pero también para proceder a la reforma del entendimiento.
 1 "Desde Kant la teología escupe sangre por la boca", escribe Schelling a Hegel. Schopenhauer escribe a Rosenkranz sobre ideas absurdas como la inmortalidad del alma, "como si Kant no hubiese existido jamás".
2 Era tan enconado el ambiente filosófico de la Alemania de finales del siglo XVIII, que uno de los detonantes de la situación fue sencillamente un malintencionado panfleto aparecido en noviembre cuyo autor podría ser el profesor J. P. Gabler de Leipzig, estrecho colaborador de F. Nicolai, enemigo acérrimo de Fichte. El título, desde luego, no podía ser más insidioso: Escritos de un padre a su hijo estudiante sobre el ateísmo de Fichte y Forberg. Entre otros muchos autores, Lavater y Schiller salieron en defensa de Fichte, cuyo único crimen fue, según ellos, cierta precipitación por su parte a la hora de llevar a sus últimas consecuencias la filosofía de la religión kantiana.
3 "Ich habe nie geglaubt dass sie meinen vorgeblichen Atheismus verfolgen; sie verfolgen in miri einen Freidenker, der anfángt, sich verstándlich zu machen (Kants Glúck war seine Obskuritát), und einen verschrienen: es erschreckt sie wie ein Gespenst, die Selbstándigkeit, die, wie sie dunkel ahnen, meine Philosophie weckt". Carta a Reinhold de 22 de mayo de 1799 en "Johann Gottlieb Fichte, Briefe", 1986, Verlag Philipp Reclam jun. Leipzig.
4 "Es ist nicht mein Atheismus, den sie gerichtlich verfolgen,    es ist mein Demokratismus. Der erstere hat nur die Veranlassung hergegeben" J. G.    Fichtes als Verfassers des ersten angeklagten Aufsatzes und Mitherausgebers des    philosophischen Journals Verantwortungsschrift, en "Appellation an das Publikum..."    Dokumente zum Atheismusstreit, Jena, 1798/1799, Reclam 1987, Leipzig pp. 183-236.
5 "diejenige Verfassung in welcher das Volk in eigner Person    die exekutive Gewalt ausúbe, mithin immer Richter in seiner eigenen Sache, welches eine    offenbar unrechtmássige Regierungsform sei". Recensión de "La paz    perpetua" de Kant en "Zum ewigen Frieden". Mit Texten zur Rezeption    (1796-1800) Reclam, 1984, Leipzig. pp. 93-102.
6 "Grundlage des Naturrechts", Fichte, Gesamtausgabe,    Bd. I, e, S. 325, 439 y 444. Hay edición española reciente: Johann Gottlieb Fichte,    "Fundamento del derecho natural según los principios de la doctrina de la    ciencia" Traducción de José L. Villacañas Berlanga, Manuel Ramos Valera y Faustino    Oncina Coves. Estudio introductorio de José Luis Villacañas Berlanga, Centro de Estudios    Constitucionales, Madrid, 1994.
7 Fichte, op. cit. S. 439.
8 Fichte, op. cit. ibídem. S. 444.
9 Fichte, op. cit. ibídem.
10 Dice Heinrich Heine en "Zur Geschichte der Religion und    Philosophie in Deutschland" acerca de Fichte que "verzweifle fast, von    der Bedeutung dieses Mannes einen richtigen Begriff geben zu kónnen...Wir haben nicht nur    eine Philosophie zu erórtern, sondern auch einen Charakter, durch den sie gleichsam    bedingt wird und um beider Einfluss zu begreifen, bedúrfte es auch wohl einer Darstellung    der damaligen Zeitverháltnisse...
Wie musste dieser Mann den gesinnungslosen Skeptikern, den frivolen    Eklektikern und den Moderanten von allen Farben ein Greuel sein! Sein ganzes Leben war ein    beständiger Kampf. Seine Jugendgeschichte ist eine Reihe von Kömmernissen, wie bei fast    allen unseren ausgezeichneten Männern. Armut sitzt an ihrer Wiege und schaukelt sie    gross, und diese magere Amme bleibt ihre treue Lebensgefährtin.
...Wenn auch der ganze Transzendentalidealismus ein Irrtum war, so    lebte doch in den Fichteschen Schriften eine stolze Unabhängigkeit, eine Freiheitsliebe,    eine Manneswürde, die besonders auf die Jugend einen heilsamen Einfluss übte. Fichtes    Ich war ganz übereinstimmend mit seinem unbeugsamen, hartnäckigen, eisernen Charakter...".
11 "Appellation an den gesunden Menschenverstand, in einigen Aphorismen über des    Herrn Professor Fichte Appellationen an das Publikum, wegen ihm beigemessener    atheistischen äusserungen". Im Februar 1799.
12 Sobre ello escribió Heine en su Historia de la religión y de la    Filosofía en Alemania su ya famoso veredicto, en un texto que contiene su conocida, a    fuerza de estereotipada, interpretación acerca de la filosofía práctica kantiana en    relación con la filosofía teórica -interpretación impugnada por otros, como por    ejemplo, en España, por Luis Martínez de Velasco-: "Nach der Tragödie kommt die    Farce. Immanuel Kant hat bis hier den unerbittlichen Philosophen traktiert, er hat den    Himmel gestürmt, er hat die ganze Besatzung über die Klinge springen lassen, der    Oberherr der Welt schwimmt unbewiesen in seinem Blute, es gibt jetzt keine    Allbarmherzigkeit mehr, keine Vatergöte, keine jenseitige Belohnung für diesseitige    Enthaltsamkeit, die Unsterblichkeit der Seele liegt in den letzten Zügen -das rächelt,    das stöhnt- und der alte Lampe steht dabei, mit seinem Regenschirm unterm Arm, als    betrübter Zuschauer, und Angstschweiss und Tränen rinnen ihm vom Gesichte. Da erbarmt    sich Immanuel Kant und zeigt, dass er nicht bloss ein grosser Philosoph, sondern auch ein    guter Mensch ist, und er überlegt, und halb gutmütig und halb ironisch spricht er:    "Der alte Lampe muss einen Gott haben, sonst kann der arme Mensch nicht glücklich    sein -das sagt die praktische Vernunft- meinetwegen -so mag auch die praktische Vernunft    die Existenz Gottes verbörgen". Infolge dieses Arguments unterscheidet Kant zwischen    der theoretischen und der praktischen Vernunft, und mit dieser, wie mit einem    Zauberstäbchen, belebte er wieder den Leichnam des Deismus, den die theoretische Vernunft    getötet". Heine, "Zur Geschichte der Religion und Philosophie in    Deutschland", Leipzig, 1970, RUB 296, S. 148. Efectivamente, subraya Kant también en    su filosofía moral que de ningún modo se trata de afirmar positivamente la existencia de    Dios, sino que más bien se trata de que el postulado práctico de su existencia responde    a una necesidad subjetiva: "rein subjektiven Bedürfnis" Vgl. I. Kant: Schriften    zur Religion, hg. und eingeleitet von M. Thom, Berlin, 1981, S. 43-48.
13  "Die Möglichkeit dieser übereinkunft zweier voneinander selbst gänzlich    unabhängiger Gesetzgebungen lässt sich nun nicht anders denken als durch ihre    gemeinschaftlich Abhängigkeit von einer oberen Gesetzgebung, welche beiden zum Grunde    liegt, die aber für uns gänzlich unzugänglich ist [...] Gott ist [...] als dasjenige    Wesen zu denken, welches die Natur dem Moralgesetze gemäss bestimmt. In ihm also ist die    Vereinigung beider Gesetzgebungen und seiner Weltanschauung liegt jenes Prinzip von    welchem sie beide gemeinschaftlich abhängen, zum Grunde". Fichte, Versuch einer    Kritik aller Offenbarung, in Sämtliche Werke, Bd. V. S. 108.
14 "Die Idee von Gott, als Gesetzgeber durchs Moralgesetz in uns,    gründet sich [...] auf eine Entäusserung des unserigen, auf Übertragung eines    Subjektiven in ein Wesen ausser uns, und diese Entäusserung ist das eigentliche Prinzip    der Religion". Ibídem, p. 55.
15 Gustavo Bueno Martínez, El animal divino, ensayo de una filosofía    materialista de la religión, Segunda edición corregida y aumentada, Oviedo,    Pentalfa, 1996, p. 168.
16 G. Bueno, El animal divino, op. cit. p. 170.
17 G. Bueno, Alberto Hidalgo y Carlos Iglesias, Symploké,     segunda edición, 1989, Madrid, Editorial Júcar, p. 436.
18  "Ich selbst und mein notwendiger Zweck sind das  übersinnliche", víd. el presente artículo de Fichte.
19  G. Bueno, El animal divino, op. cit. p. 175.
20  G. Bueno, op. cit. ibídem, p. 175.
21 "Jeder Glaube an ein Göttliches, der mehr enthält als (den) Begriff der    moralischen Ordnung, ist insofern Erdichtung und Aberglaube, [...] eines vernünftigen    Wesens unwürdig und hchst verd¨¨achtig [...] Jeder Glaube, der diesem Begriff einer    moralischen Ordnung widerspricht (der eine unmoralische Unordnung, eine gesetzlose    Willkür durch ein übermächtiges Wesen vermittels sinnloser Zaubermittel einführen    will), ist ein verwerflicher und den Menschen durchaus zugrunde richtender Aberglaube".     Fichte, Aus einem Privatschreiben de 1800. "Appellation an das Publikum", op.    cit. p. 481.
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Sobre el fundamento    de nuestra creencia en un gobierno divino del mundo
Johann    Gottlieb Fichte
    El autor de este artículo reconoció hace ya mucho tiempo como su    obligación el someter a examen y deliberación colectiva a un mayor público filosófico    los resultados de su filosofar sobre el objeto arriba señalado, que hasta ahora sólo    había expuesto en su aula universitaria1. Quiso hacer esto con esa precisión y    exactitud a la que para tantos corazones respetables la excelencia de la materia obliga a    todo escritor; entretanto, su tiempo estuvo ocupado por otros trabajos y la ejecución de    su decisión se retrasó una y otra vez.
Mientras él actualmente, como coeditor de    esta revista, ha decidido presentar ante el público el siguiente artículo de un escritor    filosófico excelente2, encuentra, por un lado, un alivio, puesto que este artículo    coincide en muchos aspectos con sus propias convicciones, por lo que puede remitirse al    autor y confiar también poder hablar en su nombre; por otro lado, sin embargo, el autor    encuentra una acuciante necesidad de explicarse, toda vez que en este mismo artículo,    aunque en algunos otros aspectos sus convicciones no están muy alejadas, tampoco se puede    decir que coincidan plenamente, y le parece importante que el modo de pensar sobre esta    materia, que se infiere de su opinión sobre la filosofía, debe ser presentada al    público desde el principio por completo. Debe no obstante conformarse por ahora con    exponer solamente el compendio de su sucesión de ideas y se reserva la ulterior    ejecución para otra ocasión.
Lo que hasta ahora ha venido enturbiando el    asunto casi universalmente, y quizá aún durante largo tiempo continuará haciéndolo, es    el hecho de que se deba aceptar la así llamada prueba moral o cualquier prueba    filosófica de un gobierno divino del mundo como una auténtica demostración; que, para    aceptar esta prueba, es necesaria la previa fe en Dios por parte de los hombres mediante    la demostración de su existencia. ¡Pobre filosofía! Si eso no está ya en el hombre,    entonces quisiera yo por lo menos saber esto, ¿de dónde aceptan entonces tus    representantes, que son tan sólo hombres, lo que ellos mediante la fuerza de sus    demostraciones nos quieren dar?, o bien, si estos representantes son de hecho esencias de    una naturaleza superior, ¿cómo pueden confiar en encontrar en nosotros acceso y hacernos    comprensible algo así sin presuponer en nosotros una fe parecida a la suya? Ello no es    así. La filosofía sólo puede explicar hechos, de ningún modo puede producirlos; salvo    que ella se produzca a sí misma como hecho. No sólo se le puede ocurrir al filósofo    persuadir a los hombres de que pueden pensar los objetos ordenadamente, como materia en el    espacio, y las transformaciones de los mismos ordenada y consecutivamente en el tiempo, y    mucho menos todavía se le puede ocurrir querer convencerles de que crean en un gobierno    divino del mundo. Ambas cosas ocurren sin su intervención; él lo presupone como hecho y    tiene que derivar solamente estos hechos como tales del necesario proceder de toda    naturaleza racional. Ahora bien, nosotros no queremos considerar nuestro razonamiento de    ningún modo como un debilitamiento de la fe, sino como una deducción de la convicción    del creyente. No tenemos nada aquí excepto responder a la pregunta: ¿cómo llega el    hombre a tal creencia?
El punto decisivo del que depende esta    respuesta es que aquella creencia no sea representada por ella misma como una recepción    caprichosa que el hombre pudiera hacer o no según su gusto, ni tampoco como una libre    decisión de tomar por verdadero lo que el corazón desea simplemente porque lo desea,    como si esto fuera un complemento o sustitución por medio de la esperanza de los    suficientes fundamentos de convicción. Lo que está fundado en la razón es sencillamente    necesario y, lo que no es necesario, es sencillamente contrario a la razón. El tener por    verdadero esto último es delirio y sueño, por muy útil que pueda resultar lo soñado.    Ahora bien, ¿dónde buscará entonces el filósofo lo que aquella creencia presupone, el    necesario fundamento de la misma, que él debe sacar a la luz? ¿Tal vez en una supuesta    necesidad de concluir, a partir de la existencia o de la condición del mundo sensible, la    presencia de un artífice racional? De ninguna manera, puesto que él sabe demasiado bien    que, en verdad, una filosofía extraviada, en la confusión, debe explicar algo cuya    existencia no puede negar pero cuyo verdadero fundamento, sin embargo, se le oculta    completamente. Además, no es el entendimiento espontáneo, bajo la tutela de la razón y    bajo la dirección de su mecanismo, capaz de una tal conclusión. O bien se considera el    mundo sensible desde el punto de vista de la conciencia común, punto de vista al que    también se puede llamar el de la ciencia natural, o bien desde el punto de vista    transcendental. En el primer caso la razón está obligada a permanecer en el ser del    mundo como un absoluto; el mundo es, sencillamente porque es y es así sencillamente    porque es así. Desde este punto de vista se parte de un ser absoluto y este ser absoluto    es justamente el mundo; ambos conceptos son idénticos. El mundo deviene algo en sí mismo    autofundado, en sí mismo completo y, justamente por ello, un todo organizado y    organizante, que contiene en sí mismo el fundamento de todos los fenómenos que tienen    lugar en él y en sus leyes inmanentes. Una explicación del mundo y sus formas según    fines de una inteligenci es un total sinsentido, hasta tal punto el mundo y sus formas    deben ser explicados desde ellos mismos. Nos encontramos por consiguiente sobre el    territorio de la pura -insisto- de la pura ciencia natural. Además, la proposición:    "una inteligencia es artífice del mundo sensible" no nos ayuda ni lo más    mínimo y no nos hace avanzar ni una línea, puesto que no tiene ni la más mínima    inteligibilidad y nos da un par de palabras vacías en vez de una respuesta a una pregunta    que nosotros no habríamos debido suscitar. Las determinaciones de una inteligencia son    sin duda conceptos, pero como éstos, ya sea que se puedan desarrollar en la materia, en    el descomunal sistema de una creación de la nada, o bien, la ya presente materia pueda    modificarlos en el no mucho más racional sistema de la mera elaboración de una eterna    materia independiente; sobre ello todavía está por decir la primera palabra inteligible.
Si se contempla el mundo sensible desde un    punto de vista transcendental, entonces desaparecen efectivamente todas estas    dificultades. En este caso, no hay ningún mundo existente para sí: en todo lo que    nosotros contemplamos, contemplamos meramente el reflejo de nuestra propia actividad    interna. Sin embargo, lo que no es según el fundamento de esto no puede ser preguntado;    nada puede ser aceptado fuera de ello para explicar esto mismo3.
[Nota de Fichte: Se debería entonces    preguntar por el fundamento mismo del Yo4. Entre las cuestiones radicales que    contra la Teoría de la Ciencia (Wissenschaftslehre) (W.L.) se publicaron,    permaneció, no obstante, ésta, contenida en el jovencísimo metafísico de Gottinga5, quien    realmente la formula en las "Noticias eruditas de Gottinga" (Göttingischen    Gelehrten Anzeigen). ¡Con qué tipo de gentes se las tiene que ver uno si se ocupa en    nuestro siglo filosófico de los filosofares! ¿Puede entonces el Yo explicarse a sí     mismo, puede siquiera querer explicarse, sin salir fuera de sí y sin cesar de ser Yo? Si    se debe recurrir a una explicación es que no estamos ante el Yo puro (absolutamente libre e independiente), puesto que toda explicación implica dependencia. Del mismo tipo es y    del mismo espíritu procede el reproche de esta misma recensión, a saber: que la W.L. no    ha demostrado su principio fundamental. Si la proposición de la que parte pudiera ser    demostrada, entonces precisamente no habría por esto tal principio; sí: lo que la más    elevada proposición desde la que fuese demostrado sería el principio, y de éste, por    consiguiente, se partiría. Toda demostración presupone sencillamente algo indemostrable.    Aquello de lo que parte la W.L. no se deja comprender mediante conceptos, ni comunicar    mediante conceptos, sino sólo intuir inmediatamente. Para el que no tiene tal intuición    la W.L. permanece necesariamente sin fundamento y meramente formal y con ello este sistema    decididamente no puede comenzar nada. Esta sincera confesión no se hace aquí por vez    primera, pero es costumbre que después de que se ha expresado un recuerdo en general se    debe comunicar a cada nuevo adversario individual en especial, y que acerca de esto se    debe llegar a ser lo menos malhumorado posible, y yo espero por esto haber cumplido con    toda afabilidad esta obligación mía con aquel adversario. Su proton pseudos6 es que    aún no tiene el asunto lo suficientemente claro, pues cuando la verdad en general, y en    especial la verdad mediata es (mediada por deducción), debe darse un algo inmediatamente     verdadero. Tan pronto él haya comprendido esto, buscará este inmediato hasta que lo    encuentre. Luego será capaz de juzgar el sistema de la W.L., puesto que ya entonces lo    comprenderá, lo que hasta ahora, a juzgar por sus reiteradas aseveraciones, no es el    caso. Solo le parecerá probable todo esto mediante una serena reflexión acerca de las    intuiciones ya mencionadas].
Desde el mundo sensible no hay, por    consiguiente, ningún posible camino para ascender a la aceptación de un orden moral    universal; sólo si se piensa el puro mundo sensible, cosa que no ocurre con aquellos    filósofos, se está presuponiendo ya un orden moral no advertido en el mundo.
Por consiguiente, aquella creencia debiera    ser fundamentada mediante nuestro concepto de un mundo suprasensible.
Hay un concepto así. Yo me encuentro libre    de todo influjo del mundo sensible, absolutamente activo en mí mismo y a través de mí     mismo; por tanto, como un poder elevado sobre todo lo sensible. Esta libertad sin embargo    no es indeterminada. Tiene su finalidad. No contiene sus fines como fines exteriores, sino    que los contiene al ponerse a sí misma. Yo mismo y mi necesaria finalidad somos lo    suprasensible.
Yo no puedo dudar de esta libertad y de    esta determinación de la misma sin suprimirme a mí mismo.
Y digo que no puedo dudar, ni siquiera    puedo pensar en la posibilidad de que mi voz interior sea una simple ilusión que engañe,    que está en otra parte y deba ser autorizada y fundada; por lo tanto no puedo acerca de    esto continuar sutilizando, sofisticando y explicando. Aquella máxima es lo absolutamente    positivo y categórico.
No puedo proseguir adelante si no quiero    destruir mi interior. No puedo porque no puedo querer ir más allá. Aquí radica lo que    establece su límite al, por lo demás, irrefrenado vuelo del razonamiento, lo que ata al    espíritu porque ata al corazón; he aquí el punto que une el pensar y el querer en uno y    trae armonía en mi esencia. Bien podría yo en y para sí continuar, si yo me quisiera    colocar conmigo mismo en contradicción; pues no hay para el razonamiento ningún límite    inmanente. Él va libremente hacia el infinito y debe poder hacerlo, puesto que yo soy    libre en todas mis manifestaciones y sólo yo mismo puedo ponerme un límite mediante la    voluntad. El convencimiento de nuestra determinación moral procede ya por esto de nuestra    disposición moral, y es una creencia, y por eso se dice muy correctamente: el elemento de    toda certeza es una creencia. Y así debe ser; pues la moralidad, así de cierto es esto,    sólo puede ser constituida efectivamente por sí misma, de ninguna manera mediante una    lógica coerción del pensamiento.
Por lo demás, si yo mismo cayera, por    medio de una visión simplemente teórica, en una absoluta indeterminación y renunciara    por completo a un punto de vista firme, me tendría que conformar con encontrar    necesariamente inexplicable aquella misma certeza que gobierna todo mi pensamiento y sin    cuyo profundo sentimiento no me sería posible ni tan siquiera especular. Y es que no hay    ningún punto de vista firme a no ser el indicado, no mediante la lógica, sino el fundado    mediante la conciencia moral, y si nuestro razonamiento no avanza o va más allá de él,    se convierte en un océano en el que cada onda es impulsada por otra hasta el infinito.
Mientras concibo tal sentimiento moral como    una finalidad y hago de él mi auténtica actividad, establezco su realización como    posible mediante la acción real. Ambos principios son idénticos; puesto que yo    presupongo algo como finalidad, esto significa que yo lo pongo en un tiempo futuro    cualquiera como real; en la realidad, sin embargo, la posibilidad se pone como necesaria.    Yo debo proponerme, si no quiero negar mi propia esencia, lo primero, la realización de    aquella finalidad; debo por lo tanto aceptar también lo segundo, su realizabilidad: pues    realmente no hay aquí un primero y un segundo, sino que ello es absolutamente uno; ambos    son de hecho, no dos actos, sino un sólo acto del ánimo.
Adviértase en esta ocasión la absoluta    necesidad de lo mediado. Si se me quiere permitir aún un instante, diré que la    realizabilidad del fin moral ha de concebirse como algo mediado. Ello no es aquí un    deseo, una esperanza, una reflexión y consideración de fundamentos en pro y en contra,    una decisión libre, aceptar algo cuyo opuesto bien se tiene por posible. Aquella    aceptación presupone la obediencia a lo puesto en su interior y es absolutamente    necesaria. Está inmediatamente contenida en esta decisión porque ella misma es esta    decisión.
Obsérvese, pues, el orden de las ideas. No    se concluye de la posibilidad la realidad, sino al contrario. Ello no significa: yo debo    porque puedo, sino: yo puedo, porque debo. Que yo debo y qué debo, es lo primero, lo más    inmediato. Esto no necesita de ninguna ulterior explicación, justificación o    autorización. Es por sí conocido y por sí verdadero. No se fundamenta ni determina a    través de ninguna verdad, sino que más bien toda otra verdad se determina mediante     ésta. Esta serie de pensamientos ha sido frecuentemente no advertida. Quien dice:    "primero debo saber si puedo, y después habrá de juzgar si debo", o bien está  suprimiendo el primado de la ley moral, o sea, la ley moral misma, si es que está viendo    el asunto desde un punto de vista práctico, o bien ignora por completo el desarrollo    espontáneo de la razón, si es que está especulando. Yo debo presuponer efectivamente en    mí la finalidad de la moralidad, cuya realización es posible por medio de mí. Todo lo    cual, siguiendo simplemente el análisis, quiere decir que cada una de las acciones que    debo ejecutar, y cada uno de mis estados que aquellas acciones exigen, se relacionan como    los medios y los fines (que presupongo en mí).
Mi entera existencia, la existencia de toda    esencia moral, el mundo sensible como nuestro escenario social, contienen pues una    relación con la moralidad, y ello produce un orden totalmente nuevo del cual el mundo    sensible con todas sus leyes inmanentes sólo es el tranquilo asiento. Aquel mundo    prosigue su marcha tranquilo, según sus eternas leyes, para dejar un hueco a la libertad.    Pero el mundo en cuanto tal no tiene el menor influjo ni sobre lo moral ni sobre lo    inmoral, ni posee el más mínimo poder sobre los seres libres. éstos flotan autónoma e    independientemente por encima de la naturaleza. Que la finalidad de la razón llegue a ser    real sólo puede ser conseguido mediante el operar de la esencia libre; pero ello, sin    duda, es también logrado de forma totalmente segura como consecuencia de una más alta    ley. El obrar correctamente es posible y toda situación está gobernada por aquella más    alta ley. El hecho moral vale como consecuencia de la misma disposición, de manera    infalible, y el hecho inmoral no vale de forma infalible. El mundo entero se nos presenta    de una forma totalmente cambiada.
Esta transformación de la consideración    se esclarecerá aún más si nos elevamos al punto de vista transcendental. El mundo     -afirma la filosofía transcendental- no es más que el aspecto sensible de nuestra propia    acción interna según las inteligibles leyes de la razón, como mera inteligencia, dentro    de marcos absolutos en los que nosotros ahora estamos encerrados, ahora y siempre, y no es    para tomarse a mal que al hombre esta total desaparición del suelo se le haga    intranquilizadora. Aquellos límites son por su nacimiento efectivamente absolutos pero,     ¿qué importancia tiene esto? -dice la filosofía práctica-; el significado de esto    mismo es lo más claro y mas cierto que hay. Ellos son tus lugares determinados en el    orden moral de las cosas. Lo que tú percibes, gracias a ellos, tiene realidad, la única    que a ti te concierne y la única que hay para ti. Ello es la perpetua interpretación del    mandato del deber, la expresiñon viva de lo que debes hacer, puesto que en efecto, debes    hacerlo. Nuestro mundo es el material hecho sensible de nuestra obligación: esto es lo    auténticamente real en las cosas, la verdadera materia fundamental de todo fenómeno. La    coerción con la que la creencia en la realidad del mundo nos exige es una coerción    moral, la única que es posible para la esencia libre. Nadie puede abandonar la    disposición moral hasta el punto de que ésta deje de garantizar un progreso futuro del    hombre aún dentro de estos límites7. Así, contemplado como el resultado de un orden moral universal,    puede llamarse muy bien revelación el principio de esta creencia en la realidad del mundo    sensible. Nuestro deber es lo que en ella se revela.
Esta es la verdadera creencia. Este orden    moral es lo divino que nosotros aceptamos. Se construye a través del buen obrar. Esta es    la única posible profesión de fe: llevar a cabo alegre y serenamente siempre lo que el    deber pide, sin dudas ni sutilezas sobre las consecuencias. Por eso, esto divino se nos    vuelve vivo y real. Cada una de nuestras acciones es llevada a cabo en la presuposición    de su existencia y todas las consecuencias de las mismas pueden solamente ser juzgadas por     él.
El verdadero ateísmo, la auténtica    increencia e impiedad, estriban en que se sutiliza sobre las consecuencias de las    acciones, incluso no se quiere obedecer la voz de la conciencia moral hasta que se cree    prever el buen éxito, elevando así el propio consejo sobre el consejo de Dios y    haciéndose a sí mismo Dios. Quien quiere hacer el mal para que así de ello resulte lo    bueno es un impío. En un gobierno moral del mundo no puede jamás resultar lo bueno de lo    malo, y si tú crees lo primero, te es imposible pensar lo último. Tú no puedes mentir    aunque el mundo quedase hecho ruinas. Pero esto es sólo un modo de hablar, pues si tú     pudieras creer que se destruiría, entonces tu esencia sería por lo menos sencillamente    contradictoria y en sí autodestructiva. Pero esto justamente no lo crees tú, ni puedes    creerlo. Bien sabes que en el plan de su conservación seguramente no cabe la mentira.
La creencia, aun desviada, es también, sin    embargo, creencia total y completa. Aquel orden moral viviente y efectivo es Dios mismo.    No necesitamos de ningún otro Dios y no podemos aprehender ningún otro. No hay ningún    fundamento en la razón desde el cual extraer un orden moral universal, y merced al cual,    mediante una conclusión de lo fundado al fundamento, haya que aceptar una esencia    especial como la causa del mismo. El entendimiento espontáneo seguramente no realiza esta    inferencia y no conoce ninguna otra esencia especial. Solamente una filosofía que se    comprende mal a sí misma lo hace. Ahora bien, ¿es entonces aquel orden tan casual que    podría igualmente ser tanto como no ser, o bien ser de otra manera, tal que su existencia    y naturaleza debiera explicarse por un lado desde un fundamento, y por otro mediante una    revelación de este fundamento encargado de legitimar la creencia en este mismo orden? Si    hacéis oídos sordos a las exigencias de un sistema negativo y preguntáis a vuestra    propia conciencia, encontraréis que aquel gobierno divino del mundo es lo absolutamente    primero de todo conocimiento objetivo, exactamente igual que vuestra libertad y    disposición moral es lo absolutamente primero de todo lo subjetivo, que todo restante    conocimiento objetivo debe ser fundado y determinado mediante tal orden universal, que sin    embargo sencillamente no puede ser determinado por ningún otro fundamento, porque por    encima de él no hay ninguno. No podéis intentar en absoluto aquella explicación sin    perjudicar en vosotros mismos la categoría de aquella aceptación y sin hacerla    vacilante. Su rango es el que es mediante él mismo y es absolutamente cierto y no tolera    ninguna sutileza. Vosotros lo hacéis depender de vuestra sutileza.
Y este sutilizar, ¿cómo lo habéis    conseguido? Una vez apagada en vosotros la convicción inmediata, ¿en qué la    fundamentáis? ¡Oh, qué débil es vuestra fe cuando sólo podéis defenderla con la    afirmación de aquel fundamento astuto que vosotros mismos levantáis, y que se desmorona    cuando se desmorona éste!
Entonces, si se os quisiera permitir ahora    extraer aquella conclusión y, mediante esta misma, aceptar una esencia especial como la    causa de aquel orden moral universal, ¿qué habríais ganado con ello? Esta esencia debe    ser diferente de vosotros y del mundo y debe desarrollarse según conceptos. Por esto debe    ser concebible, tener personalidad y conciencia. ¿A qué llamáis vosotros, pues,    personalidad y conciencia?, ¿aquello que vosotros, en vosotros mismos, habéis    encontrado, conocido y designado con este nombre? Pero el hecho de que tengáis que pensar    ambas cosas de una manera necesariamente finita y limitada os lo prueba el más somero    análisis de la forma en que construís ambos conceptos. Vosotros hacéis esta esencia    mediante la atribución de aquel predicado a una esencia finita igual a vosotros, y no    habéis pensado a Dios, como vosotros queréis, sino solo a vosotros mismos multiplicados    en el pensar. Mucho menos aún podéis explicar el orden moral del mundo a partir de esa    esencia, sino sólo a partir de vosotros mismos. Este orden permanece así tan inexplicado    y absoluto como antes y, en el momento en que utilizáis palabras semejantes a vosotros,    no pensáis nada, sino que os limitáis a hacer vibrar el aire con sonidos vacíos. Que    eso es lo que hacéis es algo que ni siquiera podéis imaginar. Sois finitos y, ¿cómo    podría lo finito aprehender y comprender la infinitud?
Así permanece la creencia en lo    inmediatamente dado y resiste imperturbable. En el momento en que se la hace depender de    conceptos queda debilitada, pues un concepto así es imposible, completamente    contradictorio. 
Es por ello un malentendido el decir:    "es dudoso si existe un dios o no". No es en absoluto dudoso, sino lo más    cierto, fundamento de toda otra certeza. Lo único absolutamente objetivo es que hay un    orden moral universal; que a todo individuo racional le está señalado su lugar    determinado en este orden y se cuenta con su trabajo; que cada uno de los destinos8, en la    medida en que no es producido por la propia conducta, es resultado de este plan; que sin     él ningún cabello cae de su cabeza y en su esfera efectiva ningún gorrión cae del    techo9; que toda verdadera buena acción es efectiva, que toda acción mala fracasa y    que, a aquellos que sólo aman lo bueno, justamente les deben servir las mejores cosas10. Por    otro lado, tampoco es dudoso en absoluto para aquel que piense un instante y quiera    reconocer honradamente el resultado de su reflexión que el concepto de Dios como    sustancia particular es un concepto imposible y contradictorio, y está permitido decir    esto sinceramente y suprimir el parloteo escolar, con lo que se eleva la verdadera    religión del alegre obrar justo.
Dos excelentes poetas han expresado    bellamente esta profesión de fe del hombre sensato y bueno de manera inimitable.    "Quién puede decir", declara uno de ellos.
¿Quién puede decir
"Yo creo en Dios"?
¿Quién puede nombrarle (concepto y palabra para buscarle)
y confesar,
"Yo creo en él"?
¿Quién puede sentir,
y atreverse a
decir, "no creo en él"?
El omniabarcante (después de que se ha comprendido ya esto mediante el    sentido moral, no ciertamente mediante la especulación teórica, y se considera el mundo    como el lugar de observación de la esencia moral),
El sostenedor de todo,
¿Acaso no abarca ni contiene
a tí, a mi, a sí mismo?
¿No se arquea el cielo allá arriba?
¿No yace la tierra aquí abajo firme?
¿Y no ascienden mirando amistosamente
eternas estrellas aquí?
¿No te miro yo cara a cara,
y no se abre todo paso
hacia la cabeza y el corazón a ti,
y se eleva en un eterno misterio
invisible pero visible cerca de ti?
Llena tu corazón con esto (tan grande es) y 
cuando seas feliz en el sentimiento,
llámalo entonces como tú quieras,
¡llámalo Felicidad, Corazón, Amor, Dios!
¡No tengo ningún nombre
para esto! Ya está, Sentimiento es todo,
El nombre es ruido y humo,
Y el segundo canta:
una santa voluntad vive,
igual que una voluntad humana titubea;
alto sobre el tiempo y el espacio flota
viviente el más alto pensamiento;
y si todo en el perpetuo cambio gira,
1  Para el semestre de verano    de 1795 había anunciado Fichte su "Philosophiam religionis pragmaticam, i.e.    fundamenta sensus religiosi, opinionumque ad religionem spectantium, quae ab omni in de    tempore obtinuerent, et quomodo iis uti expediat ad formandos hominum animos".    Sin embargo, debido a los desórdenes estudiantiles no impartió en este semestre ninguna    lección. Sus anunciadas lecciones sobre filosofía de la religión para el semestre de    verano de 1799 fueron imposibilitadas por el despido de Fichte. Sin embargo, había    hablado Fichte también en el marco de sus lecciones sobre lógica y metafísica    impartidas regularmente desde el semestre de invierno de 1795/96 por medio de los    "Aforismos filosóficos" de Plattner "sobre Dios, sobre el origen de la    religión y de la religiosidad en los hombres". El entonces estudiante Christian    Wilhelm Friedrich Penzenkuffer publicó en 1799 apuntes de sus lecciones sobre ello de    forma anónima en Bayreuth, para con ello intervenir a favor de Fichte en la disputa sobre    la acusación de ateísmo: "Algo del señor profesor Fichte y para él. Editado por un    discípulo amante de la verdad".
2   Fichte, que habla de sí mismo en tercera persona, se refiere aquí al    texto de Forberg, que en la Revista filosófica de una Sociedad de Eruditos Alemanes    prosigue al suyo
3 Adviértase aquí claramente que el Yo de Fichte, el    Sujeto Transcendental Fichteano, al igual que ocurre con el Sujeto Transcendental de Kant    es un sujeto transcendental, no empírico, ni psicológico, ni personal en el sentido de    caprichoso, individual, particular, subjetivo, arbitrario. Este sujeto transcendental no    es otra cosa que la ciencia misma y las normas morales. Este sujeto no tolera junto a él    ninguna esencia autónoma más alta que él y que lo determine de alguna manera. Esta    autonomía moral del sujeto fichteano es la que provoca la acusación de ateísmo a    Fichte.
4 Friedrich Bouterwerk escribió en su recensión: "así permanece    para nosotros en la Teoría de la Ciencia pendiente de demostración, el que la absoluta    autoactividad del Yo sea realmente el fundamento de todo saber". Víd.: "Jena en    grapa", selección de escritos diversos de Carl Leonhard Reinhold, profesor en Kiel,    Primera Parte, 1796, Segunda parte, 1797, en "Noticias eruditas de Gottinga bajo la    supervisión de la Real Sociedad de Ciencias", 194, ejemplar 14, 7 de diciembre de    1797.
5 Se refiere a Bouterwerk. Víd. nota anterior.
6 Lo primero falso, el primer engaño.
7 Aquí y en lo que sigue, Fichte y Forberg utilizan citas o    referencias al texto del Nuevo Testamento, víd. Mateo. X, 29-30.
9 cfr. Rom. VIII, 28.
10 Tiene esto algo que ver con la idea protestante de la    predestinación. Habla Fichte de destino, fatum (Schicksal) a diferencia de determinación    (Bestimmung).
11 J.W. von Goethe, Fausto, Leipzig, pp. 137-139.
12 F. Schiller, Palabras de la creencia, en "Almanaque de las musas para el    año 1798", Tubinga, 1798, pp. 21-22.
Desarrollo del concepto de    religión
Friedrich Karl Forberg
    La religión no es otra cosa que una fe práctica en un gobierno    moral del mundo: o, para expresar el mismo concepto en un conocido lenguaje sagrado, una    viva creencia en el reino de Dios que vendrá a la Tierra.
Sólo quien cree en un gobierno moral del    mundo y efectivamente cree de forma práctica, sólo ése tiene religión.
Qué sea un gobierno moral del mundo es en    sí mismo claro. Si en el mundo sucede que se cuenta con el triunfo final del Bien,    entonces hay un gobierno moral del mundo. Por el contrario, si la virtud y el vicio le son    totalmente indiferentes al destino, entonces no hay un gobierno moral del mundo. El    espíritu sublime, que rige el mundo según leyes morales, es la divinidad y éste es el     único concepto de Dios del cual necesita la religión o mediante el cual más bien la    religión misma llega a ser posible. Los conceptos especulativos de Dios como la más real    de todas las esencias, como la esencia infinita, la esencia absolutamente necesaria, son    extraños a la religión o, por lo menos, indiferentes. La religión puede, si los    encuentra, hacer algo práctico con ellos, pero también puede prescindir de ellos cuando    no los encuentra. La religión es perfectamente compatible tanto con el politeísmo como    con el monoteísmo, tanto con el antropomorfismo como con el espiritualismo. Sólo si    permanece la moralidad como regla del gobierno del mundo, entonces es por lo demás    indiferente si se piensa una constitución monárquica del mundo o una aristocrática; y    si hubieran actuado moralmente los hombres iluminados, a quienes los antiguos imaginaban    como dioses, no habría habido nada que objetar contra la religión por el lado del    corazón. La especulación que conoce sus límites no tendría nada que objetar contra    ella y el arte más bien podría lamentar su alejamiento. Hay un gobierno moral del mundo    y una divinidad que rige el mundo según leyes morales -quien esto cree tiene una    religión.
Surge fácilmente la pregunta: ¿sobre qué se funda esta fe?
Hay tres fuentes de las que fluye, al    final, cualquier convencimiento. Se llaman experiencia, especulación y conciencia moral.    Una de ellas debe ser la fuente de la religión.
Aprendemos de la experiencia que hay un    gobierno moral del mundo -esto sería tanto como decir que nosotros vemos en la    experiencia, ante nuestros ojos, que el Bien al final triunfa y el Mal al final fracasa-.     Lo malo es que tal cosa no aparece ante nuestros ojos. Y ello ha sido la vieja    lamentación de todos los justos desde siempre, el hecho de que el Mal haya triunfado    frecuentemente sobre el Bien. Antes bien, se seguiría de la experiencia lo contrario, a    saber, que el mundo no es regido moralmente, o bien que, por lo menos, un genio maligno    lucha con uno bueno por el dominio del mundo y que, en ocasiones, el bueno, pero por lo    común el malo, mantiene el predominio. Quien busca la divinidad fuera de sí, en el curso    de las cosas no la encontrará jamás. Saldrán a su encuentro por todas partes    "obras del diablo"1, pero sólo escasamente y siempre tímida y dubitativamente podrá     decir "aquí está el dedo de Dios"2. Quizá sea la especulación más    afortunada para encontrar una divinidad, puesto que la experiencia no lo es. Si esto fuera    así, debería haber fundamentos racionales ciertos que permitiesen concluir con seguridad    la existencia de un gobernante moral del mundo. Se han establecido muchos y los más    maravillosos han sido los siguientes: el mero concepto de una esencia perfectísima    incluye ya la existencia de la misma en sí. Lo contingente presupone algo absolutamente    necesario y el orden no es posible sin un espíritu ordenador. Sólo que ninguna de todas    estas pretendidas demostraciones teóricas ha sido sometida a prueba rigurosa. Cada una    contiene en su interior una presuposición enteramente gratuita e indemostrable que, a    poco que se piense, desaparece como una simple apariencia. El mero concepto de una esencia    perfectísima no incluye la existencia de la misma en sí, puesto que ningún concepto de    ninguna cosa encierra en sí la existencia del mismo. Sólo en la intuición está la    existencia y solamente cuando la intuición se eleva al concepto están unidos el concepto    y la existencia. Ni siquiera el concepto de una esencia perfectísima, como compendio de    todas las realidades, incluye la existencia en sí, puesto que la existencia no es ningún    predicado real3 y,    sobre todo, ninguna cualidad. Si fuera una cualidad se debería entonces, en todo caso,    poder responder a la pregunta ¿qué es esto?, pregunta que podría contestarse así:    "es una cosa que es", algo que hablando en serio jamás contestaría ningún ser    racional.
Lo contingente presupone algo absolutamente    necesario, han dicho otros y de ello han concluido la existencia de una divinidad. Sólo    que, ¿qué es lo contingente? ¿Es aquello cuyo no-ser se deja pensar? Así no hay    ningún concepto para la absoluta necesidad en el entero territorio del entendimiento,    puesto que no hay ninguna cosa que no se pueda encontrar cuya no existencia sea imposible    pensar. ¿Es sin embargo contingente sólo lo que no siempre fue, sino que alguna vez    nació? Así, ello presupone efectivamente algo mediante lo cual nació -una causa que le    diera su existencia. Ahora bien, ¿por qué esta causa (que como absolutamente necesaria    ha existido desde siempre) no le dió la existencia hasta ese momento? ¿Es que no podía?     ¿Qué hizo que los obstáculos que estaban en su camino desaparecieran ahora    precisamente? ¿O es que no quería? Y, ¿qué pasó entonces para cambiar su voluntad? De    esta forma el ser necesario se acerca mucho a un ser contingente y en el límite de todo    preguntar nos vemos inevitablemente sobrepujados a superar ese límite.
El orden, dicen aún otros, no es posible    sin un espíritu ordenador. Pero, ¿por qué no? ¿Simplemente porque no conocemos ningún    otro principio del orden fuera del entendimiento? ¿Pero desde cuándo ha llegado a ser el    límite de nuestro conocimiento el límite de lo posible? Y, ¿dónde se encuentra    entonces en el mundo el orden tan inconfundiblemente que permita deducir la existencia de    una divinidad con seguridad? ¿En lo físico? Pero un arquitecto habilidoso no es ni de    lejos ningún regidor moral del mundo, un gran artista como mucho, ¿pero ningún Dios!     ¿En lo moral? Pero, ¿no sonaría un panegírico al orden moral de un mundo "que    yace en lo malo"4 más bien como una sátira a la divinidad que como una    demostración de su existencia? ¿Podría verse el mundo peor de lo que lo vemos, marchar    peor de lo que marcha, si lo condujera un ser malo, un ser maligno, como ser malévolo,    aun cuando al menos compartiera su tarea con algún espíritu bueno? La justificación de    un Satanás en defensa del bien ¿sería menos sólida que la de Dios en la defensa del    mal? ¿Y no sería por lo menos muy inhabitual, muy antinatural concluir a partir de la    existencia de un mundo absolutamente negativo la existencia de un Dios sagrado? 
Si después de esto ni la experiencia ni la    especulación pueden encontrar la divinidad, entonces no nos queda otra cosa que la    conciencia moral para, sobre las máximas de la misma, fundar una religión. Y así es en    efecto. La religión no es ni un producto de la experiencia ni un hallazgo de la    especulación, sino mera y simplemente el fruto de un corazón moralmente bueno. La    divinidad es inaccesible a la experiencia y a la especulación. Sólo el hombre bueno    tiene el privilegio de conocerla. Sólo un corazón puro puede contemplar la divinidad, y    por eso la máxima de un gran sabio: "Bienaventurados los de corazón puro, porque    ellos verán a Dios"5 conserva en la actual conexión de pensamientos su verdadero,    profundo y sagrado sentido. 
Aparece ahora la pregunta de cómo y de    qué manera surge la religión en el corazón de un hombre moralmente bueno y sólo en     él. Para decirlo en dos palabras: la religión surge única y exclusivamente del deseo    del buen corazón de que el bien en el mundo pueda mostrar su superioridad sobre el mal.
En un corazón malvado no hay ningún deseo    de este tipo. A él la religión no le preocupa lo más mínimo. Con todo, ningún hombre    es tan malo que en serio pudiera desear lo malo y quisiera al final expulsar el bien por    completo de la faz de la tierra. Esto no sería el deseo de un malvado, sino de un Satán.    Por ello existe sobre la Tierra una religión de los hombres buenos, pero ninguna    religión de los malos. La creencia en un hundimiento final del Bien, la creencia en un    reino de Satanás sobre la Tierra, sería la religión del infierno, pero hasta en el peor    malvado no está presente esta religión, sino sólo la irreligión.
Así me represento yo más o menos la    forma, el modo cómo la religión nace en un buen corazón:
Es una cosa totalmente conocida que cada    uno desea aquello en lo que toma interés, al margen de que también interese a otros    hombres, aquello que para él es conocido como verdadero y justo para su persona, al    margen de que para los demás también lo sea. Este deseo está profundamente arraigado en    la naturaleza humana y nada puede erradicarlo. Por encima de la más completa pasión    surge el deseo. Sin este deseo arraigado en el interior de la naturaleza humana debería    sernos totalmente indiferente si otros están de acuerdo con nuestra opinión o si la    critican. Por el contrario, esto no nos es de ningún modo indiferente ahora, sino más    bien, lo uno causa en nosotros contento interior y lo otro amargo descontento    respectivamente. La idea de una posible coincidencia futura de todos los hombres en todos    los juicios está presente constantemente ante cada hombre pensante. Cada cual desea que    sus convicciones puedan llegar a ser predominantes y universalmente válidas. El momento    en el que tuviera lugar una coincidencia universal de todos los hombres en todos los    juicios sería la edad de oro para las cabezas, sería el momento en el que el error    desaparecería de la superficie de la Tierra y no se encontraría otra cosa en todas las    cabezas que la verdad. La verdad habría vencido completamente al error y brillaría con    fuerza el reino de la verdad sobre la Tierra. El fin final de todos los hombres pensantes,    el fin para el cual todos ellos comparten sus pensamientos, los discuten y corrigen,    sería acelerar en la medida de sus fuerzas la presencia de aquella época y hacer que el    reino de la verdad brillara sobre la Tierra. Todas las cabezas pensantes están en una    cierta unión, juntas unas con otras mediante esta meta social, en una cierta sociedad.    Esta unión, en la que todos los hombres pensantes se encuentran involuntaria e    inintencionadamente, y frecuentemente sin saberlo, y cuya meta es hacer a todos los    hombres coincidentes en todos los juicios poco a poco, acelerar la llegada del reino de la    verdad a la Tierra; esta unión, digo, es la República de los sabios, en la que la razón    es la máxima autoridad y cada hombre pensante es un ciudadano. En la república de los    sabios sólo es válido un único artículo de fe y reza así: cree que el reino de la    verdad llegará a la Tierra y obra por tu parte sólo mediante la comunicación y la    instrucción, mediante la investigación y la comprobación, todo lo que puedas, para que    ello venga pronto y sin que te preocupe el éxito que puedas obtener. Esfuérzate al    máximo en favor del reino de la verdad y lo demás te será por sí mismo dado, a saber,    el éxito. El reino de la verdad es, con todo, un ideal. Puesto que no hay jamás que    esperar que en las infinitas diferencias de capacidades que a la naturaleza parece que le    gusta tener tenga lugar un consenso de todos los hombres en todos los juicios. El reino de    la verdad no vendrá nunca seguramente, y la meta de la república de los sabios no será     alcanzada en toda la eternidad, según toda apariencia. Sin embargo se pedirá para toda    la eternidad el inextinguible interés por la verdad en el pecho de todo hombre pensante    para oponerse, con todas sus fuerzas, al error, y para extender por todos lados la verdad.    Ello significa justamente proceder como si el error pudiese alguna vez morir totalmente y    hubiese que esperar el absoluto predominio de la verdad. Y esto, justamente, es el    carácter de una naturaleza, la cual, tal y como está determinada la naturaleza humana,    se tiene que aproximar hasta el infinito a los ideales.
Así como la idea de una futura    coincidencia posible de todos los hombres en todos los juicios planea incesantemente ante    los ojos de todos los hombres pensantes, así también planea para todos los hombres    moralmente buenos la idea de una coincidencia general en el Bien, la idea de una    extensión universal de la justicia y la benevolencia. Todo hombre bienintencionado, todo    aquél para el que el interés en la virtud yace en el corazón, desea y debe desear que     él no sea el único honrado sobre la Tierra, que todos los hombres quieran rendirle    homenaje al Bien, tal como él le rinde homenaje, que el vicio poco a poco pueda    desaparecer de la superficie terrestre y que, finalmente, pueda venir un tiempo en el cual    sólo vivan sobre la Tierra hombres buenos, unos junto a otros, pacífica y amistosamente.    Este momento, si sucediese alguna vez, sería el momento de un dominio universal del Bien    sobre el Mal, sería la edad de oro para el corazón, sería el reino de la justicia sobre    la Tierra. éste es el más íntimo deseo de los justos: que esta época pueda llegar por    fin, y así tiene que ser en la medida en que sean ciertamente hombres justos y el    interés por la virtud, que aman por encima de todo, no les resulte jamás indiferente.    Pero eso no es ningún deseo superfluo, ningún deseo inactivo, sino que es su esfuerzo    más serio para fomentar la victoria de las cosas buenas sobre las malas, para erradicar    la maldad, si es posible, totalmente de la Tierra, desarraigar abusos de todo tipo y    acelerar la llegada del reino de la justicia y de la paz (que es el reino de Dios) sobre    la Tierra. 
La meta final de todos los hombres buenos    es hacer que reine por doquier la justicia en el mundo y que triunfe finalmente la    justicia sobre la injusticia. Puesto que todos los hombres buenos trabajan en común para    tal meta final, tiene lugar entonces una unión de todos los hombres buenos para alcanzar    este único objetivo. Esta unión para la promoción social de todo lo bueno es la Iglesia    y cada hombre honesto es, justamente por su honestidad y sólo por ella, un miembro de la    Iglesia, un miembro de "la comunidad de los santos sobre la Tierra"6. La    finalidad de la Iglesia es que el Bien triunfe sobre el Mal y el reino de la justicia    venga a la Tierra. En esta Iglesia no hay ni conflicto ni escisión. Es sólo la bandera    de la honestidad la que aglutina a los miembros de la Iglesia. Sólo hay una Iglesia y    todos los justos pertenecen a esta única Iglesia. Ella es la única que puede hacer feliz    y fuera de ella no hay ninguna salvación que encontrar7. Si hubiera más de una    Iglesia, debería haber entonces más de una honradez también, y esto se contradice en el    concepto mismo, como todo el mundo puede ver.
Es, pues, el deseo y el afán de todo    hombre honesto facilitar el predominio al Bien sobre el Mal en el mundo y, si es posible,    extirpar el Mal, al final, de la faz de la Tierra. Todos los hombres buenos tienen el    mismo deseo y el mismo afán, y así nace una unión de todos los hombres buenos para un     único objetivo y esta unión es la Iglesia o "la comunidad de los santos sobre la    Tierra".
Sólo entonces nace fácilmente la    pregunta: ¿hay entonces también por doquier una meta final posible que se puedan    proponer alcanzar los hombres buenos? Ellos quieren llevar a efecto la victoria del Bien.    Quieren erigir un reino de la justicia sobre la Tierra. La virtud debe llegar a ser en el    mundo lo más cotidiano, el vicio lo inhabitual, "la moralidad debe llegar a ser    costumbre". ¿Es todo esto en general posible? O bien, ¿no es acaso más bien una    mera y vacía quimera? ¿Se puede esperar que aparezca una edad de oro de la justicia y de    la paz perpetua alguna vez sobre la Tierra o bien se deberá más bien temer lo contrario,    que el mundo, tanto en el futuro como en la eternidad, "vaya de mal en peor"8 como    hasta ahora?
Es verdad que si el hombre bueno quisiera    oír menos la voz de su corazón que la voz de la experiencia se vería forzado a    abandonar su esperanza en mejores tiempos y con ello a renunciar a su empeño en acelerar    su aproximación por todos los medios que están en su mano. él tiene, efectivamente, su    deber presente ante sus ojos y en su corazón continuamente y hace todo lo que puede para    disminuir el mal en el mundo, pero cuando mira a su alrededor...¡qué pocos hay como él!    La multitud hace precisamente lo contrario de lo que él hace y, justamente porque es    multitud, ¡consigue éxitos sin comparación con los suyos! él esboza algún plan    benéfico para la promoción del bien de sus hermanos, para la supresión de los abusos,    para el desarraigo de prejuicios, para la extensión de juicios ilustrados en todo tipo de    negocios humanos; sin embargo, la maldad de los unos y la estupidez de los otros le hacen    ver con frecuencia que lo único que surge de ello es confusión, tristeza e infelicidad.    Quiere extirpar lo injusto de la Tierra y, sin embargo, en torno a él "se bebe la    injusticia como si fuera agua"9. Intenta, según esto, que el reino de Dios, que es el reino de la    verdad y de la justicia, venga a la Tierra, pero al final de su trayecto ve que está aún    tan lejos como antes -los hombres no han llegado a ser mejores-. Lo injusto no está menos    vigente, las pasiones, y efectivamente las más salvajes entre todas, el ansia de    dominación y la avaricia, asolan la humanidad aún tan desvergonzadamente como antes -el    lenguaje de la justicia, de la honradez, de la confianza suena aún en los oídos del    mundo como una tontería-, aún es el fenómeno del altruismo, de la integridad, de la    generosidad, un fenómeno escaso, digno de admiración. Aún prosigue la irresponsable    barbarie de las guerras, y cosas que se consideran en relaciones privadas sancionables y    vergonzosas, son erigidas en grande en relaciones públicas y en conexiones que se quiere    sean para la protección del derecho y que se llaman por eso sagradas (en los    Estados), y no sólo se consienten, sino que ¡traen honor y fama! Todo esto lo ve el    hombre moralmente bueno. ¿Qué debe hacer él solo contra un mundo inmoral? ¿Debe cesar    también él de oponerse a la corriente de lo injusto? ¿Debe mejor dejar marchar el mundo    adelante tal como va, sin esforzarse más, o bien sacrificarse por una finalidad ideal que    nunca se alcanza? ¿Debe retroceder y dejar de estar en la brecha porque son completamente    inútiles su acción y su impulso, sus luchas y aflicciones, y porque el mundo, en    comparación con aquellos viejos tiempos de inocencia, sencillez y lealtad, no sólo no es    mejor, sino que desde entonces no ha hecho más que empeorar? ¿Debe el honrado pensar    así y debe así actuar? No -le grita en voz alta su buen corazón- ¡Tú debes hacer el    Bien y no cansarte! ¡Cree en la virtud y en que ella al final vencerá! ¡Ten esperanza    en que lo justo vencerá sobre lo injusto, que las cosas buenas mantendrán su hegemonía    sobre las malas al final de la forma más segura! Obra mientras haya tiempo para obrar y    no dejes pasar ninguna ocasión para hacer el bien que puedas hacer y recuerda que tras de    tí una larga noche puede venir en la que nadie podrá o querrá hacer el bien y en la que    el bien que tú hiciste será la única estrella de esperanza para "los honrados en    el Tierra"10. ¡Haz lo que tú puedas para que en el mundo vaya todo mejor, más    claro, ilustrado y noble y honrado y pacífico y justo, y no te preocupes por el    resultado! ¡No creas que nada bueno que tú hagas o que se lo esboces es tan pequeño e    insignificante y modesto que se pierde en el irregular curso de las cosas! ¡Cree que al    curso de las cosas, para tí efectivamente invisible, le subyace un plan como fundamento    en el que se cuenta con el triunfo final del Bien! ¡Cree que el reino de Dios, el reino    de la verdad y de lo justo, vendrá a la Tierra e intenta sólo por esto que venga! ¡Cree    que justamente todo depende de tu esfuerzo individual y que un genio sublime gobierna    sobre el destino, quien completa todo lo que tú comienzas, quizás incluso después de    siglos! ¡Cree que cada paso que des por las cosas buenas está calculado en el plan de la    divinidad eternamente, aunque te parezca a tú como perdido, que vives cada uno de tus    días para la eternidad y que de tí depende ganar cada día lo mejor del mundo o bien    perderlo eternamente! Es verdad que tú no puedes demostrar esto científicamente, que no    puedes demostrar científicamente que esto deba ser así, pero es suficiente con que tu    corazón te diga que debes obrar así, como si ello fuese así y, al actuar así,     muestras justamente por ello que tienes religión. Este es el único modo como la    religión nace en el corazón de un hombre bueno y como solamente puede nacer. El buen    hombre desea que el Bien pueda dominar en la Tierra y se siente obligado en su conciencia    moral a hacer todo lo que pueda para ayudar a conseguir este objetivo. No sabe si esto es    posible puesto que no lo puede demostrar; con todo, no puede demostrar su imposibilidad.    Cree el hombre bueno que el fin de la necesaria victoria del Bien es efectivamente un fin    posible, que efectivamente un reino de Dios, en cuanto reino de la verdad y de lo justo,    puede ser establecido sobre la Tierra. Esto es lo que él desea y quiere. Al especular,    puede situarse ante la cuestión de si tal fin es posible o imposible, pero cuando actúa    debe hacerlo decidiéndose por la opción de que es posible. Debe intentar acercarse a    aquella meta paulatinamente. Si quisiera comportarse como si le fuera indiferente el que    hubiera o no justicia sobre la Tierra, no querría hacer el bien en la Tierra aunque    pudiera, ni evitar hacer el mal aunque pudiera, y ello porque al final resultaría    imposible hacer de los hombres ángeles. Pese a todo, no le sería posible negar la    grandeza espiritual de una máxima aun actuando por medio de máximas contrarias: en    efecto, gobernándose por máximas pequeñas y cobardes, se convertiría ante sus propios    ojos en algo digno de desprecio.
La religión no es, según esto, ninguna    cosa indiferente con la que se pueda actuar como se quiera, sino que es obligación.    Es obligación de creer en un tal orden de las cosas en el mundo, donde se pueda contar    con un éxito final de todos los planes buenos y en el que el empeño en promover lo Bueno    e impedir lo malo no es en absoluto inútil, o bien creer en lo que es la misma cosa: en    un gobierno moral del mundo o bien en un Dios que rige el mundo según leyes morales.    Sólo que esta fe de ningún modo comporta obligación en tanto que es teorética, esto    es, una ociosa especulación, sino solamente si es una fe práctica. Esto significa, por    tanto, que ella es máxima de acciones reales. Con otras palabras: no hay obligación de    creer que exista un gobierno moral del mundo o un Dios como regente moral del mundo, sino    sólo la obligación mera y simple de obrar como si se creyera. En los momentos del    reflexionar o del disputar, cada uno puede arreglárselas como quiera, se puede uno    pronunciar por el teísmo o bien por el ateísmo, según lo que se opine poder responder    ante el foro de la razón especulativa, puesto que aquí no se trata de religión, sino de    especulación, ni se trata de lo justo o lo injusto, sino de verdades y errores. Solamente    en la vida real, que es donde se debe actuar, hay la obligación de no actuar como si se    presupusiera que sería completamente inútil hacer grandes esfuerzos para la obtención    del bien del mundo, como si fuese imposible nadar contracorriente, como si a uno le fuese    imposible hacer nada que mereciese la pena contra la multitud, por mucha que fuese su    buena voluntad, como si fuese una estupidez querer convertir un mundo lleno de locos y de    canallas en un mundo de ángeles, como si hubiera que calcular para obtener ventajas para    uno mismo a partir de la estupidez general, dejando por lo demás que todo siga como    estaba. En estas máximas se estaría actuando contra la propia conciencia moral. Se    obraría como si se supiese previamente el fracaso de los buenos planes, aunque ello no se    sabe de cierto, sino que, más bien, es posible que el azar favorezca nuestras intenciones    tanto como las destruye. Aquellas máximas (las máximas de la irreligión) son entonces    contrarias al deber y pecados. Ante la conciencia moral no puede nadie responder a otras    máximas que a las de establecer el bien e impedir el mal, allá donde se sabe y se puede,    sin dejarse extraviar por el temor de no controlar el éxito de la actividad; considerar    cualquier ocurrencia buena, bella y grande como si fuese un talento de la parábola, que    debe ser multiplicado, y trabajar sin desmayo para la difusión de la verdad y el bien a    nuestro alrededor, y si las fuerzas no nos fallan (aunque las fuerzas son una cuestión de    hábito) trabajar para la reforma del mundo por medio de ideales, con la esperanza de que    la fortuna (o Dios como fuerza desconocida) removerá todas las dificultades del camino,    aunque no sepamos cómo ni cuándo, así como también con la esperanza de que si    cumplimos con nuestro deber y actuamos con honradez y esfuerzo en favor del reino de Dios,    todo lo demás (el éxito), nos llegará a nosotros o a nuestros descendientes por    añadidura. Estas máximas son las máximas de la religión, y la religión es, según    esto, nada más que fe en el éxito de las buenas cosas, así como irreligión, por el    contrario, no es otra cosa que la desesperanza de las cosas buenas. La religión no es por    consiguiente, de ninguna manera, un recurso de urgencia de la debilidad humana (esto es    efectivamente tan pronto como se piensa la fe religiosa como una fe teórica), sino que el    poder de la voluntad moral no aparece en ningún lugar de forma más excelente y sublime    que en la máxima del hombre religioso: yo quiero que las cosas vayan mejor aunque la    naturaleza no quiera. La irreligión es la verdadera y auténtica debilidad del    espíritu, pero debilidad culpable. Puesto que nadie puede dudar de las cosas buenas desde    el conocimiento (igual que si se hubiese echado una mirada al libro del Destino), es sólo    cuestión de pereza, que tras algunos intentos fallidos rehuye ulteriores esfuerzos, y la    presunta infructuosidad de estos esfuerzos no es nada más que un prejuicio mediante el    cual el indolente busca corromper el juicio moral de los otros y también el de su propia    conciencia moral, aunque por lo menos no logra corromper éste último. 
Hay preguntas capciosas que se deben    presentar como conclusión de una teoría si se quiere saber si alguien (entre los que    hasta ahora se encuentra el autor) se ha apropiado de los principios de la teoría o no.    Sólo deben contestarse estas preguntas en el mismo estilo en que han sido planteadas y no    en el estilo general de un sistema en el que aún puede resultar dudoso si se ha    conseguido hacer avanzar la ciencia o la ignorancia.
De entre las preguntas capciosas en    relación a la religión están las siguientes:
¿Hay un Dios? Respuesta: es y permanece    inseguro (pues esta pregunta está planteada meramente desde la curiosidad especulativa, y    le ocurre al curioso de forma totalmente justa si hasta ahora recibe una negativa    rotunda).
¿Puede obligarse a todo hombre a creer en    un Dios? Respuesta: no (puesto que la pregunta toma sin duda el concepto de creencia en    sentido teorético, en una especial clase de certeza, y este sentido teorético es    también el único que el uso lingüístico común reconoce y que los filósofos quizá no    han abandonado).
¿Es la religión una convicción del    entendimiento o una máxima de la voluntad? Respuesta: no es ninguna convicción del    entendimiento, sino una máxima de la voluntad (lo que sea convicción del entendimiento    ahí es superstición).
¿Cómo actúa el hombre religioso?    Respuesta: nunca se cansará de promover las cosas de lo verdadero y lo bueno en el mundo    aunque sus planes fracasen frecuentemente, pese a lo cual ni se cansa ni se desespera del    Bien, defendiendo su religión. No hay ninguna religión que se mantenga firme ante el    tribunal de la razón excepto ésta.
¿Puede obligarse a todo hombre a tener una    religión? Respuesta: sin duda, así como se puede obligar a todo hombre a actuar en    conciencia, y la irreligión (desesperanza en las cosas buenas sin motivos suficientes) es    ausencia de conciencia moral.
¿Cuántos artículos de fe tiene la    religión? Respuesta: dos, a saber, creencia en la inmortalidad de la virtud y creencia en    un reino de Dios sobre la Tierra. La creencia en la inmortalidad de la virtud es la    creencia en que siempre hubo y hay virtud sobre la Tierra, y en que la virtud nunca ha    muerto, así como la inclinación a encontrar virtudes y buenas intenciones, aunque sea    mediante pruebas débiles, mientras que, aun con pruebas fuertes, dudar de la existencia    de vicios y malas intenciones. La creencia en un reino de Dios en la Tierra es la máxima    para trabajar en la promoción de lo bueno, por lo menos mientras la imposibilidad del     éxito no está garantizada. Y el lema de la religión ante todo es: "Bienaventurados    los que creen sin ver"11.
¿Es posible la honradez sin religión?    Respuesta: no (tan imposible es una honradez sin religión como una religión sin    honradez. Aquélla sería honradez sin interés por la honradez. ésta sería interés por    la honradez sin honradez).
¿Se puede ser honesto sin creer en un    Dios? Respuesta: sí (puesto que en la pregunta se trata sin duda de una fe teórica).
¿Puede un ateo tener religión? Respuesta:    efectivamente (se puede decir de un ateo virtuoso que él conoce en el corazón al mismo    Dios que con la boca niega. La fe práctica y la increencia teórica por un lado así como    por el otro lado la fe teórica que sin embargo es superstición e increencia práctica    pueden coexistir juntas perfectamente).
¿Cómo se relaciona la religión con la    virtud? Respuesta: como la parte respecto al todo (la religión como la máxima de la    incansable perseverancia en la promoción del bien a pesar de todos los impedimentos es    una de las notas individuales del carácter virtuoso en general).
¿Se puede aprender la religión?    Respuesta: sí (así como se puede aprender la justicia, la indulgencia, la paciencia y se    deben aprender -a saber, mediante el ejercicio).
¿Es la religión un medio auxiliar de la    virtud? Respuesta: no (puesto que el fin y el medio es imposible que puedan ser uno. La    religión no ayuda a la virtud, sino sólo a las virtudes. No hace al carácter más    virtuoso, pero multiplica las virtudes).
¿Es la religión un instrumento disuasorio    del vicio? Respuesta: tampoco (la superstición puede ser un instrumento disuasorio del    vicio, pero nunca la religión. Quien teme a la divinidad no la ha encontrado aún. Es la    suerte de la virtud encontrar una divinidad y la infelicidad del vicio no encontrar    ninguna).
¿Aparecerá alguna vez un reino de Dios    como un reino de la verdad y de lo justo sobre la Tierra? Respuesta: es incierto y a    juzgar por la experiencia habida hasta ahora que, en comparación con un futuro infinito,    muestra qué poco puede conseguirse, tampoco es probable. 
¿No podría advenir en vez de un reino de    Dios un reino de Satanás sobre la Tierra? Respuesta: lo uno es tan seguro e inseguro como    lo otro.
¿No estaría según esto igualmente    fundamentada la religión del infierno que la religión de los hombres buenos sobre la    Tierra? Respuesta: la una no tiene ante el foro de la especulación efectivamente ni más    ni menos probabilidades en este sentido que la otra.
¿Es la religión veneración de la    divinidad? Respuesta: de ningún modo (frente a una esencia cuya existencia no es    comprobable de forma segura y hasta la eternidad permanecera como algo incierto no hay    nada que venerar. El que quiera tener que ver algo con Dios, por mínimo que sea, es un    supersticioso. No hay ninguna obligación única hacia Dios excepto que se quiera jugar    con palabras).
¿Es en esta teoría expuesta el concepto    de la religión también el verdadero y el correcto? Respuesta: sin ninguna duda, dando    por sentado que el concepto de la religión debe ser el concepto de algo racional y no de    algo irracional (si de la religión no se encontrara ningún otro concepto que el común y    habitual desde milenios -de un culto a una naturaleza sobrehumana-, entonces sería la    religión una quimera y no podría ser más objeto de discurso por parte de las gentes de    entendimiento. Sin embargo, a la expresión Religión le subyace un concepto racional,    aunque emparentado en cierta medida con los antiguos conceptos irracionales. Por eso    convendría que cada uno por sí mismo decidiera si encuentra más sensato vincular un    nuevo concepto a una vieja expresión y así conjurar el peligro de llegar a estar otra    vez maniatado por ésta, o bien mejor dejar a un lado la antigua expresión por completo    para, sin embargo, encontrar en muchos casos dificultades o bien ningún camino en    absoluto).
Y finalmente, ¿no es acaso el concepto de    una fe práctica más un concepto caprichoso que un concepto seriamente filosófico? La    respuesta a esta incómoda pregunta se deja fácilmente al lector mismo, y con ello al    mismo tiempo el juicio acerca de si el autor del presente artículo al final ha querido    simplemente jugar con él.
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1 San    Juan 1. III,8.
2 Compárese Pentateuco 2,XXX,18. También VIII,19.
3 Realität viene de realitas,de res,cosa,que en    el fondo significa ousia. Wirklichkeit o Dasein es la existencia    o realidad efectiva. No es lo mismo la esencia que la existencia. La palabra    "realidad" (realitas) significa,en la edad moderna,el "ser" en    el sentido de esencia. Res es aquello que tiene una esencia,unas notas    distintivas,y su "realidad" (su carácter de res) es su qué,su esencia.    Ya sabemos que Realität o realitas no quiere decir realidad en el    sentido de efectiva presencia o existencia (eso sería Wirklichkeit o Dasein)    sino que la Realität de algo es su "qué es",y lo real (das Reale) es lo    que se presenta con (y como) un "qué" (quid). Esta manera de entender realitas era    ya propia del racionalismo. Kant la emplea cuando,por ejemplo,al decir que un concepto    puro del entendimiento tiene "realidad objetiva" (Realität),entiende que    tal concepto entra en la "quididad" del objeto mismo. La quididad,el quid,es    la Realität.
En cuanto a la Wirklichkeit, no añade nada a la existencia como    determinación del concepto al que se une como predicado,sino que sólo expresa la    relación con la facultad de conocer (Kritik der reinen Vernunft, A 219,B266). No    es un predicado real ni quiditativo.
4 San Juan,1,V,19.
5 Mateo.V,8.
6 Compárese Los Salmos,149,1 y Hechos Apost.,II,1 ss.
7 Extra Ecclesiam nulla salus
8 Ver Job, XV,16.
9 Salmos 37,3.
10 Juan,XX,29.
11 Juan, XX, 29.. 
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