lunes, 28 de marzo de 2016

La polémica del ateísmo. Traducida por Felipe Giménez Pérez y por Luis Martínez de Velasco.

 
Publicado en "Cuadernos de Materiales", 1999. Esta es la primera traducción al español de los dos artículos fundamentales de la filosofía clásica alemana que suscitaron la llamada polémica del ateísmo en 1798-1799.


En 1798, se publica el primer número del Philosophisches Journal en Jena (Sajonia-Weimar) codirigida por Friedrich Immanuel Niethammer (1766-1848) y Johann Gottlieb Fichte (1762-1814). Se produce entonces lo que se denomina el "Atheismusstreit" o polémica del ateísmo. El primer cuaderno, volumen VIII de la citada revista, contenía en primer lugar un artículo de Fichte titulado Sobre el fundamento de nuestra creencia en un gobierno divino del mundo, e inmediatamente a continuación seguía el artículo de Friedrich Karl Forberg (1770-1848) Desarrollo del concepto de religión. El primer número de la citada revista está a la disposición del público en las librerías en octubre. La respuesta de la autoridad competente fue contundente: en noviembre fue prohibido el número 1 y confiscada la revista. Esta polémica tiene como consecuencia el despido de Fichte de la Universidad de Jena el 18 de abril de 1799.


La solución transcendental de las antinomias de la razón pura permite a Kant definir la religión, en su sentido clásico de relación de sumisión y adoración del hombre hacia un ser omnipotente aunque inevitablemente encerrado dentro de unos límites conceptuales antropomórficos, como un discurso teóricamente falso y práctico-moralmente adormecedor. El trayecto crítico recorrido por Kant, Lessing y Fichte y que desemboca en Feuerbach, había sido ya inaugurado, entre otros, por Spinoza: Dios como asilo de ignorantes o como consuelo y coartada de los tres grandes males de la religión (pasividad moral, superstición y fanatismo). La crítica es taxativa: o bien la religión recupera el mensaje evangélico nucleado en torno al amor activo y comprensivo, o bien permanece dentro de sus límites escolásticos aquietando entendimientos y legitimando fanatismos. O se convierte, revivificándose, en Moral, o permanece embalsamada en Teología1. Es que no debemos olvidar que Kant se educó en el pietismo, una sección radical en el seno del luteranismo. Desprecio al catolicismo, desprecio a la escolástica, una ética de las buenas intenciones, formal, sin prestar atención a los contenidos materiales, también una fé religiosa, sola fides, interior, no exterior ni pública.

La Iglesia alemana, y con ella los Estados alemanes, sabe perfectamente que la reconversión espiritual de la religión, su regreso a una moral de amor y tolerancia, no son sino pasos -y pasos de gigante- hacia su desmoronamiento como discurso sacro integrador, por vía de la fe y la obediencia, de las cada día más difíciles relaciones registradas en la casi feudal sociedad alemana. Alemania no era como Francia. En Alemania el ateísmo y el materialismo no llegaron a florecer como ocurrió en cambio en la Ilustración francesa. Alemania era muy piadosa. Era un país luterano. Por eso precisamente una reflexión tan aparentemente inofensiva como las que nos presentan aquí Fichte y Forberg puede llevar a traslucir la índole políticamente revolucionaria  y peligrosa desde el punto de vista político e ideológico   de su discurso, cuyo horizonte conceptual, la democracia como posibilidad y efecto final, funciona como palanca subversiva que amenaza con deslegitimar -en el límite derrumbar- todo el orden político-religioso existente del Antiguo Régimen. De ahí que el 29 de octubre de 1798 el Consistorio Supremo de Dresde remitiera al duque Federico Augusto de Sajonia-Weimar un amplio informe desfavorable sobre el artículo de Forberg, en el que, entre otras cosas, se decía: "Este escrito es incompatible no ya con la Revelación, sino incluso con toda religión natural: en el fondo el ateísmo recibe aquí una defensa y una justificación como nunca había recibido antes". Y un poco más adelante se viene a decir lo siguiente: "se trata de arrancar del corazón de los hombres los conceptos de Dios y de religión, auténticos pilares del bien social y de la seguridad del Estado". La filosofía de la religión desde la perspectiva antrópica, humanista trascendental erosiona la teología del Antiguo Régimen.

El célebre ateísmo de Fichte no consiste en el fondo más que en la defensa de la voz de la conciencia moral frente a cualquier legislación exterior, así como en la necesidad de acciones morales autónomas al margen de cualesquiera versiones de una providencia encargada de hacer bien del mal2. El planteamiento de Fichte no es sino el producto lógico de un proceso de rehumanización de la religión considerando al hombre como el verdadero numen religioso. Y ahí reside la primera gran paradoja: tal rehumanización supone el primer golpe de pico para el enterramiento definitivo de la religión terciaria.
El texto de Forberg sigue la misma línea de Fichte, sólo que su calado teórico es algo menor. Aquí sigue siendo la conciencia el más alto tribunal de la moralidad, aquí también lo esencial es traer a la Tierra el reino de Dios, o sea, el reino de la verdad y de la justicia: "La religión -afirma Forberg- no es un producto de la experiencia, ni es un hallazgo de la especulación, sino sola y exclusivamente el fruto de un corazón moralmente bueno". Por eso la Iglesia no es sino "la comunidad de santos en la Tierra". El hecho de que en Forberg se registre una excesiva separación entre la razón teórica y la razón práctica se debe muy probablemente al intento de separar la acción moral del pragmatismo presente en la noción clásica de religión: no sabemos si nuestra lucha por traer el bien a la Tierra tendrá éxito (más bien debe sospecharse lo contrario), pese a lo cual se debe seguir luchando como si algún día hubiera de tener lugar el éxito final. El simulacro del ficcionalismo del "como si" posibilita la pervivencia de la acción moral, sólo que al precio de desbaratar la unión verdad-virtud tímidamente esbozada en Kant. Ello da lugar a una segunda paradoja: la desvinculación religiosa (se entiende religiosa-moral) de todo pragmatismo del éxito exige una notable ambigüedad en la noción del "reino de Dios", cuyo papel garantizador (bien que en última instancia) del bien oscuramente promovido en la Tierra parece conservar aún cierto sabor agustiniano de providencia: "Has de creer -escribe Forberg- que cada paso que das hacia el bien, aunque a ti te parezca un paso perdido, se dirige, según el plan de Dios, a la eternidad". Sin embargo, el hecho de que en un gobierno moral del mundo sea imposible extraer bien del mal (extracción que, entre otras cosas, no hace sino legitimar un importante maquiavelismo político) viene a poner las cosas definitivamente en su sitio.
El binomio Iglesia-Estado sospecha -y con toda razón- que ahí se está abriendo una brecha de imprevisibles consecuencias políticas.  Es lo que posteriormente Max Weber denominará el desencantamiento del mundo. De ahí el agrio tono político que adopta este Atheismusstreit. El formalismo moral kantiano resultaba peligroso para la sociedad del Antiguo Régimen.
Al decir de Fichte, no se trata tanto de su presunto ateísmo en el fondo del Atheismusstreit cuanto de sus ideas políticas democráticas y jacobinas. Él entiende que no es ateo, que no significa ateísmo sostener que Dios no es otra cosa que el orden moral del mundo. Ello se advierte claramente en la siguiente carta de Fichte a Reinhold: "Nunca he creído que persiguieran mi presunto ateísmo. Ellos persiguen en mí     a un librepensador que empieza a hacerse inteligible (la suerte de Kant fue su oscuridad) y a un desacreditado. Lo que les aterra como un fantasma es la autonomía, que ellos atisban oscuramente que mueve mi filosofía"3. Insiste Fichte en tal argumento político en su escrito forense de exención de responsabilidad de 18 de marzo de 1799 para explicar la persecución de la que es objeto: "No es mi ateísmo lo que persiguen judicialmente. Es mi democratismo. Lo primero ha suministrado sólo el pretexto"4.
En el citado escrito de exención de responsabilidad, Fichte rechaza tener intenciones revolucionarias, así como querer implantar un gobierno democrático. Esto no es una mera maniobra táctica, pues ya en su recensión de La paz perpetua de Kant había definido la democracia como "aquella constitución en la que el pueblo en su propio nombre ejerce el poder ejecutivo y por consiguiente es siempre juez de sus propios asuntos, lo que es una forma de gobierno abiertamente no conforme a derecho"5. En su Fundamento del derecho natural de 1796-1797 abogaba Fichte por "que el pueblo no ejerza él mismo el poder ejecutivo, sino que lo soporte"6 y esto es porque la democracia contradice el concepto de lo que después se denominará por parte de Robert von Mohl "Estado de derecho". Con ello, llegaba a coincidir políticamente con Kant, con el Kant de la Metafísica de las Costumbres (1797). Se trata entonces de "que la democracia en el genuino sentido de la palabra es una constitución totalmente contraria a derecho"7, puesto que en un Estado justo es el derecho el que debe tener la primacía, no la voluntad empírica de la mayoría del pueblo. El régimen democrático es el más inseguro jurídicamente, afirma Fichte siguiendo en esto a las observaciones críticas realizadas ya por Platón en República 493 a-c: "Mientras tanto no sólo habría que temer como fuera del Estado siempre las brutalidades de todos, sino también de vez en cuando la saña de una muchedumbre excitada que en nombre de la ley procedería injustamente"8. Una constitución conforme a derecho sería, por el contrario, la democracia representativa: "Democracia en el sentido estrecho de la palabra, es, [...] una democracia que tiene representación"9. Con estas declaraciones Fichte se distancia de su "Contribución" de 1793. Sin embargo, podemos decir que la actitud de Fichte es valiente, atrevida, casi temeraria. Se trata, como reconoció     Heinrich Heine (1797-1856), de un auténtico carácter, un filósofo independiente, consecuente con sus principios, que vive su filosofía moral10.
A nuestro juicio, la polémica tiene motivos políticos, igual que el ateísmo o la impiedad, si tienen sentido, es por motivos o razones prácticas. Lo importante de esta polémica -sin perjuicio de las razones filosóficas inmanentes a los escritos de Fichte y Forberg- es lo político, las consecuencias políticas del ateísmo. Bajo pretexto de un presunto ateísmo emic de los artículos acusados, negado por Fichte, y etic, afirmado por sus detractores, se esconde la lucha del Antiguo Régimen contra los filósofos críticos. Este aspecto de las consecuencias políticas que se derivan de la posición de Fichte lo vió muy perspicazmente el secretario de la Cancillería de Hannover, Rehberg, en su anónima "Apelación al sano sentido común humano", al acusar a Fichte contundentemente de la siguiente manera: "Un Dios que no se preocupa por mí ni por el mundo no es en absoluto ningún Dios, pues si él no ha producido a los hombres nada bueno, entonces tampoco tengo nada que agradecerle a él, y los bellos lazos que anudan el corazón del hombre a Dios están desatados y destruidos"11.
Respecto al contenido de los artículos incriminados, hay que decir que Fichte en su Apelación al público de enero de 1799 escribe que sus principios sobre la filosofía de la religión sólo han sido insinuados levemente en el artículo que estamos comentando. La filosofía de la religión de Fichte presupone la crítica kantiana de las pruebas de la existencia de Dios. Para comprobarlo, basta remitirse a la Crítica de la razón pura12.
En su escrito de 1792, Ensayo de una crítica de toda revelación, Fichte permanece aún dentro del concepto kantiano de Dios. Dios está separado tanto del mundo sensible como del inteligible: "La posibilidad de este acuerdo de dos legislaciones totalmente independientes la una de la otra no se deja pensar de otra manera que por la dependencia común de una legislación superior que subyace a ambas como fundamento, la cual sin embargo es para nosotros totalmente inaccesible [...] A Dios hay [...] que pensarlo como aquella esencia que determina la naturaleza conforme a las leyes de la moral y a su concepción del mundo le subyace como fundamento aquel principio del cual ambas en común dependen"13. Además, anticipándose por otro lado a la posterior crítica de la religión efectuada por Feuerbach y los jóvenes hegelianos, declara Fichte: "La idea de Dios como legislador mediante la ley moral en nosotros se fundamenta [...] en la enajenación de lo nuestro, en la transferencia de algo subjetivo a una esencia exterior a nosotros y esta enajenación es el auténtico principio de la religión"14.
Uno de los rasgos de la filosofía moral de Fichte que más molesta a los ilustrados alemanes, que son utilitaristas y eudemonistas, es su crítica del eudemonismo, su crítica de la idea de que la filosofía moral se debe ocupar de la felicidad y de lo útil y de la idea de que la fundamentación de la moral es material, que debe tratarse de un materialismo moral segundogenérico. Lo que molesta de Fichte es su kantismo, su formalismo moral. El eudemonismo es para él elevar el principio del propio provecho a principio moral. Esto es atacar al utilitarismo liberal, ya por entonces con mucho prestigio intelectual. Por tales razones se explica que ya desde el principio los ilustrados alemanes lanzaran contra Fichte sus ataques aprovechando tal ataque para atacar en general a todo el criticismo.
Desde el punto de vista de la filosofía materialista de la religión de Gustavo Bueno, la filosofía de la religión de Fichte, en cuanto derivada de la de Kant, constituye una concepción circular de la religión. La filosofía de la religión de Fichte es, por lo menos, una "verdadera filosofía de la religión" (lo que, como precisa el propio Bueno, no significa filosofía verdadera de la religión). Dice Bueno que sólo puede haber dos alternativas en filosofía de la religión. Las dos opciones son las siguientes:
"I. La opción que ponga la verdad nuclear de los númenes fenomenológicos en sus referencias humanas reales. Llamaremos a las filosofías que se acogen a esta opción, y por motivos que declararemos más adelante, filosofías "circulares" de la religión.
 
II. La opción que ponga la verdad nuclear de los númenes fenomenológicos en sus referencias animales reales. Llamaremos, por motivos que también daremos después, a esta opción filosófica, teoría "angular" de la religión"15. La filosofía de la religión de Fichte es una filosofía de la religión circular y decimos que ello es así "porque esta filosofía de la religión, en medio de sus múltiples variedades, no es otra sino la concepción según la cual es el hombre mismo la fuente de la numinosidad"16. En una religión entendida de forma circular "la religión intentará ser entendida como religación de los hombres con los demás hombres"17.
La filosofía de la religión de Kant queda calificada por Gustavo Bueno como pragmatismo trascendental o humanismo trascendental y, en cierta manera, también la filosofía de la religión de Fichte caería bajo esta calificación a fuer del kantismo de Fichte. En efecto, Fichte niega de hecho que Dios sea una especial sustancia separada del mundo. No existe ninguna sustancia autónoma especial llamada Dios. La posición de Fichte es francamente anticatólica, pero también antideísta, pues va contra la religión racionalizada del siglo XVIII y, por supuesto, contra el protestantismo.
Dios es entendido como el orden moral trascendental del sujeto práctico-moral: "Yo mismo y mi necesaria finalidad somos lo suprasensible"18. No hay más personalidad que la del individuo, la del Yo. De Fichte y Forberg podemos decir lo que Gustavo Bueno dice de Kant: "la religión es moral y se apoya en la moral, y todo cuanto en la religión no pueda entenderse a la luz de esta interpretación dejará de ser religión para convertirse en superstición, como Kant expone detalladamente en "La religión dentro de los límites de la estricta razón" de 1793"19. Ahora podemos entender la acusación de ateísmo que se les formula a Fichte y a Forberg. Ambos disuelven la religión en moral. La influencia de Spinoza queda patente al sostenerse la posibilidad de un ateo virtuoso. Fichte llama ateísmo a la inmoralidad. Fichte sostiene que el ateísmo es irreconciliable con la determinación moral del hombre. Forberg va más lejos, defendiendo la posibilidad de un ateo virtuoso y defendiendo la libertad de propaganda de las posiciones ateas como útiles para la moralidad.
El ateísmo consiste entonces en que la moral es superior a la religión. La fe religiosa queda supeditada a la acción moral o, como dice Gustavo Bueno, extrayendo precisamente las consecuencias de este entendimiento circular de la religión: "las religiones podrán comenzar a ser entendidas como componentes trascendentales de la vida moral. Y no está excluida la posibilidad de utilizar los postulados prácticos como criterios para reinterpretar a muchas (o a todas) religiones positivas que de este modo podrán empezar a entrar en el campo de la filosofía, sin caer en el campo de la Psicología o de la Sociología y no escaparse tampoco al campo de la Teología revelada. Las religiones en suma, podrán comenzar a ser interpretadas a la luz de una "conciencia humana trascendental" actuando desde las leyes de la conciencia moral. Podría decirse que las ideas religiosas son ilusiones necesarias en el proceso de la práctica moral, en el momento mismo del ejercicio de la vida moral, al margen del cual el hombre no sería hombre. Según esto, habría que afirmar que la religión natural tiene, desde el punto de vista del idealismo kantiano, un fundamento trascendental en la propia constitución de la conciencia humana, y, desde su perspectiva, las religiones positivas podrán comenzar a ser tratadas críticamente con alcance filosófico"20. Según Fichte resulta que no hay religión ni fe religiosa fuera de la moral: "Toda fe en un ser divino que contenga algo más que el concepto del orden moral, es por esto invención y superstición, [...] indigna de un ser racional y altamente sospechosa [...] Toda fe que contradiga a este concepto de un orden moral (que quiera introducir un desorden inmoral, una arbitrariedad alegal a través de una naturaleza superpoderosa, mediante medios mágicos y sin sentido), es una abyecta superstición que por ello lleva a los hombres a la ruina"21.

Ateísmo significa para Fichte y Forberg el desoír la voz de la conciencia moral e incumplir el imperativo categórico o regirse por el propio provecho en detrimento de la ley moral. Ateísmo sería para ellos heteronomía moral.  En cuestiones prácticas sólo vale el entendimiento, el juicio moral, el raciocinio moral, la madurez de juicio moral. Dios y la religión no pintan nada para ser honrado. Se puede ser ateo y honrado. Es más, tal vez el ateísmo, la no creencia religiosa, la impiedad, sea precisamente una condición necesaria para alcanzar la autonomía moral pero también para proceder a la reforma del entendimiento.
 




Notas bibliográficas:                                     
 
1 "Desde Kant la teología escupe sangre por la boca", escribe Schelling a Hegel. Schopenhauer escribe a Rosenkranz sobre ideas absurdas como la inmortalidad del alma, "como si Kant no hubiese existido jamás".
2  Era tan enconado el ambiente filosófico de la Alemania de finales del siglo XVIII, que uno de los detonantes de la situación fue sencillamente un malintencionado panfleto aparecido en noviembre cuyo autor podría ser el profesor J. P. Gabler de Leipzig, estrecho colaborador de F. Nicolai, enemigo acérrimo de Fichte. El título, desde luego, no podía ser más insidioso: Escritos de un padre a su hijo estudiante sobre el ateísmo de Fichte y Forberg. Entre otros muchos autores, Lavater y Schiller salieron en defensa de Fichte, cuyo único crimen fue, según ellos, cierta precipitación por su parte a la hora de llevar a sus últimas consecuencias la filosofía de la religión kantiana.
3 "Ich habe nie geglaubt dass sie meinen vorgeblichen Atheismus verfolgen; sie verfolgen in miri einen Freidenker, der anfángt, sich verstándlich zu machen (Kants Glúck war seine Obskuritát), und einen verschrienen: es erschreckt sie wie ein Gespenst, die Selbstándigkeit, die, wie sie dunkel ahnen, meine Philosophie weckt". Carta a Reinhold de 22 de mayo de 1799 en "Johann Gottlieb Fichte, Briefe", 1986, Verlag Philipp Reclam jun. Leipzig.

4 "Es ist nicht mein Atheismus, den sie gerichtlich verfolgen, es ist mein Demokratismus. Der erstere hat nur die Veranlassung hergegeben" J. G. Fichtes als Verfassers des ersten angeklagten Aufsatzes und Mitherausgebers des philosophischen Journals Verantwortungsschrift, en "Appellation an das Publikum..." Dokumente zum Atheismusstreit, Jena, 1798/1799, Reclam 1987, Leipzig pp. 183-236.

5 "diejenige Verfassung in welcher das Volk in eigner Person die exekutive Gewalt ausúbe, mithin immer Richter in seiner eigenen Sache, welches eine offenbar unrechtmássige Regierungsform sei". Recensión de "La paz perpetua" de Kant en "Zum ewigen Frieden". Mit Texten zur Rezeption (1796-1800) Reclam, 1984, Leipzig. pp. 93-102.

6 "Grundlage des Naturrechts", Fichte, Gesamtausgabe, Bd. I, e, S. 325, 439 y 444. Hay edición española reciente: Johann Gottlieb Fichte, "Fundamento del derecho natural según los principios de la doctrina de la ciencia" Traducción de José L. Villacañas Berlanga, Manuel Ramos Valera y Faustino Oncina Coves. Estudio introductorio de José Luis Villacañas Berlanga, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1994.
7 Fichte, op. cit. S. 439.
8 Fichte, op. cit. ibídem. S. 444.
9 Fichte, op. cit. ibídem.
10 Dice Heinrich Heine en "Zur Geschichte der Religion und Philosophie in Deutschland" acerca de Fichte que "verzweifle fast, von der Bedeutung dieses Mannes einen richtigen Begriff geben zu kónnen...Wir haben nicht nur eine Philosophie zu erórtern, sondern auch einen Charakter, durch den sie gleichsam bedingt wird und um beider Einfluss zu begreifen, bedúrfte es auch wohl einer Darstellung der damaligen Zeitverháltnisse...
Wie musste dieser Mann den gesinnungslosen Skeptikern, den frivolen Eklektikern und den Moderanten von allen Farben ein Greuel sein! Sein ganzes Leben war ein beständiger Kampf. Seine Jugendgeschichte ist eine Reihe von Kömmernissen, wie bei fast allen unseren ausgezeichneten Männern. Armut sitzt an ihrer Wiege und schaukelt sie gross, und diese magere Amme bleibt ihre treue Lebensgefährtin.
...Wenn auch der ganze Transzendentalidealismus ein Irrtum war, so lebte doch in den Fichteschen Schriften eine stolze Unabhängigkeit, eine Freiheitsliebe, eine Manneswürde, die besonders auf die Jugend einen heilsamen Einfluss übte. Fichtes Ich war ganz übereinstimmend mit seinem unbeugsamen, hartnäckigen, eisernen Charakter...".
11 "Appellation an den gesunden Menschenverstand, in einigen Aphorismen über des Herrn Professor Fichte Appellationen an das Publikum, wegen ihm beigemessener atheistischen äusserungen". Im Februar 1799.
12 Sobre ello escribió Heine en su Historia de la religión y de la Filosofía en Alemania su ya famoso veredicto, en un texto que contiene su conocida, a fuerza de estereotipada, interpretación acerca de la filosofía práctica kantiana en relación con la filosofía teórica -interpretación impugnada por otros, como por ejemplo, en España, por Luis Martínez de Velasco-: "Nach der Tragödie kommt die Farce. Immanuel Kant hat bis hier den unerbittlichen Philosophen traktiert, er hat den Himmel gestürmt, er hat die ganze Besatzung über die Klinge springen lassen, der Oberherr der Welt schwimmt unbewiesen in seinem Blute, es gibt jetzt keine Allbarmherzigkeit mehr, keine Vatergöte, keine jenseitige Belohnung für diesseitige Enthaltsamkeit, die Unsterblichkeit der Seele liegt in den letzten Zügen -das rächelt, das stöhnt- und der alte Lampe steht dabei, mit seinem Regenschirm unterm Arm, als betrübter Zuschauer, und Angstschweiss und Tränen rinnen ihm vom Gesichte. Da erbarmt sich Immanuel Kant und zeigt, dass er nicht bloss ein grosser Philosoph, sondern auch ein guter Mensch ist, und er überlegt, und halb gutmütig und halb ironisch spricht er: "Der alte Lampe muss einen Gott haben, sonst kann der arme Mensch nicht glücklich sein -das sagt die praktische Vernunft- meinetwegen -so mag auch die praktische Vernunft die Existenz Gottes verbörgen". Infolge dieses Arguments unterscheidet Kant zwischen der theoretischen und der praktischen Vernunft, und mit dieser, wie mit einem Zauberstäbchen, belebte er wieder den Leichnam des Deismus, den die theoretische Vernunft getötet". Heine, "Zur Geschichte der Religion und Philosophie in Deutschland", Leipzig, 1970, RUB 296, S. 148. Efectivamente, subraya Kant también en su filosofía moral que de ningún modo se trata de afirmar positivamente la existencia de Dios, sino que más bien se trata de que el postulado práctico de su existencia responde a una necesidad subjetiva: "rein subjektiven Bedürfnis" Vgl. I. Kant: Schriften zur Religion, hg. und eingeleitet von M. Thom, Berlin, 1981, S. 43-48.
13  "Die Möglichkeit dieser übereinkunft zweier voneinander selbst gänzlich unabhängiger Gesetzgebungen lässt sich nun nicht anders denken als durch ihre gemeinschaftlich Abhängigkeit von einer oberen Gesetzgebung, welche beiden zum Grunde liegt, die aber für uns gänzlich unzugänglich ist [...] Gott ist [...] als dasjenige Wesen zu denken, welches die Natur dem Moralgesetze gemäss bestimmt. In ihm also ist die Vereinigung beider Gesetzgebungen und seiner Weltanschauung liegt jenes Prinzip von welchem sie beide gemeinschaftlich abhängen, zum Grunde". Fichte, Versuch einer Kritik aller Offenbarung, in Sämtliche Werke, Bd. V. S. 108.
14 "Die Idee von Gott, als Gesetzgeber durchs Moralgesetz in uns, gründet sich [...] auf eine Entäusserung des unserigen, auf Übertragung eines Subjektiven in ein Wesen ausser uns, und diese Entäusserung ist das eigentliche Prinzip der Religion". Ibídem, p. 55.
15 Gustavo Bueno Martínez, El animal divino, ensayo de una filosofía materialista de la religión, Segunda edición corregida y aumentada, Oviedo, Pentalfa, 1996, p. 168.
16 G. Bueno, El animal divino, op. cit. p. 170.
17 G. Bueno, Alberto Hidalgo y Carlos Iglesias, Symploké, segunda edición, 1989, Madrid, Editorial Júcar, p. 436.
18  "Ich selbst und mein notwendiger Zweck sind das  übersinnliche", víd. el presente artículo de Fichte.
19  G. Bueno, El animal divino, op. cit. p. 175.
20  G. Bueno, op. cit. ibídem, p. 175.
21 "Jeder Glaube an ein Göttliches, der mehr enthält als (den) Begriff der moralischen Ordnung, ist insofern Erdichtung und Aberglaube, [...] eines vernünftigen Wesens unwürdig und hchst verd¨¨achtig [...] Jeder Glaube, der diesem Begriff einer moralischen Ordnung widerspricht (der eine unmoralische Unordnung, eine gesetzlose Willkür durch ein übermächtiges Wesen vermittels sinnloser Zaubermittel einführen will), ist ein verwerflicher und den Menschen durchaus zugrunde richtender Aberglaube". Fichte, Aus einem Privatschreiben de 1800. "Appellation an das Publikum", op. cit. p. 481.








 

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Sobre el fundamento de nuestra creencia en un gobierno divino del mundo

Johann Gottlieb Fichte
 

    El autor de este artículo reconoció hace ya mucho tiempo como su obligación el someter a examen y deliberación colectiva a un mayor público filosófico los resultados de su filosofar sobre el objeto arriba señalado, que hasta ahora sólo había expuesto en su aula universitaria1. Quiso hacer esto con esa precisión y exactitud a la que para tantos corazones respetables la excelencia de la materia obliga a todo escritor; entretanto, su tiempo estuvo ocupado por otros trabajos y la ejecución de su decisión se retrasó una y otra vez.

Mientras él actualmente, como coeditor de esta revista, ha decidido presentar ante el público el siguiente artículo de un escritor filosófico excelente2, encuentra, por un lado, un alivio, puesto que este artículo coincide en muchos aspectos con sus propias convicciones, por lo que puede remitirse al autor y confiar también poder hablar en su nombre; por otro lado, sin embargo, el autor encuentra una acuciante necesidad de explicarse, toda vez que en este mismo artículo, aunque en algunos otros aspectos sus convicciones no están muy alejadas, tampoco se puede decir que coincidan plenamente, y le parece importante que el modo de pensar sobre esta materia, que se infiere de su opinión sobre la filosofía, debe ser presentada al público desde el principio por completo. Debe no obstante conformarse por ahora con exponer solamente el compendio de su sucesión de ideas y se reserva la ulterior ejecución para otra ocasión.

Lo que hasta ahora ha venido enturbiando el asunto casi universalmente, y quizá aún durante largo tiempo continuará haciéndolo, es el hecho de que se deba aceptar la así llamada prueba moral o cualquier prueba filosófica de un gobierno divino del mundo como una auténtica demostración; que, para aceptar esta prueba, es necesaria la previa fe en Dios por parte de los hombres mediante la demostración de su existencia. ¡Pobre filosofía! Si eso no está ya en el hombre, entonces quisiera yo por lo menos saber esto, ¿de dónde aceptan entonces tus representantes, que son tan sólo hombres, lo que ellos mediante la fuerza de sus demostraciones nos quieren dar?, o bien, si estos representantes son de hecho esencias de una naturaleza superior, ¿cómo pueden confiar en encontrar en nosotros acceso y hacernos comprensible algo así sin presuponer en nosotros una fe parecida a la suya? Ello no es así. La filosofía sólo puede explicar hechos, de ningún modo puede producirlos; salvo que ella se produzca a sí misma como hecho. No sólo se le puede ocurrir al filósofo persuadir a los hombres de que pueden pensar los objetos ordenadamente, como materia en el espacio, y las transformaciones de los mismos ordenada y consecutivamente en el tiempo, y mucho menos todavía se le puede ocurrir querer convencerles de que crean en un gobierno divino del mundo. Ambas cosas ocurren sin su intervención; él lo presupone como hecho y tiene que derivar solamente estos hechos como tales del necesario proceder de toda naturaleza racional. Ahora bien, nosotros no queremos considerar nuestro razonamiento de ningún modo como un debilitamiento de la fe, sino como una deducción de la convicción del creyente. No tenemos nada aquí excepto responder a la pregunta: ¿cómo llega el hombre a tal creencia?

El punto decisivo del que depende esta respuesta es que aquella creencia no sea representada por ella misma como una recepción caprichosa que el hombre pudiera hacer o no según su gusto, ni tampoco como una libre decisión de tomar por verdadero lo que el corazón desea simplemente porque lo desea, como si esto fuera un complemento o sustitución por medio de la esperanza de los suficientes fundamentos de convicción. Lo que está fundado en la razón es sencillamente necesario y, lo que no es necesario, es sencillamente contrario a la razón. El tener por verdadero esto último es delirio y sueño, por muy útil que pueda resultar lo soñado. Ahora bien, ¿dónde buscará entonces el filósofo lo que aquella creencia presupone, el necesario fundamento de la misma, que él debe sacar a la luz? ¿Tal vez en una supuesta necesidad de concluir, a partir de la existencia o de la condición del mundo sensible, la presencia de un artífice racional? De ninguna manera, puesto que él sabe demasiado bien que, en verdad, una filosofía extraviada, en la confusión, debe explicar algo cuya existencia no puede negar pero cuyo verdadero fundamento, sin embargo, se le oculta completamente. Además, no es el entendimiento espontáneo, bajo la tutela de la razón y bajo la dirección de su mecanismo, capaz de una tal conclusión. O bien se considera el mundo sensible desde el punto de vista de la conciencia común, punto de vista al que también se puede llamar el de la ciencia natural, o bien desde el punto de vista transcendental. En el primer caso la razón está obligada a permanecer en el ser del mundo como un absoluto; el mundo es, sencillamente porque es y es así sencillamente porque es así. Desde este punto de vista se parte de un ser absoluto y este ser absoluto es justamente el mundo; ambos conceptos son idénticos. El mundo deviene algo en sí mismo autofundado, en sí mismo completo y, justamente por ello, un todo organizado y organizante, que contiene en sí mismo el fundamento de todos los fenómenos que tienen lugar en él y en sus leyes inmanentes. Una explicación del mundo y sus formas según fines de una inteligenci es un total sinsentido, hasta tal punto el mundo y sus formas deben ser explicados desde ellos mismos. Nos encontramos por consiguiente sobre el territorio de la pura -insisto- de la pura ciencia natural. Además, la proposición: "una inteligencia es artífice del mundo sensible" no nos ayuda ni lo más mínimo y no nos hace avanzar ni una línea, puesto que no tiene ni la más mínima inteligibilidad y nos da un par de palabras vacías en vez de una respuesta a una pregunta que nosotros no habríamos debido suscitar. Las determinaciones de una inteligencia son sin duda conceptos, pero como éstos, ya sea que se puedan desarrollar en la materia, en el descomunal sistema de una creación de la nada, o bien, la ya presente materia pueda modificarlos en el no mucho más racional sistema de la mera elaboración de una eterna materia independiente; sobre ello todavía está por decir la primera palabra inteligible.

Si se contempla el mundo sensible desde un punto de vista transcendental, entonces desaparecen efectivamente todas estas dificultades. En este caso, no hay ningún mundo existente para sí: en todo lo que nosotros contemplamos, contemplamos meramente el reflejo de nuestra propia actividad interna. Sin embargo, lo que no es según el fundamento de esto no puede ser preguntado; nada puede ser aceptado fuera de ello para explicar esto mismo3.

[Nota de Fichte: Se debería entonces preguntar por el fundamento mismo del Yo4. Entre las cuestiones radicales que contra la Teoría de la Ciencia (Wissenschaftslehre) (W.L.) se publicaron, permaneció, no obstante, ésta, contenida en el jovencísimo metafísico de Gottinga5, quien realmente la formula en las "Noticias eruditas de Gottinga" (Göttingischen Gelehrten Anzeigen). ¡Con qué tipo de gentes se las tiene que ver uno si se ocupa en nuestro siglo filosófico de los filosofares! ¿Puede entonces el Yo explicarse a sí     mismo, puede siquiera querer explicarse, sin salir fuera de sí y sin cesar de ser Yo? Si se debe recurrir a una explicación es que no estamos ante el Yo puro (absolutamente libre e independiente), puesto que toda explicación implica dependencia. Del mismo tipo es y del mismo espíritu procede el reproche de esta misma recensión, a saber: que la W.L. no ha demostrado su principio fundamental. Si la proposición de la que parte pudiera ser demostrada, entonces precisamente no habría por esto tal principio; sí: lo que la más elevada proposición desde la que fuese demostrado sería el principio, y de éste, por consiguiente, se partiría. Toda demostración presupone sencillamente algo indemostrable. Aquello de lo que parte la W.L. no se deja comprender mediante conceptos, ni comunicar mediante conceptos, sino sólo intuir inmediatamente. Para el que no tiene tal intuición la W.L. permanece necesariamente sin fundamento y meramente formal y con ello este sistema decididamente no puede comenzar nada. Esta sincera confesión no se hace aquí por vez primera, pero es costumbre que después de que se ha expresado un recuerdo en general se debe comunicar a cada nuevo adversario individual en especial, y que acerca de esto se debe llegar a ser lo menos malhumorado posible, y yo espero por esto haber cumplido con toda afabilidad esta obligación mía con aquel adversario. Su proton pseudos6 es que aún no tiene el asunto lo suficientemente claro, pues cuando la verdad en general, y en especial la verdad mediata es (mediada por deducción), debe darse un algo inmediatamente verdadero. Tan pronto él haya comprendido esto, buscará este inmediato hasta que lo encuentre. Luego será capaz de juzgar el sistema de la W.L., puesto que ya entonces lo comprenderá, lo que hasta ahora, a juzgar por sus reiteradas aseveraciones, no es el caso. Solo le parecerá probable todo esto mediante una serena reflexión acerca de las intuiciones ya mencionadas].

Desde el mundo sensible no hay, por consiguiente, ningún posible camino para ascender a la aceptación de un orden moral universal; sólo si se piensa el puro mundo sensible, cosa que no ocurre con aquellos filósofos, se está presuponiendo ya un orden moral no advertido en el mundo.

Por consiguiente, aquella creencia debiera ser fundamentada mediante nuestro concepto de un mundo suprasensible.

Hay un concepto así. Yo me encuentro libre de todo influjo del mundo sensible, absolutamente activo en mí mismo y a través de mí     mismo; por tanto, como un poder elevado sobre todo lo sensible. Esta libertad sin embargo no es indeterminada. Tiene su finalidad. No contiene sus fines como fines exteriores, sino que los contiene al ponerse a sí misma. Yo mismo y mi necesaria finalidad somos lo suprasensible.
Yo no puedo dudar de esta libertad y de esta determinación de la misma sin suprimirme a mí mismo.
Y digo que no puedo dudar, ni siquiera puedo pensar en la posibilidad de que mi voz interior sea una simple ilusión que engañe, que está en otra parte y deba ser autorizada y fundada; por lo tanto no puedo acerca de esto continuar sutilizando, sofisticando y explicando. Aquella máxima es lo absolutamente positivo y categórico.
No puedo proseguir adelante si no quiero destruir mi interior. No puedo porque no puedo querer ir más allá. Aquí radica lo que establece su límite al, por lo demás, irrefrenado vuelo del razonamiento, lo que ata al espíritu porque ata al corazón; he aquí el punto que une el pensar y el querer en uno y trae armonía en mi esencia. Bien podría yo en y para sí continuar, si yo me quisiera colocar conmigo mismo en contradicción; pues no hay para el razonamiento ningún límite inmanente. Él va libremente hacia el infinito y debe poder hacerlo, puesto que yo soy libre en todas mis manifestaciones y sólo yo mismo puedo ponerme un límite mediante la voluntad. El convencimiento de nuestra determinación moral procede ya por esto de nuestra disposición moral, y es una creencia, y por eso se dice muy correctamente: el elemento de toda certeza es una creencia. Y así debe ser; pues la moralidad, así de cierto es esto, sólo puede ser constituida efectivamente por sí misma, de ninguna manera mediante una lógica coerción del pensamiento.
Por lo demás, si yo mismo cayera, por medio de una visión simplemente teórica, en una absoluta indeterminación y renunciara por completo a un punto de vista firme, me tendría que conformar con encontrar necesariamente inexplicable aquella misma certeza que gobierna todo mi pensamiento y sin cuyo profundo sentimiento no me sería posible ni tan siquiera especular. Y es que no hay ningún punto de vista firme a no ser el indicado, no mediante la lógica, sino el fundado mediante la conciencia moral, y si nuestro razonamiento no avanza o va más allá de él, se convierte en un océano en el que cada onda es impulsada por otra hasta el infinito.
Mientras concibo tal sentimiento moral como una finalidad y hago de él mi auténtica actividad, establezco su realización como posible mediante la acción real. Ambos principios son idénticos; puesto que yo presupongo algo como finalidad, esto significa que yo lo pongo en un tiempo futuro cualquiera como real; en la realidad, sin embargo, la posibilidad se pone como necesaria. Yo debo proponerme, si no quiero negar mi propia esencia, lo primero, la realización de aquella finalidad; debo por lo tanto aceptar también lo segundo, su realizabilidad: pues realmente no hay aquí un primero y un segundo, sino que ello es absolutamente uno; ambos son de hecho, no dos actos, sino un sólo acto del ánimo.
Adviértase en esta ocasión la absoluta necesidad de lo mediado. Si se me quiere permitir aún un instante, diré que la realizabilidad del fin moral ha de concebirse como algo mediado. Ello no es aquí un deseo, una esperanza, una reflexión y consideración de fundamentos en pro y en contra, una decisión libre, aceptar algo cuyo opuesto bien se tiene por posible. Aquella aceptación presupone la obediencia a lo puesto en su interior y es absolutamente necesaria. Está inmediatamente contenida en esta decisión porque ella misma es esta decisión.
Obsérvese, pues, el orden de las ideas. No se concluye de la posibilidad la realidad, sino al contrario. Ello no significa: yo debo porque puedo, sino: yo puedo, porque debo. Que yo debo y qué debo, es lo primero, lo más inmediato. Esto no necesita de ninguna ulterior explicación, justificación o autorización. Es por sí conocido y por sí verdadero. No se fundamenta ni determina a través de ninguna verdad, sino que más bien toda otra verdad se determina mediante     ésta. Esta serie de pensamientos ha sido frecuentemente no advertida. Quien dice: "primero debo saber si puedo, y después habrá de juzgar si debo", o bien está  suprimiendo el primado de la ley moral, o sea, la ley moral misma, si es que está viendo el asunto desde un punto de vista práctico, o bien ignora por completo el desarrollo espontáneo de la razón, si es que está especulando. Yo debo presuponer efectivamente en mí la finalidad de la moralidad, cuya realización es posible por medio de mí. Todo lo cual, siguiendo simplemente el análisis, quiere decir que cada una de las acciones que debo ejecutar, y cada uno de mis estados que aquellas acciones exigen, se relacionan como los medios y los fines (que presupongo en mí).
Mi entera existencia, la existencia de toda esencia moral, el mundo sensible como nuestro escenario social, contienen pues una relación con la moralidad, y ello produce un orden totalmente nuevo del cual el mundo sensible con todas sus leyes inmanentes sólo es el tranquilo asiento. Aquel mundo prosigue su marcha tranquilo, según sus eternas leyes, para dejar un hueco a la libertad. Pero el mundo en cuanto tal no tiene el menor influjo ni sobre lo moral ni sobre lo inmoral, ni posee el más mínimo poder sobre los seres libres. éstos flotan autónoma e independientemente por encima de la naturaleza. Que la finalidad de la razón llegue a ser real sólo puede ser conseguido mediante el operar de la esencia libre; pero ello, sin duda, es también logrado de forma totalmente segura como consecuencia de una más alta ley. El obrar correctamente es posible y toda situación está gobernada por aquella más alta ley. El hecho moral vale como consecuencia de la misma disposición, de manera infalible, y el hecho inmoral no vale de forma infalible. El mundo entero se nos presenta de una forma totalmente cambiada.

Esta transformación de la consideración se esclarecerá aún más si nos elevamos al punto de vista transcendental. El mundo -afirma la filosofía transcendental- no es más que el aspecto sensible de nuestra propia acción interna según las inteligibles leyes de la razón, como mera inteligencia, dentro de marcos absolutos en los que nosotros ahora estamos encerrados, ahora y siempre, y no es para tomarse a mal que al hombre esta total desaparición del suelo se le haga intranquilizadora. Aquellos límites son por su nacimiento efectivamente absolutos pero,     ¿qué importancia tiene esto? -dice la filosofía práctica-; el significado de esto mismo es lo más claro y mas cierto que hay. Ellos son tus lugares determinados en el orden moral de las cosas. Lo que tú percibes, gracias a ellos, tiene realidad, la única que a ti te concierne y la única que hay para ti. Ello es la perpetua interpretación del mandato del deber, la expresiñon viva de lo que debes hacer, puesto que en efecto, debes hacerlo. Nuestro mundo es el material hecho sensible de nuestra obligación: esto es lo auténticamente real en las cosas, la verdadera materia fundamental de todo fenómeno. La coerción con la que la creencia en la realidad del mundo nos exige es una coerción moral, la única que es posible para la esencia libre. Nadie puede abandonar la disposición moral hasta el punto de que ésta deje de garantizar un progreso futuro del hombre aún dentro de estos límites7. Así, contemplado como el resultado de un orden moral universal, puede llamarse muy bien revelación el principio de esta creencia en la realidad del mundo sensible. Nuestro deber es lo que en ella se revela.

Esta es la verdadera creencia. Este orden moral es lo divino que nosotros aceptamos. Se construye a través del buen obrar. Esta es la única posible profesión de fe: llevar a cabo alegre y serenamente siempre lo que el deber pide, sin dudas ni sutilezas sobre las consecuencias. Por eso, esto divino se nos vuelve vivo y real. Cada una de nuestras acciones es llevada a cabo en la presuposición de su existencia y todas las consecuencias de las mismas pueden solamente ser juzgadas por     él.

El verdadero ateísmo, la auténtica increencia e impiedad, estriban en que se sutiliza sobre las consecuencias de las acciones, incluso no se quiere obedecer la voz de la conciencia moral hasta que se cree prever el buen éxito, elevando así el propio consejo sobre el consejo de Dios y haciéndose a sí mismo Dios. Quien quiere hacer el mal para que así de ello resulte lo bueno es un impío. En un gobierno moral del mundo no puede jamás resultar lo bueno de lo malo, y si tú crees lo primero, te es imposible pensar lo último. Tú no puedes mentir aunque el mundo quedase hecho ruinas. Pero esto es sólo un modo de hablar, pues si tú     pudieras creer que se destruiría, entonces tu esencia sería por lo menos sencillamente contradictoria y en sí autodestructiva. Pero esto justamente no lo crees tú, ni puedes creerlo. Bien sabes que en el plan de su conservación seguramente no cabe la mentira.

La creencia, aun desviada, es también, sin embargo, creencia total y completa. Aquel orden moral viviente y efectivo es Dios mismo. No necesitamos de ningún otro Dios y no podemos aprehender ningún otro. No hay ningún fundamento en la razón desde el cual extraer un orden moral universal, y merced al cual, mediante una conclusión de lo fundado al fundamento, haya que aceptar una esencia especial como la causa del mismo. El entendimiento espontáneo seguramente no realiza esta inferencia y no conoce ninguna otra esencia especial. Solamente una filosofía que se comprende mal a sí misma lo hace. Ahora bien, ¿es entonces aquel orden tan casual que podría igualmente ser tanto como no ser, o bien ser de otra manera, tal que su existencia y naturaleza debiera explicarse por un lado desde un fundamento, y por otro mediante una revelación de este fundamento encargado de legitimar la creencia en este mismo orden? Si hacéis oídos sordos a las exigencias de un sistema negativo y preguntáis a vuestra propia conciencia, encontraréis que aquel gobierno divino del mundo es lo absolutamente primero de todo conocimiento objetivo, exactamente igual que vuestra libertad y disposición moral es lo absolutamente primero de todo lo subjetivo, que todo restante conocimiento objetivo debe ser fundado y determinado mediante tal orden universal, que sin embargo sencillamente no puede ser determinado por ningún otro fundamento, porque por encima de él no hay ninguno. No podéis intentar en absoluto aquella explicación sin perjudicar en vosotros mismos la categoría de aquella aceptación y sin hacerla vacilante. Su rango es el que es mediante él mismo y es absolutamente cierto y no tolera ninguna sutileza. Vosotros lo hacéis depender de vuestra sutileza.
Y este sutilizar, ¿cómo lo habéis conseguido? Una vez apagada en vosotros la convicción inmediata, ¿en qué la fundamentáis? ¡Oh, qué débil es vuestra fe cuando sólo podéis defenderla con la afirmación de aquel fundamento astuto que vosotros mismos levantáis, y que se desmorona cuando se desmorona éste!
Entonces, si se os quisiera permitir ahora extraer aquella conclusión y, mediante esta misma, aceptar una esencia especial como la causa de aquel orden moral universal, ¿qué habríais ganado con ello? Esta esencia debe ser diferente de vosotros y del mundo y debe desarrollarse según conceptos. Por esto debe ser concebible, tener personalidad y conciencia. ¿A qué llamáis vosotros, pues, personalidad y conciencia?, ¿aquello que vosotros, en vosotros mismos, habéis encontrado, conocido y designado con este nombre? Pero el hecho de que tengáis que pensar ambas cosas de una manera necesariamente finita y limitada os lo prueba el más somero análisis de la forma en que construís ambos conceptos. Vosotros hacéis esta esencia mediante la atribución de aquel predicado a una esencia finita igual a vosotros, y no habéis pensado a Dios, como vosotros queréis, sino solo a vosotros mismos multiplicados en el pensar. Mucho menos aún podéis explicar el orden moral del mundo a partir de esa esencia, sino sólo a partir de vosotros mismos. Este orden permanece así tan inexplicado y absoluto como antes y, en el momento en que utilizáis palabras semejantes a vosotros, no pensáis nada, sino que os limitáis a hacer vibrar el aire con sonidos vacíos. Que eso es lo que hacéis es algo que ni siquiera podéis imaginar. Sois finitos y, ¿cómo podría lo finito aprehender y comprender la infinitud?
Así permanece la creencia en lo inmediatamente dado y resiste imperturbable. En el momento en que se la hace depender de conceptos queda debilitada, pues un concepto así es imposible, completamente contradictorio.

Es por ello un malentendido el decir: "es dudoso si existe un dios o no". No es en absoluto dudoso, sino lo más cierto, fundamento de toda otra certeza. Lo único absolutamente objetivo es que hay un orden moral universal; que a todo individuo racional le está señalado su lugar determinado en este orden y se cuenta con su trabajo; que cada uno de los destinos8, en la medida en que no es producido por la propia conducta, es resultado de este plan; que sin     él ningún cabello cae de su cabeza y en su esfera efectiva ningún gorrión cae del techo9; que toda verdadera buena acción es efectiva, que toda acción mala fracasa y que, a aquellos que sólo aman lo bueno, justamente les deben servir las mejores cosas10. Por otro lado, tampoco es dudoso en absoluto para aquel que piense un instante y quiera reconocer honradamente el resultado de su reflexión que el concepto de Dios como sustancia particular es un concepto imposible y contradictorio, y está permitido decir esto sinceramente y suprimir el parloteo escolar, con lo que se eleva la verdadera religión del alegre obrar justo.

Dos excelentes poetas han expresado bellamente esta profesión de fe del hombre sensato y bueno de manera inimitable. "Quién puede decir", declara uno de ellos.

¿Quién puede decir

"Yo creo en Dios"?
¿Quién puede nombrarle (concepto y palabra para buscarle)
y confesar,
"Yo creo en él"?
¿Quién puede sentir,
y atreverse a
decir, "no creo en él"?
El omniabarcante (después de que se ha comprendido ya esto mediante el sentido moral, no ciertamente mediante la especulación teórica, y se considera el mundo como el lugar de observación de la esencia moral),
El sostenedor de todo,
¿Acaso no abarca ni contiene
a tí, a mi, a sí mismo?
¿No se arquea el cielo allá arriba?
¿No yace la tierra aquí abajo firme?
¿Y no ascienden mirando amistosamente
eternas estrellas aquí?
¿No te miro yo cara a cara,
y no se abre todo paso
hacia la cabeza y el corazón a ti,
y se eleva en un eterno misterio
invisible pero visible cerca de ti?
Llena tu corazón con esto (tan grande es) y
cuando seas feliz en el sentimiento,
llámalo entonces como tú quieras,
¡llámalo Felicidad, Corazón, Amor, Dios!
¡No tengo ningún nombre
para esto! Ya está, Sentimiento es todo,
El nombre es ruido y humo,

envolviendo el fulgor del cielo en nieblas11.

 

Y el segundo canta:

una santa voluntad vive,
igual que una voluntad humana titubea;
alto sobre el tiempo y el espacio flota
viviente el más alto pensamiento;
y si todo en el perpetuo cambio gira,

permanece en el cambio un espíritu tranquilo12.

 





notas:

1  Para el semestre de verano de 1795 había anunciado Fichte su "Philosophiam religionis pragmaticam, i.e. fundamenta sensus religiosi, opinionumque ad religionem spectantium, quae ab omni in de tempore obtinuerent, et quomodo iis uti expediat ad formandos hominum animos". Sin embargo, debido a los desórdenes estudiantiles no impartió en este semestre ninguna lección. Sus anunciadas lecciones sobre filosofía de la religión para el semestre de verano de 1799 fueron imposibilitadas por el despido de Fichte. Sin embargo, había hablado Fichte también en el marco de sus lecciones sobre lógica y metafísica impartidas regularmente desde el semestre de invierno de 1795/96 por medio de los "Aforismos filosóficos" de Plattner "sobre Dios, sobre el origen de la religión y de la religiosidad en los hombres". El entonces estudiante Christian Wilhelm Friedrich Penzenkuffer publicó en 1799 apuntes de sus lecciones sobre ello de forma anónima en Bayreuth, para con ello intervenir a favor de Fichte en la disputa sobre la acusación de ateísmo: "Algo del señor profesor Fichte y para él. Editado por un discípulo amante de la verdad".
2   Fichte, que habla de sí mismo en tercera persona, se refiere aquí al texto de Forberg, que en la Revista filosófica de una Sociedad de Eruditos Alemanes prosigue al suyo

3 Adviértase aquí claramente que el Yo de Fichte, el Sujeto Transcendental Fichteano, al igual que ocurre con el Sujeto Transcendental de Kant es un sujeto transcendental, no empírico, ni psicológico, ni personal en el sentido de caprichoso, individual, particular, subjetivo, arbitrario. Este sujeto transcendental no es otra cosa que la ciencia misma y las normas morales. Este sujeto no tolera junto a él ninguna esencia autónoma más alta que él y que lo determine de alguna manera. Esta autonomía moral del sujeto fichteano es la que provoca la acusación de ateísmo a Fichte.

4 Friedrich Bouterwerk escribió en su recensión: "así permanece para nosotros en la Teoría de la Ciencia pendiente de demostración, el que la absoluta autoactividad del Yo sea realmente el fundamento de todo saber". Víd.: "Jena en grapa", selección de escritos diversos de Carl Leonhard Reinhold, profesor en Kiel, Primera Parte, 1796, Segunda parte, 1797, en "Noticias eruditas de Gottinga bajo la supervisión de la Real Sociedad de Ciencias", 194, ejemplar 14, 7 de diciembre de 1797.

5 Se refiere a Bouterwerk. Víd. nota anterior.
6 Lo primero falso, el primer engaño.
7 Aquí y en lo que sigue, Fichte y Forberg utilizan citas o referencias al texto del Nuevo Testamento, víd. Mateo. X, 29-30.
9 cfr. Rom. VIII, 28.
10 Tiene esto algo que ver con la idea protestante de la predestinación. Habla Fichte de destino, fatum (Schicksal) a diferencia de determinación (Bestimmung).
11 J.W. von Goethe, Fausto, Leipzig, pp. 137-139.
12 F. Schiller, Palabras de la creencia, en "Almanaque de las musas para el año 1798", Tubinga, 1798, pp. 21-22.





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Desarrollo del concepto de religión

Friedrich Karl Forberg

 

    La religión no es otra cosa que una fe práctica en un gobierno moral del mundo: o, para expresar el mismo concepto en un conocido lenguaje sagrado, una viva creencia en el reino de Dios que vendrá a la Tierra.

Sólo quien cree en un gobierno moral del mundo y efectivamente cree de forma práctica, sólo ése tiene religión.

Qué sea un gobierno moral del mundo es en sí mismo claro. Si en el mundo sucede que se cuenta con el triunfo final del Bien, entonces hay un gobierno moral del mundo. Por el contrario, si la virtud y el vicio le son totalmente indiferentes al destino, entonces no hay un gobierno moral del mundo. El espíritu sublime, que rige el mundo según leyes morales, es la divinidad y éste es el     único concepto de Dios del cual necesita la religión o mediante el cual más bien la religión misma llega a ser posible. Los conceptos especulativos de Dios como la más real de todas las esencias, como la esencia infinita, la esencia absolutamente necesaria, son extraños a la religión o, por lo menos, indiferentes. La religión puede, si los encuentra, hacer algo práctico con ellos, pero también puede prescindir de ellos cuando no los encuentra. La religión es perfectamente compatible tanto con el politeísmo como con el monoteísmo, tanto con el antropomorfismo como con el espiritualismo. Sólo si permanece la moralidad como regla del gobierno del mundo, entonces es por lo demás indiferente si se piensa una constitución monárquica del mundo o una aristocrática; y si hubieran actuado moralmente los hombres iluminados, a quienes los antiguos imaginaban como dioses, no habría habido nada que objetar contra la religión por el lado del corazón. La especulación que conoce sus límites no tendría nada que objetar contra ella y el arte más bien podría lamentar su alejamiento. Hay un gobierno moral del mundo y una divinidad que rige el mundo según leyes morales -quien esto cree tiene una religión.

Surge fácilmente la pregunta: ¿sobre qué se funda esta fe?
Hay tres fuentes de las que fluye, al final, cualquier convencimiento. Se llaman experiencia, especulación y conciencia moral. Una de ellas debe ser la fuente de la religión.

Aprendemos de la experiencia que hay un gobierno moral del mundo -esto sería tanto como decir que nosotros vemos en la experiencia, ante nuestros ojos, que el Bien al final triunfa y el Mal al final fracasa-. Lo malo es que tal cosa no aparece ante nuestros ojos. Y ello ha sido la vieja lamentación de todos los justos desde siempre, el hecho de que el Mal haya triunfado frecuentemente sobre el Bien. Antes bien, se seguiría de la experiencia lo contrario, a saber, que el mundo no es regido moralmente, o bien que, por lo menos, un genio maligno lucha con uno bueno por el dominio del mundo y que, en ocasiones, el bueno, pero por lo común el malo, mantiene el predominio. Quien busca la divinidad fuera de sí, en el curso de las cosas no la encontrará jamás. Saldrán a su encuentro por todas partes "obras del diablo"1, pero sólo escasamente y siempre tímida y dubitativamente podrá     decir "aquí está el dedo de Dios"2. Quizá sea la especulación más afortunada para encontrar una divinidad, puesto que la experiencia no lo es. Si esto fuera así, debería haber fundamentos racionales ciertos que permitiesen concluir con seguridad la existencia de un gobernante moral del mundo. Se han establecido muchos y los más maravillosos han sido los siguientes: el mero concepto de una esencia perfectísima incluye ya la existencia de la misma en sí. Lo contingente presupone algo absolutamente necesario y el orden no es posible sin un espíritu ordenador. Sólo que ninguna de todas estas pretendidas demostraciones teóricas ha sido sometida a prueba rigurosa. Cada una contiene en su interior una presuposición enteramente gratuita e indemostrable que, a poco que se piense, desaparece como una simple apariencia. El mero concepto de una esencia perfectísima no incluye la existencia de la misma en sí, puesto que ningún concepto de ninguna cosa encierra en sí la existencia del mismo. Sólo en la intuición está la existencia y solamente cuando la intuición se eleva al concepto están unidos el concepto y la existencia. Ni siquiera el concepto de una esencia perfectísima, como compendio de todas las realidades, incluye la existencia en sí, puesto que la existencia no es ningún predicado real3 y, sobre todo, ninguna cualidad. Si fuera una cualidad se debería entonces, en todo caso, poder responder a la pregunta ¿qué es esto?, pregunta que podría contestarse así: "es una cosa que es", algo que hablando en serio jamás contestaría ningún ser racional.

Lo contingente presupone algo absolutamente necesario, han dicho otros y de ello han concluido la existencia de una divinidad. Sólo que, ¿qué es lo contingente? ¿Es aquello cuyo no-ser se deja pensar? Así no hay ningún concepto para la absoluta necesidad en el entero territorio del entendimiento, puesto que no hay ninguna cosa que no se pueda encontrar cuya no existencia sea imposible pensar. ¿Es sin embargo contingente sólo lo que no siempre fue, sino que alguna vez nació? Así, ello presupone efectivamente algo mediante lo cual nació -una causa que le diera su existencia. Ahora bien, ¿por qué esta causa (que como absolutamente necesaria ha existido desde siempre) no le dió la existencia hasta ese momento? ¿Es que no podía?     ¿Qué hizo que los obstáculos que estaban en su camino desaparecieran ahora precisamente? ¿O es que no quería? Y, ¿qué pasó entonces para cambiar su voluntad? De esta forma el ser necesario se acerca mucho a un ser contingente y en el límite de todo preguntar nos vemos inevitablemente sobrepujados a superar ese límite.

El orden, dicen aún otros, no es posible sin un espíritu ordenador. Pero, ¿por qué no? ¿Simplemente porque no conocemos ningún otro principio del orden fuera del entendimiento? ¿Pero desde cuándo ha llegado a ser el límite de nuestro conocimiento el límite de lo posible? Y, ¿dónde se encuentra entonces en el mundo el orden tan inconfundiblemente que permita deducir la existencia de una divinidad con seguridad? ¿En lo físico? Pero un arquitecto habilidoso no es ni de lejos ningún regidor moral del mundo, un gran artista como mucho, ¿pero ningún Dios!     ¿En lo moral? Pero, ¿no sonaría un panegírico al orden moral de un mundo "que yace en lo malo"4 más bien como una sátira a la divinidad que como una demostración de su existencia? ¿Podría verse el mundo peor de lo que lo vemos, marchar peor de lo que marcha, si lo condujera un ser malo, un ser maligno, como ser malévolo, aun cuando al menos compartiera su tarea con algún espíritu bueno? La justificación de un Satanás en defensa del bien ¿sería menos sólida que la de Dios en la defensa del mal? ¿Y no sería por lo menos muy inhabitual, muy antinatural concluir a partir de la existencia de un mundo absolutamente negativo la existencia de un Dios sagrado?

Si después de esto ni la experiencia ni la especulación pueden encontrar la divinidad, entonces no nos queda otra cosa que la conciencia moral para, sobre las máximas de la misma, fundar una religión. Y así es en efecto. La religión no es ni un producto de la experiencia ni un hallazgo de la especulación, sino mera y simplemente el fruto de un corazón moralmente bueno. La divinidad es inaccesible a la experiencia y a la especulación. Sólo el hombre bueno tiene el privilegio de conocerla. Sólo un corazón puro puede contemplar la divinidad, y por eso la máxima de un gran sabio: "Bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios"5 conserva en la actual conexión de pensamientos su verdadero, profundo y sagrado sentido.

Aparece ahora la pregunta de cómo y de qué manera surge la religión en el corazón de un hombre moralmente bueno y sólo en     él. Para decirlo en dos palabras: la religión surge única y exclusivamente del deseo del buen corazón de que el bien en el mundo pueda mostrar su superioridad sobre el mal.

En un corazón malvado no hay ningún deseo de este tipo. A él la religión no le preocupa lo más mínimo. Con todo, ningún hombre es tan malo que en serio pudiera desear lo malo y quisiera al final expulsar el bien por completo de la faz de la tierra. Esto no sería el deseo de un malvado, sino de un Satán. Por ello existe sobre la Tierra una religión de los hombres buenos, pero ninguna religión de los malos. La creencia en un hundimiento final del Bien, la creencia en un reino de Satanás sobre la Tierra, sería la religión del infierno, pero hasta en el peor malvado no está presente esta religión, sino sólo la irreligión.

Así me represento yo más o menos la forma, el modo cómo la religión nace en un buen corazón:
Es una cosa totalmente conocida que cada uno desea aquello en lo que toma interés, al margen de que también interese a otros hombres, aquello que para él es conocido como verdadero y justo para su persona, al margen de que para los demás también lo sea. Este deseo está profundamente arraigado en la naturaleza humana y nada puede erradicarlo. Por encima de la más completa pasión surge el deseo. Sin este deseo arraigado en el interior de la naturaleza humana debería sernos totalmente indiferente si otros están de acuerdo con nuestra opinión o si la critican. Por el contrario, esto no nos es de ningún modo indiferente ahora, sino más bien, lo uno causa en nosotros contento interior y lo otro amargo descontento respectivamente. La idea de una posible coincidencia futura de todos los hombres en todos los juicios está presente constantemente ante cada hombre pensante. Cada cual desea que sus convicciones puedan llegar a ser predominantes y universalmente válidas. El momento en el que tuviera lugar una coincidencia universal de todos los hombres en todos los juicios sería la edad de oro para las cabezas, sería el momento en el que el error desaparecería de la superficie de la Tierra y no se encontraría otra cosa en todas las cabezas que la verdad. La verdad habría vencido completamente al error y brillaría con fuerza el reino de la verdad sobre la Tierra. El fin final de todos los hombres pensantes, el fin para el cual todos ellos comparten sus pensamientos, los discuten y corrigen, sería acelerar en la medida de sus fuerzas la presencia de aquella época y hacer que el reino de la verdad brillara sobre la Tierra. Todas las cabezas pensantes están en una cierta unión, juntas unas con otras mediante esta meta social, en una cierta sociedad. Esta unión, en la que todos los hombres pensantes se encuentran involuntaria e inintencionadamente, y frecuentemente sin saberlo, y cuya meta es hacer a todos los hombres coincidentes en todos los juicios poco a poco, acelerar la llegada del reino de la verdad a la Tierra; esta unión, digo, es la República de los sabios, en la que la razón es la máxima autoridad y cada hombre pensante es un ciudadano. En la república de los sabios sólo es válido un único artículo de fe y reza así: cree que el reino de la verdad llegará a la Tierra y obra por tu parte sólo mediante la comunicación y la instrucción, mediante la investigación y la comprobación, todo lo que puedas, para que ello venga pronto y sin que te preocupe el éxito que puedas obtener. Esfuérzate al máximo en favor del reino de la verdad y lo demás te será por sí mismo dado, a saber, el éxito. El reino de la verdad es, con todo, un ideal. Puesto que no hay jamás que esperar que en las infinitas diferencias de capacidades que a la naturaleza parece que le gusta tener tenga lugar un consenso de todos los hombres en todos los juicios. El reino de la verdad no vendrá nunca seguramente, y la meta de la república de los sabios no será     alcanzada en toda la eternidad, según toda apariencia. Sin embargo se pedirá para toda la eternidad el inextinguible interés por la verdad en el pecho de todo hombre pensante para oponerse, con todas sus fuerzas, al error, y para extender por todos lados la verdad. Ello significa justamente proceder como si el error pudiese alguna vez morir totalmente y hubiese que esperar el absoluto predominio de la verdad. Y esto, justamente, es el carácter de una naturaleza, la cual, tal y como está determinada la naturaleza humana, se tiene que aproximar hasta el infinito a los ideales.
Así como la idea de una futura coincidencia posible de todos los hombres en todos los juicios planea incesantemente ante los ojos de todos los hombres pensantes, así también planea para todos los hombres moralmente buenos la idea de una coincidencia general en el Bien, la idea de una extensión universal de la justicia y la benevolencia. Todo hombre bienintencionado, todo aquél para el que el interés en la virtud yace en el corazón, desea y debe desear que     él no sea el único honrado sobre la Tierra, que todos los hombres quieran rendirle homenaje al Bien, tal como él le rinde homenaje, que el vicio poco a poco pueda desaparecer de la superficie terrestre y que, finalmente, pueda venir un tiempo en el cual sólo vivan sobre la Tierra hombres buenos, unos junto a otros, pacífica y amistosamente. Este momento, si sucediese alguna vez, sería el momento de un dominio universal del Bien sobre el Mal, sería la edad de oro para el corazón, sería el reino de la justicia sobre la Tierra. éste es el más íntimo deseo de los justos: que esta época pueda llegar por fin, y así tiene que ser en la medida en que sean ciertamente hombres justos y el interés por la virtud, que aman por encima de todo, no les resulte jamás indiferente. Pero eso no es ningún deseo superfluo, ningún deseo inactivo, sino que es su esfuerzo más serio para fomentar la victoria de las cosas buenas sobre las malas, para erradicar la maldad, si es posible, totalmente de la Tierra, desarraigar abusos de todo tipo y acelerar la llegada del reino de la justicia y de la paz (que es el reino de Dios) sobre la Tierra.

La meta final de todos los hombres buenos es hacer que reine por doquier la justicia en el mundo y que triunfe finalmente la justicia sobre la injusticia. Puesto que todos los hombres buenos trabajan en común para tal meta final, tiene lugar entonces una unión de todos los hombres buenos para alcanzar este único objetivo. Esta unión para la promoción social de todo lo bueno es la Iglesia y cada hombre honesto es, justamente por su honestidad y sólo por ella, un miembro de la Iglesia, un miembro de "la comunidad de los santos sobre la Tierra"6. La finalidad de la Iglesia es que el Bien triunfe sobre el Mal y el reino de la justicia venga a la Tierra. En esta Iglesia no hay ni conflicto ni escisión. Es sólo la bandera de la honestidad la que aglutina a los miembros de la Iglesia. Sólo hay una Iglesia y todos los justos pertenecen a esta única Iglesia. Ella es la única que puede hacer feliz y fuera de ella no hay ninguna salvación que encontrar7. Si hubiera más de una Iglesia, debería haber entonces más de una honradez también, y esto se contradice en el concepto mismo, como todo el mundo puede ver.

Es, pues, el deseo y el afán de todo hombre honesto facilitar el predominio al Bien sobre el Mal en el mundo y, si es posible, extirpar el Mal, al final, de la faz de la Tierra. Todos los hombres buenos tienen el mismo deseo y el mismo afán, y así nace una unión de todos los hombres buenos para un     único objetivo y esta unión es la Iglesia o "la comunidad de los santos sobre la Tierra".

Sólo entonces nace fácilmente la pregunta: ¿hay entonces también por doquier una meta final posible que se puedan proponer alcanzar los hombres buenos? Ellos quieren llevar a efecto la victoria del Bien. Quieren erigir un reino de la justicia sobre la Tierra. La virtud debe llegar a ser en el mundo lo más cotidiano, el vicio lo inhabitual, "la moralidad debe llegar a ser costumbre". ¿Es todo esto en general posible? O bien, ¿no es acaso más bien una mera y vacía quimera? ¿Se puede esperar que aparezca una edad de oro de la justicia y de la paz perpetua alguna vez sobre la Tierra o bien se deberá más bien temer lo contrario, que el mundo, tanto en el futuro como en la eternidad, "vaya de mal en peor"8 como hasta ahora?

Es verdad que si el hombre bueno quisiera oír menos la voz de su corazón que la voz de la experiencia se vería forzado a abandonar su esperanza en mejores tiempos y con ello a renunciar a su empeño en acelerar su aproximación por todos los medios que están en su mano. él tiene, efectivamente, su deber presente ante sus ojos y en su corazón continuamente y hace todo lo que puede para disminuir el mal en el mundo, pero cuando mira a su alrededor...¡qué pocos hay como él! La multitud hace precisamente lo contrario de lo que él hace y, justamente porque es multitud, ¡consigue éxitos sin comparación con los suyos! él esboza algún plan benéfico para la promoción del bien de sus hermanos, para la supresión de los abusos, para el desarraigo de prejuicios, para la extensión de juicios ilustrados en todo tipo de negocios humanos; sin embargo, la maldad de los unos y la estupidez de los otros le hacen ver con frecuencia que lo único que surge de ello es confusión, tristeza e infelicidad. Quiere extirpar lo injusto de la Tierra y, sin embargo, en torno a él "se bebe la injusticia como si fuera agua"9. Intenta, según esto, que el reino de Dios, que es el reino de la verdad y de la justicia, venga a la Tierra, pero al final de su trayecto ve que está aún tan lejos como antes -los hombres no han llegado a ser mejores-. Lo injusto no está menos vigente, las pasiones, y efectivamente las más salvajes entre todas, el ansia de dominación y la avaricia, asolan la humanidad aún tan desvergonzadamente como antes -el lenguaje de la justicia, de la honradez, de la confianza suena aún en los oídos del mundo como una tontería-, aún es el fenómeno del altruismo, de la integridad, de la generosidad, un fenómeno escaso, digno de admiración. Aún prosigue la irresponsable barbarie de las guerras, y cosas que se consideran en relaciones privadas sancionables y vergonzosas, son erigidas en grande en relaciones públicas y en conexiones que se quiere sean para la protección del derecho y que se llaman por eso sagradas (en los Estados), y no sólo se consienten, sino que ¡traen honor y fama! Todo esto lo ve el hombre moralmente bueno. ¿Qué debe hacer él solo contra un mundo inmoral? ¿Debe cesar también él de oponerse a la corriente de lo injusto? ¿Debe mejor dejar marchar el mundo adelante tal como va, sin esforzarse más, o bien sacrificarse por una finalidad ideal que nunca se alcanza? ¿Debe retroceder y dejar de estar en la brecha porque son completamente inútiles su acción y su impulso, sus luchas y aflicciones, y porque el mundo, en comparación con aquellos viejos tiempos de inocencia, sencillez y lealtad, no sólo no es mejor, sino que desde entonces no ha hecho más que empeorar? ¿Debe el honrado pensar así y debe así actuar? No -le grita en voz alta su buen corazón- ¡Tú debes hacer el Bien y no cansarte! ¡Cree en la virtud y en que ella al final vencerá! ¡Ten esperanza en que lo justo vencerá sobre lo injusto, que las cosas buenas mantendrán su hegemonía sobre las malas al final de la forma más segura! Obra mientras haya tiempo para obrar y no dejes pasar ninguna ocasión para hacer el bien que puedas hacer y recuerda que tras de tí una larga noche puede venir en la que nadie podrá o querrá hacer el bien y en la que el bien que tú hiciste será la única estrella de esperanza para "los honrados en el Tierra"10. ¡Haz lo que tú puedas para que en el mundo vaya todo mejor, más claro, ilustrado y noble y honrado y pacífico y justo, y no te preocupes por el resultado! ¡No creas que nada bueno que tú hagas o que se lo esboces es tan pequeño e insignificante y modesto que se pierde en el irregular curso de las cosas! ¡Cree que al curso de las cosas, para tí efectivamente invisible, le subyace un plan como fundamento en el que se cuenta con el triunfo final del Bien! ¡Cree que el reino de Dios, el reino de la verdad y de lo justo, vendrá a la Tierra e intenta sólo por esto que venga! ¡Cree que justamente todo depende de tu esfuerzo individual y que un genio sublime gobierna sobre el destino, quien completa todo lo que tú comienzas, quizás incluso después de siglos! ¡Cree que cada paso que des por las cosas buenas está calculado en el plan de la divinidad eternamente, aunque te parezca a tú como perdido, que vives cada uno de tus días para la eternidad y que de tí depende ganar cada día lo mejor del mundo o bien perderlo eternamente! Es verdad que tú no puedes demostrar esto científicamente, que no puedes demostrar científicamente que esto deba ser así, pero es suficiente con que tu corazón te diga que debes obrar así, como si ello fuese así y, al actuar así, muestras justamente por ello que tienes religión. Este es el único modo como la religión nace en el corazón de un hombre bueno y como solamente puede nacer. El buen hombre desea que el Bien pueda dominar en la Tierra y se siente obligado en su conciencia moral a hacer todo lo que pueda para ayudar a conseguir este objetivo. No sabe si esto es posible puesto que no lo puede demostrar; con todo, no puede demostrar su imposibilidad. Cree el hombre bueno que el fin de la necesaria victoria del Bien es efectivamente un fin posible, que efectivamente un reino de Dios, en cuanto reino de la verdad y de lo justo, puede ser establecido sobre la Tierra. Esto es lo que él desea y quiere. Al especular, puede situarse ante la cuestión de si tal fin es posible o imposible, pero cuando actúa debe hacerlo decidiéndose por la opción de que es posible. Debe intentar acercarse a aquella meta paulatinamente. Si quisiera comportarse como si le fuera indiferente el que hubiera o no justicia sobre la Tierra, no querría hacer el bien en la Tierra aunque pudiera, ni evitar hacer el mal aunque pudiera, y ello porque al final resultaría imposible hacer de los hombres ángeles. Pese a todo, no le sería posible negar la grandeza espiritual de una máxima aun actuando por medio de máximas contrarias: en efecto, gobernándose por máximas pequeñas y cobardes, se convertiría ante sus propios ojos en algo digno de desprecio.

La religión no es, según esto, ninguna cosa indiferente con la que se pueda actuar como se quiera, sino que es obligación. Es obligación de creer en un tal orden de las cosas en el mundo, donde se pueda contar con un éxito final de todos los planes buenos y en el que el empeño en promover lo Bueno e impedir lo malo no es en absoluto inútil, o bien creer en lo que es la misma cosa: en un gobierno moral del mundo o bien en un Dios que rige el mundo según leyes morales. Sólo que esta fe de ningún modo comporta obligación en tanto que es teorética, esto es, una ociosa especulación, sino solamente si es una fe práctica. Esto significa, por tanto, que ella es máxima de acciones reales. Con otras palabras: no hay obligación de creer que exista un gobierno moral del mundo o un Dios como regente moral del mundo, sino sólo la obligación mera y simple de obrar como si se creyera. En los momentos del reflexionar o del disputar, cada uno puede arreglárselas como quiera, se puede uno pronunciar por el teísmo o bien por el ateísmo, según lo que se opine poder responder ante el foro de la razón especulativa, puesto que aquí no se trata de religión, sino de especulación, ni se trata de lo justo o lo injusto, sino de verdades y errores. Solamente en la vida real, que es donde se debe actuar, hay la obligación de no actuar como si se presupusiera que sería completamente inútil hacer grandes esfuerzos para la obtención del bien del mundo, como si fuese imposible nadar contracorriente, como si a uno le fuese imposible hacer nada que mereciese la pena contra la multitud, por mucha que fuese su buena voluntad, como si fuese una estupidez querer convertir un mundo lleno de locos y de canallas en un mundo de ángeles, como si hubiera que calcular para obtener ventajas para uno mismo a partir de la estupidez general, dejando por lo demás que todo siga como estaba. En estas máximas se estaría actuando contra la propia conciencia moral. Se obraría como si se supiese previamente el fracaso de los buenos planes, aunque ello no se sabe de cierto, sino que, más bien, es posible que el azar favorezca nuestras intenciones tanto como las destruye. Aquellas máximas (las máximas de la irreligión) son entonces contrarias al deber y pecados. Ante la conciencia moral no puede nadie responder a otras máximas que a las de establecer el bien e impedir el mal, allá donde se sabe y se puede, sin dejarse extraviar por el temor de no controlar el éxito de la actividad; considerar cualquier ocurrencia buena, bella y grande como si fuese un talento de la parábola, que debe ser multiplicado, y trabajar sin desmayo para la difusión de la verdad y el bien a nuestro alrededor, y si las fuerzas no nos fallan (aunque las fuerzas son una cuestión de hábito) trabajar para la reforma del mundo por medio de ideales, con la esperanza de que la fortuna (o Dios como fuerza desconocida) removerá todas las dificultades del camino, aunque no sepamos cómo ni cuándo, así como también con la esperanza de que si cumplimos con nuestro deber y actuamos con honradez y esfuerzo en favor del reino de Dios, todo lo demás (el éxito), nos llegará a nosotros o a nuestros descendientes por añadidura. Estas máximas son las máximas de la religión, y la religión es, según esto, nada más que fe en el éxito de las buenas cosas, así como irreligión, por el contrario, no es otra cosa que la desesperanza de las cosas buenas. La religión no es por consiguiente, de ninguna manera, un recurso de urgencia de la debilidad humana (esto es efectivamente tan pronto como se piensa la fe religiosa como una fe teórica), sino que el poder de la voluntad moral no aparece en ningún lugar de forma más excelente y sublime que en la máxima del hombre religioso: yo quiero que las cosas vayan mejor aunque la naturaleza no quiera. La irreligión es la verdadera y auténtica debilidad del espíritu, pero debilidad culpable. Puesto que nadie puede dudar de las cosas buenas desde el conocimiento (igual que si se hubiese echado una mirada al libro del Destino), es sólo cuestión de pereza, que tras algunos intentos fallidos rehuye ulteriores esfuerzos, y la presunta infructuosidad de estos esfuerzos no es nada más que un prejuicio mediante el cual el indolente busca corromper el juicio moral de los otros y también el de su propia conciencia moral, aunque por lo menos no logra corromper éste último.

Hay preguntas capciosas que se deben presentar como conclusión de una teoría si se quiere saber si alguien (entre los que hasta ahora se encuentra el autor) se ha apropiado de los principios de la teoría o no. Sólo deben contestarse estas preguntas en el mismo estilo en que han sido planteadas y no en el estilo general de un sistema en el que aún puede resultar dudoso si se ha conseguido hacer avanzar la ciencia o la ignorancia.

De entre las preguntas capciosas en relación a la religión están las siguientes:
¿Hay un Dios? Respuesta: es y permanece inseguro (pues esta pregunta está planteada meramente desde la curiosidad especulativa, y le ocurre al curioso de forma totalmente justa si hasta ahora recibe una negativa rotunda).
¿Puede obligarse a todo hombre a creer en un Dios? Respuesta: no (puesto que la pregunta toma sin duda el concepto de creencia en sentido teorético, en una especial clase de certeza, y este sentido teorético es también el único que el uso lingüístico común reconoce y que los filósofos quizá no han abandonado).
¿Es la religión una convicción del entendimiento o una máxima de la voluntad? Respuesta: no es ninguna convicción del entendimiento, sino una máxima de la voluntad (lo que sea convicción del entendimiento ahí es superstición).
¿Cómo actúa el hombre religioso? Respuesta: nunca se cansará de promover las cosas de lo verdadero y lo bueno en el mundo aunque sus planes fracasen frecuentemente, pese a lo cual ni se cansa ni se desespera del Bien, defendiendo su religión. No hay ninguna religión que se mantenga firme ante el tribunal de la razón excepto ésta.
¿Puede obligarse a todo hombre a tener una religión? Respuesta: sin duda, así como se puede obligar a todo hombre a actuar en conciencia, y la irreligión (desesperanza en las cosas buenas sin motivos suficientes) es ausencia de conciencia moral.
¿Cuántos artículos de fe tiene la religión? Respuesta: dos, a saber, creencia en la inmortalidad de la virtud y creencia en un reino de Dios sobre la Tierra. La creencia en la inmortalidad de la virtud es la creencia en que siempre hubo y hay virtud sobre la Tierra, y en que la virtud nunca ha muerto, así como la inclinación a encontrar virtudes y buenas intenciones, aunque sea mediante pruebas débiles, mientras que, aun con pruebas fuertes, dudar de la existencia de vicios y malas intenciones. La creencia en un reino de Dios en la Tierra es la máxima para trabajar en la promoción de lo bueno, por lo menos mientras la imposibilidad del     éxito no está garantizada. Y el lema de la religión ante todo es: "Bienaventurados los que creen sin ver"11.
¿Es posible la honradez sin religión? Respuesta: no (tan imposible es una honradez sin religión como una religión sin honradez. Aquélla sería honradez sin interés por la honradez. ésta sería interés por la honradez sin honradez).
¿Se puede ser honesto sin creer en un Dios? Respuesta: sí (puesto que en la pregunta se trata sin duda de una fe teórica).
¿Puede un ateo tener religión? Respuesta: efectivamente (se puede decir de un ateo virtuoso que él conoce en el corazón al mismo Dios que con la boca niega. La fe práctica y la increencia teórica por un lado así como por el otro lado la fe teórica que sin embargo es superstición e increencia práctica pueden coexistir juntas perfectamente).
¿Cómo se relaciona la religión con la virtud? Respuesta: como la parte respecto al todo (la religión como la máxima de la incansable perseverancia en la promoción del bien a pesar de todos los impedimentos es una de las notas individuales del carácter virtuoso en general).
¿Se puede aprender la religión? Respuesta: sí (así como se puede aprender la justicia, la indulgencia, la paciencia y se deben aprender -a saber, mediante el ejercicio).
¿Es la religión un medio auxiliar de la virtud? Respuesta: no (puesto que el fin y el medio es imposible que puedan ser uno. La religión no ayuda a la virtud, sino sólo a las virtudes. No hace al carácter más virtuoso, pero multiplica las virtudes).
¿Es la religión un instrumento disuasorio del vicio? Respuesta: tampoco (la superstición puede ser un instrumento disuasorio del vicio, pero nunca la religión. Quien teme a la divinidad no la ha encontrado aún. Es la suerte de la virtud encontrar una divinidad y la infelicidad del vicio no encontrar ninguna).
¿Aparecerá alguna vez un reino de Dios como un reino de la verdad y de lo justo sobre la Tierra? Respuesta: es incierto y a juzgar por la experiencia habida hasta ahora que, en comparación con un futuro infinito, muestra qué poco puede conseguirse, tampoco es probable.
¿No podría advenir en vez de un reino de Dios un reino de Satanás sobre la Tierra? Respuesta: lo uno es tan seguro e inseguro como lo otro.
¿No estaría según esto igualmente fundamentada la religión del infierno que la religión de los hombres buenos sobre la Tierra? Respuesta: la una no tiene ante el foro de la especulación efectivamente ni más ni menos probabilidades en este sentido que la otra.
¿Es la religión veneración de la divinidad? Respuesta: de ningún modo (frente a una esencia cuya existencia no es comprobable de forma segura y hasta la eternidad permanecera como algo incierto no hay nada que venerar. El que quiera tener que ver algo con Dios, por mínimo que sea, es un supersticioso. No hay ninguna obligación única hacia Dios excepto que se quiera jugar con palabras).
¿Es en esta teoría expuesta el concepto de la religión también el verdadero y el correcto? Respuesta: sin ninguna duda, dando por sentado que el concepto de la religión debe ser el concepto de algo racional y no de algo irracional (si de la religión no se encontrara ningún otro concepto que el común y habitual desde milenios -de un culto a una naturaleza sobrehumana-, entonces sería la religión una quimera y no podría ser más objeto de discurso por parte de las gentes de entendimiento. Sin embargo, a la expresión Religión le subyace un concepto racional, aunque emparentado en cierta medida con los antiguos conceptos irracionales. Por eso convendría que cada uno por sí mismo decidiera si encuentra más sensato vincular un nuevo concepto a una vieja expresión y así conjurar el peligro de llegar a estar otra vez maniatado por ésta, o bien mejor dejar a un lado la antigua expresión por completo para, sin embargo, encontrar en muchos casos dificultades o bien ningún camino en absoluto).

Y finalmente, ¿no es acaso el concepto de una fe práctica más un concepto caprichoso que un concepto seriamente filosófico? La respuesta a esta incómoda pregunta se deja fácilmente al lector mismo, y con ello al mismo tiempo el juicio acerca de si el autor del presente artículo al final ha querido simplemente jugar con él.

 





Notas:             

:

1 San Juan 1. III,8.

2 Compárese Pentateuco 2,XXX,18. También VIII,19.

3 Realität viene de realitas,de res,cosa,que en el fondo significa ousia. Wirklichkeit o Dasein es la existencia o realidad efectiva. No es lo mismo la esencia que la existencia. La palabra "realidad" (realitas) significa,en la edad moderna,el "ser" en el sentido de esencia. Res es aquello que tiene una esencia,unas notas distintivas,y su "realidad" (su carácter de res) es su qué,su esencia. Ya sabemos que Realität o realitas no quiere decir realidad en el sentido de efectiva presencia o existencia (eso sería Wirklichkeit o Dasein) sino que la Realität de algo es su "qué es",y lo real (das Reale) es lo que se presenta con (y como) un "qué" (quid). Esta manera de entender realitas era ya propia del racionalismo. Kant la emplea cuando,por ejemplo,al decir que un concepto puro del entendimiento tiene "realidad objetiva" (Realität),entiende que tal concepto entra en la "quididad" del objeto mismo. La quididad,el quid,es la Realität.

En cuanto a la Wirklichkeit, no añade nada a la existencia como determinación del concepto al que se une como predicado,sino que sólo expresa la relación con la facultad de conocer (Kritik der reinen Vernunft, A 219,B266). No es un predicado real ni quiditativo.
4 San Juan,1,V,19.
5 Mateo.V,8.
6 Compárese Los Salmos,149,1 y Hechos Apost.,II,1 ss.
7 Extra Ecclesiam nulla salus
8 Ver Job, XV,16.
9 Salmos 37,3.
10 Juan,XX,29.
11 Juan, XX, 29..

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