sábado, 18 de octubre de 2025

Pier Paolo Pasolini Estoy en contra del aborto. El coito, el aborto, la falsa tolerancia del poder, el conformismo de los progresistas por Pier Paolo Pasolini

Prefacio Estoy a favor de los ocho referéndums del Partido Radical1, y estaría dispuesto a hacer campaña, incluso de inmediato, a su favor. Comparto con el Partido Radical la ansiedad de la ratificación, es decir, la ansiedad de dar un cuerpo formal a realidades ya existentes, que es el primer principio de la democracia. Sin embargo, estoy traumatizado por la legalización del aborto, porque considero, como muchos, que es una legalización del homicidio. En mis sueños y en mi comportamiento cotidiano —algo común a todos los hombres— vivo mi vida prenatal, mi feliz inmersión en las aguas maternas: sé que yo existía allí. Me limito a decir esto, porque sobre el aborto tengo cosas más urgentes que decir. Que la vida sea sagrada es obvio: es un principio más fuerte aun que cualquier principio democrático, y es inútil repetirlo. Lo primero que quiero decir es esto: respecto al aborto, es el primer y único caso en que los radicales y todos los abortistas democráticos más puros y rigurosos apelan a la Realpolitik y, por tanto, recurren a la prevaricación «cínica» de los hechos y del sentido común. Si siempre se han planteado, ante todo, y tal vez idealmente (como es justo), el problema de cuáles son los «principios reales» que hay que defender, esta vez, no lo han hecho. Ahora, como bien saben, no hay un solo caso en que los «principios reales» coincidan con los que la mayoría considera sus propios derechos. En el contexto democrático, se lucha, claro, por la mayoría, es decir, por todo el consorcio civil, pero se descubre que la mayoría, en su santidad, siempre está equivocada: porque su conformismo es siempre, por naturaleza, brutalmente represivo. ¿Por qué considero que no son «reales» los principios en los que los radicales y, en general, los progresistas (conformistamente) basan su lucha por la legalización del aborto? Por una serie caótica, tumultuosa y emocionante de razones. Sé, como he dicho, que la mayoría ya está, potencialmente, a favor de la legalización del aborto (aunque tal vez en el caso de un nuevo «referéndum», muchos votarían en contra, y la «victoria» radical sería mucho menos clamorosa). El aborto legalizado es, de hecho —en esto no hay duda— una enorme comodidad para la mayoría. Sobre todo porque haría aun más fácil el coito, el apareamiento heterosexual, al que prácticamente no habría ya obstáculos. Pero esta libertad del coito de la «pareja», tal como es concebida por la mayoría —esta maravillosa permisividad a su respecto—, ¿quién la ha querido tácitamente, quién la ha promulgado tácitamente y quién la ha introducido tácitamente, de manera ya irreversible, en los hábitos? El poder de los consumos, el nuevo fascismo. Este se ha apropiado de las exigencias de libertad, digamos, liberales y progresistas, y, al hacerlas suyas, las ha vaciado de contenido, ha cambiado su naturaleza. Hoy en día, la libertad sexual de la mayoría es, en realidad, una convención, una obligación, un deber social, una ansiedad social, una característica irrenunciable de la calidad de vida del consumidor. En resumen, la falsa liberalización del bienestar ha creado una situación tan insana, o quizás más, que la de los tiempos de la pobreza. De hecho: primero, el resultado de una libertad sexual «regalada» por el poder es una auténtica neurosis general. La facilidad ha creado la obsesión; porque es una facilidad «inducida» e impuesta, derivada del hecho de que la tolerancia del poder se refiere únicamente a la necesidad sexual expresada por el conformismo de la mayoría. Protege únicamente a la pareja (no solo, naturalmente, la matrimonial): y la pareja ha terminado por convertirse en una condición paroxística, en lugar de ser un signo de libertad y felicidad (como era en las esperanzas democráticas). Segundo, todo lo que es sexualmente «diferente» es, en cambio, ignorado y rechazado. Con una violencia comparable solo a la de los campos de concentración nazis (nadie recuerda, por supuesto, que los diferentes sexualmente terminaron allí). Es cierto; de palabra, el nuevo poder extiende su falsa tolerancia también a las minorías. No se puede excluir que, tarde o temprano, se hable de ello públicamente en televisión. Por lo demás, las élites son mucho más tolerantes hacia las minorías sexuales que antes, y ciertamente de manera sincera (también porque eso gratifica sus conciencias). En cambio, la enorme mayoría (la masa: cincuenta millones de italianos) se ha vuelto de una intolerancia tan tosca, violenta e infame, como nunca antes había sucedido en la historia italiana. En estos años se ha dado, desde un punto de vista antropológico, un enorme fenómeno de abjuración: el pueblo italiano, junto con la pobreza, ya no quiere ni recordar su «verdadera» tolerancia; es decir, ya no quiere recordar los dos fenómenos que mejor han caracterizado toda su historia. Esa historia que el nuevo poder quiere terminar para siempre. Es esta misma masa (dispuesta al chantaje, a la agresión, al linchamiento de las minorías) la que, por decisión del poder, ya ha superado la vieja convención clerical-fascista y está dispuesta a aceptar la legalización del aborto, y por tanto, la eliminación de todo obstáculo en la relación de la pareja consagrada. Ahora, todos, desde los radicales hasta Fanfani (quien esta vez, precediendo hábilmente a Andreotti, está sentando las bases de una aunque sea prudentísima abjuración teológica, desafiando al Vaticano), todos, digo, cuando hablan del aborto, omiten hablar de lo que lógicamente lo precede, es decir, el coito. Omisión extremadamente significativa. El coito, con toda la permisividad del mundo, sigue siendo un tabú, está claro. Pero en cuanto a los radicales, la cuestión no se explica ciertamente por el tabú: más bien indica la omisión de un análisis político sincero, riguroso y completo. De hecho, el coito es político. Por lo tanto, no se puede hablar políticamente en concreto del aborto sin considerar el coito como un acto político. No se pueden ver los signos de una condición social y política en el aborto (o en el nacimiento de nuevos hijos) sin ver los mismos signos también en su precedente inmediato, es decir, «en su causa»; o sea, el coito. Ahora, el coito de hoy está volviéndose, políticamente, muy diferente del de ayer. El contexto político de hoy es ya el de la tolerancia (y por lo tanto el coito es una obligación social), mientras que el contexto político de ayer era el de la represión (y por lo tanto el coito, fuera del matrimonio, era un escándalo). Aquí está, entonces, un primer error de Realpolitik, de compromiso con el sentido común, que encuentro en la acción de los radicales y los progresistas en su lucha por la legalización del aborto. Ellos aíslan el problema del aborto, con sus datos específicos, y por ello ofrecen una perspectiva distorsionada: aquella que les resulta conveniente (de buena fe, sobre esto sería absurdo discutir). El segundo error, más grave, es el siguiente. Los radicales y otros progresistas que luchan en primera línea por la legalización del aborto, después de haberlo aislado del coito, lo introducen en una problemática estrictamente contingente (en este caso, italiana) e incluso provisional. Lo reducen a un caso de pura practicidad, a ser tratado precisamente con un espíritu práctico. Pero esto (como ellos bien saben) es siempre culpable. El contexto en el que hay que insertar el problema del aborto es mucho más amplio y va más allá de la ideología de los partidos (que se destruirían a sí mismos si lo afirmaran: cfr. Breviario di ecologia de Alfredo Todisco2). El contexto en el que debe inscribirse el aborto es precisamente el ecológico: es la tragedia demográfica, que, en un horizonte ecológico, se presenta como la amenaza más grave para la supervivencia de la humanidad. En este contexto, la figura —ética y legal— del aborto cambia de forma y naturaleza; y, en cierto sentido, puede justificarse una forma de legalización. Si los legisladores no llegaran siempre tarde y no fueran sombríamente sordos a la imaginación para mantenerse fieles a su buen sentido y a su propia abstracción pragmática, podrían resolver todo clasificando el delito del aborto en el más amplio de la eutanasia, privilegiándolo con una serie particular de «atenuantes» de carácter precisamente ecológico. No por ello dejaría de ser formalmente un delito y de parecerlo ante la conciencia. Y este es el principio que mis amigos radicales deberían defender, en lugar de lanzarse (con una honestidad donquijotesca) en un enredo, extremadamente sensato pero algo pietista, de chicas madres o de feministas, angustiadas en realidad por «otro» (y más grave y serio). ¿Cuál es, en realidad, el marco en el que debería inscribirse la nueva figura del delito de eutanasia? Aquí está: una vez la pareja era bendecida, hoy está maldecida. La convención y los periodistas imbéciles continúan enterneciéndose por la «parejita» (así, abominablemente, la llaman), sin darse cuenta de que se trata de un pequeño pacto criminal. Y así los matrimonios: antes eran fiestas, y la misma institucionalidad —tan estúpida y siniestra— era menos fuerte que el hecho que los instituía, un destino, precisamente, feliz, festivo. Ahora, en cambio, los matrimonios parecen todos grises y apresurados ritos funerarios. La razón de estas cosas terribles que digo es clara: antes la «especie» debía luchar por sobrevivir, así que los nacimientos «debían» superar las muertes. Hoy, en cambio, la «especie», si quiere sobrevivir, debe asegurarse de que los nacimientos no superen las muertes. Por lo tanto, cada hijo que antes nacía, siendo garantía de vida, era bendecido; cada hijo que en cambio nace hoy es una contribución a la autodestrucción de la humanidad, y por lo tanto está maldecido. Hemos llegado así a la paradoja en que lo que se decía contra natura es natural, y lo que se decía natural es contra natura. Recuerdo que De Marsico3 (colaborador del código Rocco)4, en un brillante alegato en defensa de una de mis películas, llamó «cerdo» a Braibanti5, declarando inadmisible la relación homosexual por ser inútil para la supervivencia de la especie: ahora, él, para ser coherente, debería, en realidad, afirmar lo contrario: sería la relación heterosexual la que se configuraría como un peligro para la especie, mientras que la homosexual representaría una seguridad. En conclusión: antes del universo del parto y del aborto está el universo del coito; y es el universo del coito el que forma y condiciona el universo del parto y del aborto. Quien se ocupa, políticamente, del universo del parto y del aborto no puede considerar como ontológico el universo del coito —y no ponerlo, por lo tanto, en cuestión— a menos que quiera ser un tanto superficial y mezquinamente realista. Ya he esbozado cómo se configura, hoy, en Italia, el universo del coito, pero quiero, para concluir, resumirlo. Tal universo incluye una mayoría totalmente pasiva y, al mismo tiempo, violenta, que considera intocables todas sus instituciones, escritas y no escritas. Su fondo sigue siendo clerical-fascista, con todos los lugares comunes anexos. La idea del absoluto privilegio de la normalidad es tan natural como vulgar e incluso criminal. En ella todo yace preconstituido y conformista, y se configura como un «derecho»: incluso lo que se opone a tal «derecho» (incluida la tragicidad y el misterio implícitos en el acto sexual) es asumido conformistamente. Por inercia, la guía de toda esta violencia mayoritaria sigue siendo la Iglesia Católica. Incluso en sus puntos más progresistas y avanzados (se puede leer el capítulo, atroz, en la página 323 de La Chiesa e la sessualità del progresista y avanzado S.H. Pfurtner6). Sin embargo… sin embargo, en la última década ha intervenido la civilización del consumo, es decir, un nuevo poder falsamente tolerante que ha relanzado en gran escala a la pareja, privilegiándola con todos los derechos de su conformismo. A este poder no le interesa, sin embargo, una pareja creadora de prole (proletaria), sino una pareja consumidora (pequeña burguesía): en el fondo, ya tiene la idea de la legalización del aborto (como ya tenía la idea de la ratificación del divorcio). No me parece que los abortistas, en relación con el problema del aborto, hayan cuestionado todo esto. En cambio, me parece que ellos, en relación con el aborto, callan sobre el coito, y aceptan, por Realpolitik, repito, en un silencio, por lo tanto, diplomático y culpable, su total institucionalidad, inamovible y «natural». Mi opinión extremadamente razonable, en cambio, es esta: en lugar de luchar contra la sociedad que condena el aborto de manera represiva, en el ámbito del aborto, hay que luchar contra esa sociedad en el plano de la causa del aborto, es decir, en el plano del coito. Se trata —está claro— de dos luchas «tardías»: pero al menos aquella «en el plano del coito» tiene el mérito, además de una mayor lógica y rigor, de una infinitamente mayor potencialidad de implicaciones. Hay que luchar, ante todo, contra la «falsa tolerancia» del nuevo poder totalitario del consumo, distinguiéndose de él con toda la indignación del caso; y luego hay que imponer a la retaguardia, aún clerical-fascista, de ese poder, toda una serie de liberalizaciones «reales» relacionadas precisamente con el coito (y, por lo tanto, sus efectos): anticonceptivos, píldoras, técnicas amorosas diversas, una moderna moralidad del honor sexual, etcétera. Sería suficiente con que todo esto se difundiera democráticamente a través de la prensa y, sobre todo, de la televisión, y el problema del aborto se vería esencialmente anulado, aunque seguiría siendo, como debe ser, una culpa, y por lo tanto un problema de conciencia. ¿Todo esto es utópico? ¿Es una locura pensar que una «autoridad» aparezca en la televisión promoviendo «diversas» técnicas amorosas? Bien, no son ciertamente los hombres con los que aquí polemizo los que deben asustarse de esta dificultad. Por lo que sé, para ellos lo que cuenta es el rigor del principio democrático, no el dato de hecho (como es brutalmente, para cualquier partido político). Finalmente: muchos –carentes de la viril y racional capacidad de comprensión– acusarán a mi intervención de ser personal, particular, minoritaria. ¿Y qué? Notas al pie de página. Durante los años 70, el Partido Radical Italiano promovió una serie de referendums abrogativos sobre temas relacionados a derechos civiles y libertades individuales, como la abolición de los manicomios y de algunas normas sobre delitos de opinion y sindicales. ↩︎ Todisco se hizo conocido por sensibilizar al público italiano sobre problemas ambientales ↩︎ Ministro de Justicia bajo Benito Mussolini ↩︎ Código penal italiano, establecido durante el fascismo y conocido también como Código Rocco, por Alfredo Rocco, otro ministro de Justicia bajo Mussolini. ↩︎ Escritor, guionista y dramaturgo italiano, defendido por Pasolini tras ser acusado de plagio en el célebre «caso Braibanti. ↩︎ Teólogo alemán crítico de la doctrina católica sobre sexualidad y ética. ↩︎ Traducción y prefacio Avatar de Nicolás Delgado Nicolás Delgado

El mito de Cataluña

Históricamente, la Cataluña actual no existió como entidad hasta la unificación de sus 8 condados por el emperador Carlos I en 1521. Según el ordenamiento político internacional y su jurisprudencia, los condados catalanes fueron territorio francés, feudatario de los reyes francos y así fue hasta el 16 de julio de 1258, fecha de l,Tratado de Corbeil . En el mapa que se adjunta de la Biblioteca Nacional de Paris (1235) se puede observar que Cataluña ni tan siquiera existe: los ocho condados feudales de lo que hoy es Cataluña pagaban vasallaje a los reyes francos. Durante toda la Edad Media Cataluña era solo una “Marca Hispánica” tributaria de los Reyes Carolingios hasta que en dicho tratado de Corbeil ,1258, entre San Luis Rey de Francia y Jaime I el Conquistador , acordaron que los Condados al sur de los Pirineos tributarían a la Corona de Aragón y los condados del norte a Francia. Los 8 condados de la Marca Hispánica tuvieron plena jurisdicción hasta el siglo XV . La única excepción fue el Condado de Barcelona que, por el matrimonio del Conde Ramón Belenguer IV en 1137 con D.ª Petronila de Aragón , Barcelona quedó entonces incorporado a la Corona de Aragón pero sin variar su condición de condado. Los 7 restantes condados (Besalú, Vallespir, Peralada, Ausona, Ampurias, Urgel y Cerdanya) mantuvieron su independencia hasta 1521, cuando el Rey de España Carlos I nombró Virrey al Arzobispo de Tarragona, don Pedro Folch de Cardona. Por lo tanto Cataluña no existió como región hasta esa fecha y, por lo tanto, no pudo actuar nunca antes como entidad histórica unificada. Más aún, el Reino de Aragón estaba integrado por los territorios que hoy lo forman, más todo lo que es la actual provincia de Lérida, más una franja grande del río Ebro hasta el mar, que incluía a Tortosa como ciudad costera. Por lo tanto, podríamos decir que las ciudades importantes del Reino de Aragón eran Jaca (la primera capital que tuvo cuando aún era Condado), Huesca, Lérida, Zaragoza, Tortosa y Teruel. Todo eso era el territorio auténtico del reino cuya corona tenía don Jaime "el Conquistador". El Tratado de Corbeil (1258) , escrito en latín y comienza con las palabras : “Es universalmente conocido que existen desavenencias entre el señor rey de Francia y el señor de Aragón , de las Mallorcas y de Valencia, Conde de Barcelona y Urgel , señor de Montpellier; por lo que el señor rey de Francia dice que los condados de Barcelona, Besalú, Urgel, etc... son feudos suyos ; y el señor rey de Aragón dice que tiene derechos en Carcasona , Tolosa, Narbona, etc....”. Por el Tratado de Corbeil, y siguiendo los consejos de alguno “hombres buenos”, el rey francés Luis IX cede a Jaime I de Aragón los condados de la parte española y Jaime I le cede a Luis IX los condados de la parte francesa. Esa es la síntesis de lo firmado en el documento cuya importancia radica en que se firmó 29 años después de la reconquista de Mallorca y 20 años después de la del Reino de Valencia. De esa fecha y tratado es fácil sacar dos conclusiones: a) Si Cataluña no existía como tal era imposible que algo que no existe conquistase ni Valencia (1238) ni Mallorca (1229). b) Si carecía de unidad política, jurídica y geográfica ¿cómo iba a tener unidad lingüística si lo que allí se hablaba era un mosaico de dialectos procedentes del PROVENZAL? Lo dicho: hay que reinventar un pasado inexistente, echando mano de la ciencia ficción, para cuadrar ese saco de mentiras que ahora aspira a ser recetado “nació”. Aut. : Pedro Fuentes Caballero.

El retorno de los dioses fuertes

El retorno de los dioses fuertes. Nacionalismo, populismo y el futuro de Occidente. R.R. Reno. Prólogo de Adriano Erriguel. El retorno de los dioses fuertes. R.R. Reno. Bibliotheca Homo legens. Madrid, 2020, 284 páginas. Este es un libro profético que establece un correcto diagnóstico de la situación del presente en el mundo occidental de tradición grecorromana y cristiana. El teólogo católico estadounidense R.R. Reno describe las debilidades intelectuales del consenso ideológico progresista occidental establecido después de 1945. Yo sostengo que la decadencia de Occidente proviene de mucho antes, de alguna manera de Ockham cuando criticó la teología tomista racionalista en el siglo XIV y preparó el fideísmo agustiniano apto para que surgiera la reforma protestante con Martín Lutero en el siglo XVI. Ockham es el comienzo del asalto a la razón. El agustinismo político había sido sustituido por el tomismo y frenado y Ockham le dio nueva vida con su crítica a la teología escolástica tomista. El protestantismo es una verdadera crítica a la modernidad, al racionalismo. El ataque al catolicismo como decía De Maistre, culminó con la Revolución Francesa de 1789 y con el subjetivismo protestante tanto luterano como calvinista, individualismo, pesimismo, irracionalismo… Así estamos ahora, pero esto es lo que pensamos nosotros, no R.R. Reno. El capitalismo y su legítimo vástago, el globalismo y el individualismo liberal están destruyendo a Occidente. Estamos viviendo la decadencia de Occidente o incluso su final. Este es un libro contra la corrección política y la ideología progresista. Después de 1945 se quiso evitar que todos los horrores de la guerra se repitieran y se creó el consenso socialdemócrata o progresista. Se trata de debilitar los dioses fuertes, los valores, las creencias firmes, las convicciones tradicionales. Ideas como Patria, Nación, Pueblo, Religión, Familia, instituciones sociales, tradición. Todo esto fue arrinconado, arrojado por la borda. Nuevas ideologías surgieron para sustituir los dioses fuertes. Sociedad abierta, mercado libre, individualismo, deconstrucción, anticolonialismo, ideología de género, mariconismo. Toda esta basura ideológica sustituyó en el imaginario del vulgo a las ideas y creencias tradicionales. Estos son los pilares ideológicos asentados en Occidente después de 1945. La destrucción de los valores. Por eso afirma R.R. Reno que aún vivimos en el siglo XX. Nuestras tendencias ideológicas, mentales, actitudes siguen determinadas por el trauma producido por las dos guerras mundiales del siglo XX. Los dioses fuertes han sido abandonados en el basurero de la historia. Hemos asistido desde 1945 a un borrado completo de la mentalidad y de los valores occidentales tradicionales. Es el desencantamiento del mundo del que hablaba Max Weber. Es el debilitamiento, o lo que Nietzsche llamaba el gran cansancio, el nihilismo europeo. Frente al imperio de los dioses fuertes, de las creencias tradicionales firmes tenemos ahora al imperio de los dioses débiles, de las creencias líquidas, fluidas, relativistas, suaves, blandas y a la vez autoritarias e intolerantes con quienes no comulgan con sus ruedas de molino progresistas. Se sigue utilizando el término “fascista” con profusión como insulto ad hominem, como descalificación a pesar de que el fascismo desapareció en 1945. El consenso progresista ecualizador de izquierda y derecha en los estados plutocráticos del bienestar no permite la menor discrepancia y está llevando a una paulatina pérdida de las libertades de las que tanto alardeaban las democracias liberales burguesas. Cualquier discurso incómodo para la ideología dominante es sancionado, borrado, reprimido, castigado, descalificado. El antifascismo es tranquilizador para los biempensantes y es un atractivo consumo para el vulgo. Se quedaron en los años 1930. Ahora estamos en 2025. Es muy útil luchar contra un fascismo inexistente para mantener y conservar el orden actualmente imperante. El pueblo se empobrece cada vez más y el opio del pueblo es ahora el progresismo con su cortejo de iniquidades tales como el feminismo, empoderamientos, Perversiones sexuales LGTBIQ, y antirracismo. Toda esta basura ideológica conviene aclarar que viene de los EE.UU. Los grandes capitalistas se unen y fomentan esto para que todo siga igual. Estas ideologías blandas, débiles, posmodernas dejan las cosas como están. Los dioses blandos, débiles son una excelente vía para conseguir pingües beneficios económicos. Finalmente, han venido para ganar dinero. R.R. Reno parte de 1945 y desde entonces ha habido un desarrollo coherente, continuo de la ideología progresista ecualizadora de izquierda y derecha. La sociedad abierta de Popper nos ha llevado a la barbarie y a defender la barbarie. Hayek defendía que todo es mercado. Ambos son de la derecha conservadora. Para eso ha quedado la derecha: para sostener en el fondo lo mismo que la izquierda: que los valores tradicionales no sirven. Las normas de la tradición occidental no eran enteramente razonables y humanas. Por lo demás, una de las consecuencias de la situación posterior a 1945 es la disolución de la idea de verdad. La verdad no existe, dicen los progresistas. Sin embargo, ellos defienden que su enfoque es el bueno, el mejor, el verdadero y a quien no está de acuerdo lo denominan fascista, término que en el fondo sirve para descalificar ad hominem, insultar porque el fascismo terminó en 1945. Ni saben lo que significa el fascismo ni pueden definirlo por lo que es una olla podrida donde cabe todo lo que ellos digan y quieran. El antifascismo “Confiere una superioridad moral a las élites legitimadas al asimilar cualquier crítica de los efectos de la mundialización a la deriva fascista o racista”. El fundamentalismo democrático sirve para legitimar el nuevo orden político e ideológico. “Es la religión de los Derechos Humanos y la Democracia, con su derecho de intervención armada, sus bombardeos humanitarios, sus tropas de misioneros sin armas, sus coadjutores oenegeros y sus sacerdocios hipócritas.” Unos nuevos clérigos, unos nuevos oratores. R.R. Reno es un teólogo católico y desde el catolicismo escribe. La nostalgia por los dioses olvidados, los dioses fuertes, lo sagrado, la trascendencia impregna su análisis del presente. –Dios ha muerto- Nietzsche dixit. El dios se retira, Heidegger dixit. Esto es efecto del debilitamiento posmoderno. Decía Nietzsche que el cristianismo debilitaba, que provocaba decadencia, nihilismo. Heidegger afirmaba que la filosofía tradicional occidental, la ontoteología era un vector de nihilismo que a la larga culminaba en un nihilismo pasivo que destruía lo sagrado. La idea dominante es que todo lo que es fuerte, conduce a la opresión, mientras que la libertad y la prosperidad requieren de lo débil y de lo relativo. Es el antifascismo y el antitotalitarismo. Es éste fenómeno de decadencia un fenómeno europeo occidental que el resto del mundo no quiere, no acepta, no compra. Ocurre más bien todo lo contrario. No cabe por lo tanto descartar el fin de Occidente, su caducidad. Nada bueno puede construirse desde la debilidad. Un fantasma recorre Occidente: el fantasma del fascismo, que nadie define ni sabe definir. Los progresistas e izquierdistas de todo jaez, laya, calaña y ralea se creen que están en los años 1930 y que la Komintern aún existe y que el franquismo no ha terminado y todo ello para legitimar sus fracasos sus parafilias y la endeblez de sus ideologías. Todo lo que no sea el paradigma progresista dominante es fascismo, nazismo, etc. Siguen siendo antifascistas sin fascismo y siguen siendo antifranquistas sin Franco. Viven de engañar al vulgo con esas supercherías para tontos de baba, pero ¿Qué le vamos a hacer? La izquierda siempre fue una estafa, “nuestras sociedades se están disolviendo. La globalización económica hace trizas el contrato social. La política identitaria desintegra los vínculos cívicos. Un multiculturalismo antioccidental oriundo de Occidente priva a la gente de su herencia cultural. La inmigración masiva reconfigura el paisaje social. El noviazgo, el matrimonio y la familia ya no dan forma a nuestra imaginación moral. Todas las fronteras son porosas, incluyendo aquella que separa a los hombres de las mujeres. Decenas de miles de personas mueren de sobredosis. Cientos de miles son abortadas”. Esto es una pequeña muestra del elenco de aberraciones y de síntomas de degeneración y decadencia por los que estamos pasando. Después de 1945 aparece el consenso socialdemócrata en torno al Estado social, al estado de Bienestar. R.R. Reno lo denomina “consenso de la posguerra”. Se trata de “la atmósfera de opinión que sustenta a estos imperativos anti. Si bien ha habido disputas políticas entre izquierdas y derechas, no hay sido más que rivalidades fraternales”. Gustavo Bueno habló también de la ecualización entre izquierda y derecha en las democracias de mercado pletórico de bienes. Esto condujo a un agnosticismo moral, a un relativismo, a lo que R.R. Reno denomina desregulación cultural. El imperativo antifascista, antiautoritario conduce al relativismo político y moral. Ahora denuncian al populismo como un terrible peligro para sus intereses y para lo que tienen establecido. El consenso de la posguerra o consenso socialdemócrata no sólo es político. En las artes, la ideología, la moral se advierte el debilitamiento. Todo el cortejo de iniquidades ideológicas que abarca el progresismo y la ideología dominante del mercado pletórico de bienes aparecen por doquier. Esto no sólo se limita a los partidos de izquierda o socialdemócratas, sino también a la derecha liberal, democristiana. Este antifascismo y este antiautoritarismo progresista de derecha y de izquierda, ecualizadas ambas ha configurado una teoría general de la sociedad capitalista nueva. R.R. Reno lo resume diciendo que no hay convicciones tradicionales, creencias fuertes. Es el gobierno de la blandura, de lo fluido, de lo líquido. Ataque a la filosofía tradicional, a la metafísica. Es un patrón de debilitamiento, de pensamiento débil como diría Vattimo. Esto desemboca en el relativismo y en el cosmopolitismo globalista. Se cultiva la insoportable levedad del ser en un nihilismo pasivo que ya predijo Nietzsche. “Puede resultar desatinado definir el consenso de la posguerra como abierto y debilitador. La corrección política es cerril, severa y punitiva. Pero es necesario distinguir entre la realidad sociológica del consenso dominante –que, por definición, tiende a la dominación- y su contenido. Es cierto, el consenso de la posguerra censura la opinión, en ocasiones con mano de hierro. Pero lo hace para imponer lo que imagina como la mejor opción para la sociedad en su conjunto: la disolución, la desintegración y la desconsolidación; en una palabra: la apertura•. Ejercer la parresía en contra es peligroso. La libertad se mide por la disidencia capaz de ser soportada por el sistema social y político. La sociedad y sus instituciones se pulverizan, se atomizan. “En el siglo XXI, la oligarquía y la existencia de una élite que no responde ante nadie son una amenaza para el futuro de la democracia liberal mucho más grave que el retorno de Hitler.” Creo que el principal fallo del autor es que remonta su análisis de la modernidad a 1945, cuando nosotros pensamos que el asalto a la razón, causa de todos nuestros males presentes, proviene del siglo XIV con Guillermo de Ockham y el protestantismo. “Occidente se encamina hacia una crisis, mas no por causa de un defecto originario de Guillermo de Ockham, de la Reforma, de John Locke, del capitalismo o de la ciencia y la tecnología modernas. El protestantismo supuso el triunfo del subjetivismo y por lo tanto del pesimismo y del relativismo y del irracionalismo actuales. Sir Karl R. Popper fue uno de los ideólogos que abogaron por la sociedad abierta capitalista, liberal criticando duramente a Platón, a la tradición metafísica en general. Tampoco Hegel ni Marx sirven. Con su criterio de demarcación entre ciencia y metafísica denominado falsación no podemos nunca saber qué teorías son verdaderas, sólo podemos saber que aún no son falsas y que debemos poder saber en qué condiciones podrían ser falsas. Es la falsabilidad. Una teoría científica debe ser falsable. Verdadera no podemos saber nunca si lo es. Hay que restringir al ámbito de lo falsable las afirmaciones. En parecidos términos opera John Rawls quien afirma “que no debemos gobernar la sociedad de acuerdo con tesis metafísicas (doctrinas abarcadoras).” “En opinión de Popper, las verdades fuertes son dioses fuertes: lejos de estar abiertas al examen crítico y la falsación empírica, reclaman nuestra lealtad. Por eso constituyen una amenaza para las normas liberales. Son enemigas de la sociedad abierta.” Rawls se conforma con establecer un procedimiento decisorio más que una política con debates acerca de lo justo o injusto, lo bueno o lo malo. Justicia es imparcialidad. Abandono de la metafísica y de los valores. Necesitamos libertad e igualdad legal. No se discutirá sobre los fines, sino sobre los medios, los procedimientos. En una democracia, decía Aristóteles, cada cual puede vivir como quiera. Por ahí van las ideas actuales de desterrar los dioses fuertes. Popper tiene alergia a la idea de verdad “contesta con evasivas; habla de sentido en lugar de hablar de verdad.” Para Popper conseguir una sociedad abierta exige renunciar a la verdad fuerte. En el fondo Popper pretende impedir el retorno de los dioses fuertes para garantizar la sociedad abierta. La tradición metafísica occidental viene a decir Popper es intrínsecamente autoritaria. También la Escuela Crítica de Francfort participó en la difusión del antifascismo progresista sin fascismo. Adorno y Horkheimer, dos marxistas heterodoxos no soviéticos, no reformistas, en tierra de nadie situados, dos filisteos ideológicos se encargaron de propagar el mito del fascismo inexistente después de 1945 como elemento fundamental de la personalidad autoritaria capitalista. “Ninguna tendencia político-social supone una amenaza más grave para nuestros valores e instituciones tradicionales que el fascismo”, declaran. Aunque el fascismo fue derrotado en el campo de batalla, el peligro permanece. Las sociedades occidentales están llenas de “fascistas en potencia”, de personas propensas al “pensamiento antidemocrático”. Ha estado muy sobrevalorada la Escuela de Francfort. Unos cantamañanas. Se trata de la renuncia a los valores tradicionales, a las convicciones fuertes, a quienes tienen un fin o sentido para la existencia humana. De ahí puede surgir una personalidad autoritaria, un fascismo en potencia. Adorno y Horkheimer forman parte del consenso progresista liberal y socialdemócrata posterior a 1945. No buscan ni aspiran a la verdad. Consenso de la sociedad abierta. Mientras que antes de 1945 se asociaba fascismo con homosexualidad, a partir de 1945, de la mano de Adorno y Horkheimer, la familia tradicional, heteropatriarcal, normal, tradicional se piensa que de ahí surge el fascismo y el autoritarismo y que la homosexualidad es de buen tono y es no totalitaria y abierta. Popper acabó repudiando el dogmatismo marxista. “Pese a ello, mantuvo siempre una visión generalmente progresista de la vida económica y social.” Jorge Soros, el financiero y especulador progresista globalista fue alumno de Popper en la London School of Economics. Su instrumento fundamental, grupo de presión, ONG, es la Open Society Institute. La influencia de Popper está pues clara. Por ello no debemos extrañarnos de que Hayek y Popper se hicieran amigos. Ambos eran liberales. El diagnóstico al que llega Hayek no difiere del que hizo Popper. Ambos se esforzaron en evitar el autoritarismo. Los liberales abominan de las verdades fuertes, la metafísica, de los valores tradicionales. Desembocan en un relativismo, subjetivismo individualista. Hay que evitar la tentación totalitaria. Se busca la sociedad abierta que es la que garantiza el individualismo y la libertad, la sociedad abierta. Hayek dice que el mercado es antitotalitario. El mercado lleva al orden espontáneo, natural de una economía libre. En este consenso ideológico establecido entre izquierda y derecha, “Las verdaderas amenazas eran ahora las afirmaciones fuertes de verdad, las formulaciones metafísicas y las apelaciones a lo trascendente”. La corrección política exige mucha censura y además, “como animales sociales que somos, tendemos a vivir de acuerdo con la opinión dominante. Popper era consciente de ello; por eso promovió el establecimiento de la sociedad abierta como un proyecto urgente (y por eso esta necesita hoy de la censura continua de la corrección política)”. Porque el nuevo orden no es algo instintivo, ni natural, ni espontáneo, sino forzado, inventado, fabricado, impuesto. Se dictaminó el abandono de los valores tradicionales y punto. Lo mismo dígase del movimiento feminista, del movimiento mariconista y del movimiento eunuquista. El sistema burgués plutocrático capitalista fomenta estas causas minoritarias como parte del movimiento hacia la sociedad abierta. Supercherías impuestas al vulgo, individualismo, subjetivismo. Quieren una sociedad antitotalitaria y disuelven las instituciones sociales para conseguirla. Lo mismo dígase del feminismo, del homosexualismo y del movimiento de los eunucos –hombres que se sienten mujeres y se mutilan genitalmente, disfrazándose farmacológica, quirúrgica y hormonalmente de mujeres y de mujeres que se sienten varones y que hacen lo mismo con sus cuerpos- Dicen que esto es liberación. Yo lo llamo castración. El sistema social capitalista ha acabado cantando las excelencias morales y éticas y políticas de estas aberraciones ideológicas, de estas supercherías. Todo esto ha sido propiciado desde la izquierda y desde la derecha, generándose así una ecualización política, un consenso de izquierda y derecha. Se advierte la verdad de la tesis nietzscheana de la muerte de Dios con la crítica que ha sufrido el cristianismo desde 1945, que ya venía padeciendo desde mucho tiempo antes. Esto provoca el intento de adoptar la ideología de los vencedores de la segunda guerra mundial por parte de la Iglesia Católica: “también el catolicismo trató de relajar sus restricciones y hacerse más abierto, “más pequeño” y más ordinario. Aprobó una versión demótica y vernácula de la misa y adoptó un estilo horizontal y terreno para la arquitectura de sus templos. Algunos de los documentos católicos más influyentes de mediados del siglo XX defendieron una colaboración estrecha con el humanismo de la posguerra, tan estrecha que daba la impresión de que la fe trascendente de la Iglesia había sido reformulada como un proyecto inmanente de liberación política o autoconocimiento personal.” La Iglesia Católica se ha protestantizado y se ha hecho progresista. Ni está ni se la espera. Algo vacío, folklórico, no existe efectivamente. Lo notamos claramente por ejemplo en la sociedad española. La Iglesia sólo busca sobrevivir y recibir subvenciones a través de sus organizaciones no gubernamentales. No defiende sus valores tradicionales ni sus ideas, ni su moral. La Iglesia Católica ha desaparecido. Otro ejemplo de un autor de esta época de dioses débiles, de pensamiento débil, de caída y derrota del pensamiento lo constituye John Rawls (1928-2002). “Según Rawls, la reflexión política rigurosa nos lleva a descubrir que debemos mantener nuestros “valores esenciales” fuera de la política”, La justicia es imparcialidad, algo procedimental, sin cosmovisiones, sin contenidos filosóficos o teóricos. Es una justicia sin metafísica. Milton Friedman desde una posición liberal capitalista llega a conclusiones parecidas. Por eso apuesta por la privatización de la economía y por la reducción del Estado. “La privatización, promete Friedman, nos permitirá eludir el conflicto político y reducir el Estado. Esto servirá para promover la libertad y frustrar los planes de todos los tiranos que tratan de oprimirnos, desde el más diabólico de los ideólogos.” Friedman pretende privatizar la vida política. Ir a lo pequeño, de eso se trata. No una gran política de la que hablaba Nietzsche, sino una política pequeña, de andar por casa. Eso es lo que llaman la sociedad abierta. Es lo que Max Weber llamaba el desencantamiento del mundo y lo que Nietzsche llamaba la muerte de Dios y el nihilismo. Desregulación liberal económica y desintegración cultural y moral son dos líneas del proyecto posmoderno progresista que está en marcha en los países occidentales. Derrida, otro impostor intelectual, otro sofista progresista francés, como Foucault, por ejemplo, inventó la deconstrucción. Lo suyo es desmontar la metafísica occidental. No cree en la verdad ni en el conocimiento. Es un filodoxo. Todo es lo mismo. Todo da igual. El colmo del nihilismo pasivo. Este sofista decadente ha disfrutado de una inmerecida fama durante decenios. Un sofista sin importancia. La deconstrucción de Derrida desemboca en la trivialidad, en la nada. Nada de admirable hay en este sujeto. La filosofía de Derrida destruyó la credibilidad intelectual del marxismo. Derrida desemboca en un individualismo burgués, nihilista, progresista, subjetivista. Todas estas iniquidades y supercherías sofísticas conducen a nuestra situación presente: el fin de Occidente. “sabemos que hemos llegado a un callejón sin salida.” Todo se configura en nuestro presente como un proyecto de debilitamiento de la civilización occidental como destino si no remediamos esto. En 1989 tuvo lugar el derrumbe del comunismo, del socialismo real y ello sin intervención ninguna de la OTAN ni de Occidente. Se desplomaron ellos solos sin violencia, sin hacer ruido. “No podíamos imaginarnos entonces que el triunfo en esa lucha a vida o muerte dejaría a Occidente desarmado frente a toda la fuerza del consenso de la posguerra y su hostilidad hacia los dioses fuertes. Libre ya de la amenaza existencial del comunismo, el consenso occidental de la posguerra se encaminó hacia la pura negación, dejándonos un sueño utópico de política sin trascendencia, de paz sin unidad y de justicia sin virtud.” Otro ideólogo del posmodernismo, del progresismo es Gianni Vattimo. Enseña hermenéutica. Una filosofía derivada de Heidegger y de Gadamer. “Para él, la filosofía consiste en buscar ”ontologías de actualidad”, lo cual significa delinear el contexto de un discurso filosófico que tenga sentido aquí y ahora, y no discernir las estructuras permanente de la experiencia y el conocimiento humanos”. Es mejor cultivar la trivialidad, la superficialidad y no preocuparse de lo profundo, que lleva a la metafísica y que estorban en el camino del progreso social. Es pues Vattimo un ideólogo de lo presente y sólo centrado en lo presente, en la actualidad. Pretende fomentar el progresismo. No es un gran pensador. Es un ideólogo, propagandista, periodista, sofista. Vattimo era la trivialidad y la superficialidad en grado máximo. Un hombre sin la menor importancia como todos los posmodernos. También los teólogos han colaborado en la instauración de este estado de cosas. Primero los protestantes con su irracionalismo, su fideísmo y su subjetivismo individualista atroz. Son los teólogos de la muerte de Dios. Interpretan el debilitamiento de Occidente como un signo del triunfo del cristianismo. Es la secularización, el desencantamiento. “El cristianismo es, por ende, antirreligioso, si por religión entendemos una aspiración a la trascendencia. El verdadero evangelio de Cristo crucificado no es la liberación del pecado y la muerte; es la liberación de la búsqueda compulsiva y antiterrenal del Dios de las alturas, una liberación que nos permite vivir centrados en la solidaridad con el prójimo en el mundo presente, en lugar de aspirar a la dicha del mundo futuro.” Vattimo quiere un pensamiento débil, indefinido, fluido, líquido. La noche en la que todos los gatos son pardos. La verdad es el aquí y el ahora, una moral de situación, cambiante, relativa. No hay verdad. La secularización de las sociedades occidentales es un triunfo del cristianismo. El debilitamiento es el triunfo del cristianismo. La salvación es más aligeramiento que justicia. Entonces como decía Orwell: la guerra es la paz, la estupidez es la inteligencia, el hombre es la mujer. A esto nos conducen los ideólogos: a pensar de esta manera estúpida y progresista. La ignorancia es la sabiduría. No hay que saber nada. Hay que creer y repetir las consignas emanadas de los ideólogos. La educación no transmite conocimientos, sino doctrinas, destrezas, críticas, consignas. Sin verdades firmes, sin objetividad. Un ciudadano culto es un experto en no creer en la verdad trascendente, en desenmascarar las pretensiones de verdad como instrumentos racistas, patriarcales o de dominación clasista. Es un escéptico. Esto desintegra las instituciones sociales como la familia, el matrimonio, el patriotismo. “Este mismo patrón de debilitamiento marcó la obra del pragmatista estadounidense Richard Rorty, que adoptó un enfoque decididamente antimetafísico, definiendo la verdad como “aquello que tus contemporáneos te permiten decir”. Otro ideólogo del consenso posmoderno, progresista es John Rawls. Define la justicia como legitimidad, imparcialidad. “las formas de pensamiento fuertes, o lo que Rawls llama “doctrinas abarcadoras”, deben ser mantenidas al margen de la política. “La razón pública” debe gobernar la vida pública, y la razón pública se limita a aquellos argumentos que están abiertos a todo el mundo, esto es, a los argumentos que se ajustan al principio popperiano de la gobernanza científica.” Apoyar la sociedad abierta, debilitamiento de los valores e ideas y verdades, de la moral, a fin de cuentas. Vattimo asocia la metafísica con el autoritarismo. La búsqueda de la verdad nos lleva al fanatismo y a la intolerancia. Debemos pues suspender el juicio como Pirrón. Hay que defender y proteger a la sociedad abierta de la verdad. Debilitamiento de la idea verdad. Esto garantiza la sociedad abierta. Diálogo, tolerancia, consenso, democracia, comunicación. Etc. Estos son ideólogos de medio pelo, eruditos a la violeta, sofista, impostores editoriales e intelectuales. Progresista en suma, que es como decir que no son nada. Nietzsche decía que la muerte de Dios producía un inmenso vacío, el nihilismo del último hombre, faltan las metas, la existencia heroica, el culto a la excelencia. Agotamiento de todos los sentidos. Heidegger por su parte afirmaba que “La retirada de los dioses fuertes de la cultura occidental deja un peligroso vacío.” Un mundo sin hogar, una sociedad del riesgo, de la nada, del relativismo moral, ético, religioso, antropológico. Heidegger, igual que Carl Schmitt, criticaba el imperialismo anglosajón. “A Heidegger le preocupaba nuestra predilección por la autoafirmación, nuestra avidez por fabricar consuelos filosófico-espirituales –es decir, dioses falsos- que puedan tener manifestaciones técnico-prácticas. La perspectiva de Heidegger era fuertemente antiamericana. Consideraba a los Estados Unidos como una fría máquina de producción y consumo que amenazaba con inundar Europa con su culto al éxito mundano.” El desencantamiento del mundo, la muerte de Dios y de los valores tradicionales es visto por los ideólogos posmodernos como una bendición divina, no como un destino aciago. Nos libera de los dioses fuertes, garantizando así la paz de la indiferencia. “La retórica del “debilitamiento” encaja perfectamente en el proyecto económico y cultural neoliberal, un proyecto de fronteras porosas y fluidez infinita, un utopismo inquieto que busca constantemente nuevas fronteras que transgredir. Buena prueba de ello es la presente obsesión con la ideología transgénero.” Las supercherías más dañinas y absurdas se imponen por parte de los ideólogos y de la clase política. Vattimo fue un ideólogo del pensamiento débil, del posmodernismo, del nihilismo pasivo. El triunfo del relativismo, del subjetivismo individualista forma parte del consenso de los regímenes democráticos de mercado pletórico de bienes de nuestra época. Todo al servicio del mercado pletórico de bienes y de la expansión de la forma social mercancía. “La obra de Gianni Vattimo cayó en mis manos hace más de doce años. Aquello fue una bendición, porque me ha ayudado a ver la lógica subyacente al consenso cultural dominante, que cada día encuentro más disfuncional y opresivo.” Encanallamiento moral, encallecimiento moral es lo que caracteriza nuestra época progresista. Al final, son malos tiempos para la filosofía y para el buen sentido. El debilitamiento ha sido la trayectoria de Occidente. En especial desde 1989. Es la decadencia o el fin de Occidente. “El debilitamiento del Ser se ha convertido en la forma de pensar obligatoria.” En el fondo se considera que hemos llegado al fin de la historia. Hemos inventado la felicidad, dicen y parpadean. El proyecto progresista, posmoderno es un proyecto de debilitamiento, de agotamiento de los sentidos, de las metas. Es la derrota del pensamiento, el pensamiento débil. Nos intentan convencer de que eso es bueno y conveniente. “Occidente está llegando a un callejón sin salida porque nuestra clase dirigente, educada en el consenso de la posguerra y leal al mismo, insiste en que debemos ser una sociedad sin hogar. Y no es sólo cuestión de estilos arquitectónicos. La sociedad abierta nos educa en el desasentamiento, nos enseña a no abrazar convicciones estables ni amores comunes.” Derrida, el sofista, el impostor nihilista decía que esto era un juego. La trivialidad en filosofía. Para estos sofistas de la apariencia, de la doxa, es bueno ser unos tocacojones o estafadores intelectuales. El proyecto de todos estos sofistas es la demolición, decirnos que todo es nada y que da todo igual. Esta basura ha destruido las sociedades occidentales con su cortejo de iniquidades, falsedades y supercherías. “La mayor parte de los profesionales educativos creen que es buen que los niños pequeños tengan profesores transgénero”. Y sin reparar en las consecuencias ni en lo que de bueno o malo pueda haber en semejantes adefesios y mamarrachos antinaturales. El cultivo de la anormalidad nunca fue ni será bueno. “Su opinión es contraria al más elemental sentido común, que nos dice que los niños necesitan del equilibrio que proporciona la conformidad con la realidad humana, en cuyo núcleo se halla la dicotomía entre varón y hembra.” Es que a fin de cuentas somos animales de reproducción sexual. Lo demás son cuentos y tonterías que no resisten el más mínimo análisis. Las élites políticas, económicas, sociales progresistas no viven de acuerdo con lo que ellos predican y nos predican. Van a los mejores colegios, a los mejores hospitales y viven en los mejores barrios y así no sufren las desagradables consecuencias de las políticas públicas impulsadas por ellas para el pueblo, que no puede escapar de las consecuencias indeseables producidas por tales políticas relativistas, nihilistas y destructoras de las instituciones sociales y de los valores básicos de la civilización occidental. Las reacciones frente a tal estado de cosas son calificadas como fascismo. Sabiendo que el fascismo terminó en 1945. “El populismo es más que una rebelión contra la subcontratación, la corrección política y el exceso de inmigrantes. Es un rechazo del consenso de la posguerra. Esto aterroriza a nuestra clase dirigente, que ha sido educada en la convicción ahistórica de que los imperativos de la sociedad abierta son la única base legítima para las disposiciones económicas y políticas. Todas las demás alternativas, en opinión de nuestro establishment, nos llevan de vuelta al fascismo. Son caminos de servidumbre.” Se coloca la diversidad por encima de la justicia. La diversidad se ha convertido en un valor al que hay que perseguir como un fin en sí mismo. Cultivo de las perversiones sexuales, descrédito de la familia, el matrimonio, la paternidad, la maternidad, políticas abortistas, antipatrióticas. El proyecto progresista es debilitamiento, división, disgregación. Cuando no se está de acuerdo se te llama fascista, se te encapsula en la extrema derecha, la ultraderecha y más allá. Lo que hacían y decían los comunistas de sus adversarios políticos en los años 1930 llamándolos fascistas, se sigue haciendo ahora, hoy en día. El término fascista ha pasado de ser una denominación ideológico-política a ser un insulto. Se ornan con las afirmaciones de que son antifascistas, antirracistas, etc. Y parpadean. Se invalidan elecciones cuando el pueblo se equivoca no votando en favor de la OTAN, la UE o del progresismo. Por todas partes y en todos los frentes el progresismo intenta prevenir el retorno de los dioses fuertes. La invasión mahomética de Europa por inmigración es un recurso valioso para las élites políticas, distanciadas y enemigas de los ciudadanos. Las clases políticas europeas defienden el yihadismo. Fronteras abiertas, oídos sordos al pueblo, a sus quejas y sus protestas. El pueblo no comprende las virtudes del Islam en Europa. El consenso político, ideológico posterior a 1945 está arrasando Europa. “Cada vez más votantes de Occidente perciben la extraña incapacidad de nuestra clase dirigente para afirmar su lealtad hacia aquellos a quienes dirigen. Y los votantes sospechan, acertadamente, que sus dirigentes no están dispuestos a protegerlos de la competencia económica y el desplazamiento cultural.” Es la democracia sin el pueblo y contra el pueblo. La rebelión de la democracia gobernante contra la democracia gobernada. Ahora se adivina un movimiento pendular en sentido opuesto: hacia el retorno de los valores, tradiciones, sentido común y el retorno de los dioses fuertes. Las clases políticas oligárquicas, progresistas, opulentas, se burlan del populacho y dicen que no sabe elegir lo que le conviene. “Cuando la clase dominante ignora al agitado populacho o se mofa de él ("despreciables”•, “conformistas”, “racistas”, “islamófobos”, “fascistas” y demás), la inquietud cristaliza en una actitud hostil.” La única solución es el retorno de los dioses fuertes, de las tradiciones, de las instituciones sociales, de las personas normales, de lo objetivo, del buen sentido, de la política, del interés nacional, del interés del pueblo, del patriotismo, de la verdad, de la racionalidad. “Los dioses fuertes no son ídolos de oro ni personajes de mitologías antiguas, como bien sabía Durkheim. Son todo aquello que tiene poder para inspirar amor: amor a la divinidad, amor a la verdad, amor a la patria, amor a la familia.” Se trata de desandar el camino progresista de debilitamiento, división, disgregación y de todo su cortejo de iniquidades. Que vuelva el buen sentido, la normalidad, que se acabe con las supercherías y las ideologías delirantes y el nihilismo. Si alguien no sabe distinguir entre un hombre y una mujer está perdido, entonces le dan igual una nación que otra, una cultura que otra y unos valores que otros. Todo es lo mismo. Nada vale nada.

martes, 7 de octubre de 2025

¿Qué es la democracia? 5. Gustavo Bueno.

¿Qué es la democracia? [y 5] Gustavo Bueno A partir del texto base de la conferencia pronunciada en el Colegio de Ingenieros de Asturias el día 24 de febrero de 2011, en Oviedo 1 · 2 · 3 · 4 · 5 Quinta parte Respuesta materialista a la pregunta «¿Qué es la democracia?» §1 Planteamiento de la oposición idealismo/materialismo en función de esta pregunta 1. Hay una tendencia, muy extendida (si no unánime) entre politólogos constitucionalistas o internacionalistas a considerar a la democracia, tal como ha ido cristalizando en nuestros días en las llamadas «democracias homologadas» de Occidente (tras la Carta de las Naciones Unidas de 1945, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y, sobre todo, tras el final de la Guerra Fría, consecutiva al desmoronamiento de la Unión Soviética a partir de los años 1990-91), como el sistema político «más avanzado» y, en realidad, como el único sistema disponible en nuestros días, incluso como el fin de la historia, en la conocida fórmula de Fukuyama. Un sistema solidamente asentado en principios positivos, y no ya en el «Derecho Natural», metafísico o teológico, sino en los tratados del «Derecho Internacional» y en las Constituciones políticas; «en consecuencia» definible al margen de oposiciones ideológicas (metafísicas, teológicas o filosóficas) tales como la oposición entre el idealismo y el materialismo, que nos ocupa. Porque la democracia –dicen hoy muchos– «no es ni idealista ni materialista», acaso con el mismo espíritu pragmático de quienes hace setenta y cinco años decían en España que «el hambre no es ni republicana ni monárquica». Pero esta tendencia a positivizar la concepción de la democracia, dentro del pacifismo del presente, cualquiera que sea el grado de su difusión, asume un camino erróneo, fingiendo acaso en el terreno del deber ser («la concepción de la democracia no debe ser ni materialista ni idealista») algo que se opone frontalmente a lo que ocurre en el terreno del ser (de la realidad), a saber, que el idealismo (lo que entendemos desde la filosofía materialista como idealismo) impregna enteramente la concepción actual de las democracias pacifistas, sobre todo cuando estas concepciones se exponen desde sus fundamentos. Por ello me referiré aquí al fundamentalismo democrático, antes que a la democracia, sin más. J. Maritain decía, en los tiempos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (asumida por todas las democracias homologadas, en cuanto contradistintas, por ejemplo, a las democracias vinculadas a la Conferencia de El Cairo de 1990): «Estamos todos de acuerdo [con los 30 artículos de la Declaración Universal] con tal de que no se nos pregunte por sus fundamentos.» Ahora bien, el desarrollo de la doctrina democrática pacifista, sobre todo a partir del final de la Guerra Fría, se ha llevado a cabo en un sentido fundamentalista: la democracia se considera como el único sistema aceptable (compatible con los derechos humanos) para implantar la paz, aún cuando no se duda, por parte de algunos Estados, en intervenir de hecho, incluso mediante acciones bélicas (y no sin protesta de algunos Estados, como pueda serlo Rusia), en determinadas circunstancias en las cuales, como es el caso de la guerra de Libia a partir de abril del año 2011 corriente, consideran los intervinientes (principalmente Francia e Italia, a los cuales hay que agregar a España) que un gobierno despótico, el de Gadafi, mantiene a la «sociedad civil» sometida a un régimen indigno dada su condición antidemocrática. Se reconoce que las democracias suelen adolecer de déficits más o menos graves (en cuanto a la forma de representación, en cuanto al incremento de la corrupción de políticos o de funcionarios, en cuanto a los niveles de educación democrática), pero se añade que todos estos déficits podrán ser corregidos «con más democracia», puesto que el fundamentalismo ve en la democracia la fuente de todos los valores. Por ejemplo, a raíz de la masacre que tuvo lugar en julio de 2011 en Noruega (en Oslo y en la isla de Utoya) por la acción directa de Anders Behring Breivik, el primer ministro noruego (y otros altos políticos de otros Estados) manifiestan la necesidad de incrementar la educación democrática de los ciudadanos a fin de prevenirlos contra doctrinas antidemocráticas (sin duda refiriéndose a ideologías nazis, pero también a las propias del terrorismo islámico). En cualquier caso se observará (por ejemplo, por Ahmed J. Versi, director del periódico británico The Muslim News) que la masacre de Oslo-Utoya fue atribuida a terroristas islámicos hasta que se conoció que su autor era un noruego de raza; a partir de entonces dejó de ser considerado terrorista el autor de la masacre y comenzó a ser tratado como un loco (¿por qué no se le consideró como un vikingo?). Con esto se estaba afirmando implícitamente que la causa de estos crímenes habría que ponerla en las doctrinas antidemocráticas que prenden en ciertos sujetos «psicópatas narcisistas» (como si el narcisismo más radical no quedase satisfecho, casi siempre, sin necesidad de recurrir a bombas o fusiles, como si el sujeto narcisista no se satisficiese plenamente colocándose una cresta escandalosa sobre su cabeza). La apelación, como causa del los crímenes horrendos de Noruega a la «débil educación democrática» de las sociedades actuales, incapaz de contrarrestar a las ideologías racistas (o culturalistas, cuando el concepto ideológico de identidad racial se sustituye por el correspondiente concepto político de identidad cultural), es la mejor prueba del idealismo histórico (según el cual las causas de los actos terroristas o de la guerra habría que ponerlas en las ideas racistas o culturalistas antidemocráticas). Una visión materialista no podría poner, como causa de los crímenes terroristas o bélicos, a las ideas sobre las razas o sobre las culturas –las que se atribuyen a Hitler, a Stalin o a Milosevic– sino las mismas razas o culturas institucionalizadas, que son las que moldean a los individuos, como moldearon a los vikingos noruegos que masacraban a los habitantes de las costas cantábricas o atlánticas durante la Edad Media. Pero, después del proceso de Nuremberg, los jueces encomendaron a psicólogos y a pedagogos reeducar democráticamente a los criminales terroristas o belicistas a fin de conseguir su reinserción social; si se aplicase esta doctrina lo único que habría que hacer sería reeducar democráticamente a Anders Behring Breivik, a fin de lograr su reinserción lo más rápidamente posible en la vida social noruega. 2. El fundamentalismo democrático (es la tesis que pretendemos demostrar en este trabajo) tiene una inspiración claramente idealista-voluntarista, no materialista, en el momento de concebir la democracia. Sin embargo no vemos razón alguna para interpretar la oposición entre las concepciones idealistas y las concepciones materialistas de la democracia como si fuese una oposición contradictoria, como una «dicotomía» que enfrentase disyuntivamente a dos tipos de concepciones de la democracia. Porque tanto la concepción idealista-fundamentalista, como la concepción materialista contrafundamentalista de la democracia, se refieren a la democracia misma y, en consecuencia, tanto la concepción idealista como la concepción materialista de la democracia pueden «compartir», si no ya una visión global de la democracia, sí contenidos particulares suyos muy importantes, pongo por caso, el concepto de Estado de Derecho o la distinción entre sus tres poderes conjuntivos (el legislativo, el ejecutivo y el judicial). Sin duda, la interpretación de estos contenidos será muy distinta en el idealismo y en el materialismo; y, lo que es más importante, estas diferencias no sólo afectarán a los «momentos nematológicos» (ideológicos, teológicos, metafísicos, filosóficos) del sistema democrático, sino también a sus «momentos tecnológicos». Por ejemplo, es evidente que los problemas económico políticos de cada momento habrán de ser «compartidos» tanto por un demócrata fundamentalista idealista, como por un materialista; pero el idealista (tanto si es liberal como si es socialdemócrata) tenderá a desentenderse de las catastróficas responsabilidades políticas de una crisis económica grave, confiando bien sea en la recuperación espontánea de la capa basal, bien sea en la ayuda de otros Estados solidarios (a través de rescates, de subvenciones o de emisión de deuda pública a largo plazo); mientras que el político materialista asumirá la responsabilidad inmediata de atender a la capa basal de su nación, si busca la recuperación de la catástrofe. No hace falta insistir en el hecho de que las medidas sociales, militares o diplomáticas que el materialista deberá tomar en el terreno tecnológico serán muy distintas de las que tenderá a tomar el demócrata idealista. Dicho de otro modo, la contraposición entre el idealismo y el materialismo, en el entendimiento de la democracia, no se mantiene exclusivamente en el terreno de los epifenómenos, como algunos interpretarán, el momento nematológico. §2 La ideología implícita del fundamentalismo democrático idealista considerada desde el materialismo 1. El momento tecnológico de una sociedad democrática, como el de cualquier otra sociedad política, aunque tienda a ser circunscrito por la doctrina del Estado de Derecho (una doctrina jurídica, constitucionalista o internacionalista) en el eje circular del espacio antropológico, comprende o participa también, necesariamente, del eje radial y del eje angular constitutivos de este espacio. Y esta participación se refleja, ante todo, en el momento nematológico de un modo más o menos explícito. Por lo demás, la inscripción directa de cada contenido en un eje dado es, en general, abstracta, puesto que, con frecuencia, cada inscripción en un eje tiene lugar a través de los otros dos. 2. Las democracias tienen componentes tecnológicos que se inscriben, desde luego, en el eje circular del espacio antropológico, y tanto cuando las democracias son consideradas en sí mismas como sociedades soberanas (por ejemplo como Estados nacionales, reconocidos por el derecho internacional), como cuando son consideradas en sus relaciones con otros Estados, es decir, en sus relaciones internacionales públicas o privadas. Por ejemplo, la capa conjuntiva de cada sociedad democrática (con sus tecnologías legislativas, ejecutivas o judiciales) se inscribe íntegramente en el eje circular; la capa cortical –la tecnología de su diplomacia o de su marina de guerra, por ejemplo– se inscribe también en el eje circular. Más aún, estas «inscripciones», en tanto no son puntuales (para cada punto o segmento del tiempo circular), es decir, no se mantienen únicamente en la Realpolitik del presente inmediato, porque se extienden necesariamente hacia el pasado más o menos lejano (la Historia, las genealogías de los conflictos pretéritos que se ponen en el origen de los presentes...) y, desde luego, hacia un futuro infecto, pero indefinido (tanto como la eutaxia de cada Estado). El desarrollo de estas tecnologías (por ejemplo, el desarrollo de planes y programas de alcance secular, o bien, el desarrollo de la historia nacional de las instituciones hacia los límites de su prehistoria, con objeto de trazar, por ejemplo, las lindes con Estados vecinos) se mantendrá, en lo posible, en el terreno positivo de sus contratos o tratados positivos con Estados particulares definidos. Sobre estos tratados o pactos se edifica el derecho internacional positivo, cuya fuerza de obligar deriva exclusivamente de la presión que puedan ejercer los demás Estados firmantes del tratado, pero no deriva, en modo alguno, de principios metafísicos éticos o morales del llamado «derecho natural», como pueda serlo, por ejemplo, el principio Pacta sunt servanda (deben respetarse los pactos). Todavía Kelsen lo consideraba como un principio fundamental del D. I.; pero sólo tiene fuerza de obligar cuando efectivamente presionen los Estados implicados sobre uno dado; cuando esto no ocurra el principio perderá toda sy fuerza pragmática normativa. Ahora bien: sin perjuicio de la positividad tecnológica «punto a punto», el momento nematológico tendrá que asumir la perspectiva global del «Género Humano» (de la Humanidad, del Hombre). Y ello sin necesidad de sustantivar este «género humano», como si fuera una entidad separada (jorismática) respecto de los Estados particulares. El «Hombre» de la Declaración Universal de los Derechos Humanos no es una entidad separada no ya de los individuos humanos sino de los Estados particulares, puesto que solamente existe y evoluciona a través de aquellos Estados o pueblos. No es el hombre, no son los hombres, los sujetos de derechos o los sujetos del deber; son los hombres integrados en Estados definidos (griegos, romanos, iberos, galos o chinos), y en conflicto o cooperación mutua. Sin embargo, precisamente por la reciprocidad y la transitividad de estas relaciones entre los hombres de los diversos Estados (y, con ellos, de las correspondientes culturas, razas, religiones...), se hace necesario establecer como referencia una idea universal del hombre a título de invariante (o género posterior) de los pueblos, Estados, culturas u hombres. Y si es cierto que en el Antiguo Régimen (por no decir también: en las redes constituidas por Estados del pretérito) esta entidad englobante –el Género Humano– quedaba establecida en Occidente por la teología cristiana (el género humano creado por Dios, caído y resucitado a través de la figura de Cristo, como hombre-Dios), los llamados «derechos humanos» (de 1789) tuvieron como antecedente los derechos y los deberes de los cristianos en toda la universalidad católica (y esta es la razón por la cual Pío VI pudo condenar la Declaración de los Derechos Humanos de 1789). Sin embargo, las tecnologías de los derechos humanos del Nuevo Régimen era muy similares a las tecnologías correspondientes del Antiguo Régimen. El principio cristiano de la igualdad de los hombres en Cristo («ya no hay griegos ni bárbaros, ni judíos ni gentiles»), implicaba una tecnología pedagógica y dialogante orientada a alcanzar la resolución pacífica de cualquier tipo de conflictos que surgieran en el medio de la Pax Christi; en el Nuevo Régimen la tecnología de las relaciones entre los pueblos se orientará por la finalidad de lograr una paz perpetua, proclamando la deslegitimación de la guerra (Tratado de París de 1931), mediante la consideración de la guerra como una metodología propia de la época del salvajismo («la guerra no existe en la civilización»), y mediante la sustitución del principio de Clausewitz («la guerra es la continuación de la política por otros medios») por el principio pacifista («la política excluye la violencia, y la guerra es el fracaso de la política»). Tras la Segunda Guerra Mundial (Carta de las Naciones Unidas de 1945) los Ministerios de la guerra comenzarán a denominarse Ministerios de defensa, se tendió a sustituir al soldado de leva por el soldado mercenario; el objetivo inmediato sería el desarme total, y no sólo el de las armas nucleares; y las acciones bélicas no se llamarán guerras sino «misiones de paz». La diferencia entre las tecnologías del antiguo y del nuevo régimen afectarán sobre todo a la nematología: Cristo, el hombre Dios, será sustituido por el Género Humano, aunque con funciones similares a las de la deidad cristiana. Sobre todo en lo concerniente a sus relaciones con otros seres de la Naturaleza: el «hombre» de los derechos humanos será también el único y soberano; muy pronto, sobre todo en Alemania, la Gracia, que a través de Cristo y del Espíritu Santo elevaba a los hombres sobre los animales y sobre los demás seres vivientes que pudieran existir en la Tierra o en los Cielos, se transformará en Cultura (en el Reino de la Cultura). El Espíritu Santo comenzará ahora a soplar en la humanidad a través del Volksgeist del «espíritu de los pueblos», Cada pueblo, «poseedor de una cultura propia», podrá constituirse en Estado soberano. Constatamos, en resolución, cómo el escueto positivismo de la nematología democrática (que se limita a suponer que la normativa pacifista impuesta a los ciudadanos está ya conseguida y consolidada) contiene un desaforado idealismo metafísico detrás de sus fórmulas «positivas». El idealismo de la idea del Género humano soberano que actúa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 como fuente de todos los demás valores y derechos vigentes. 3. La visión idealista de las sociedades democráticas como unidades políticas capaces de vivir, por tiempo indefinido, «en paz y en libertad», también desborda ampliamente el ámbito de los contenidos del eje circular del espacio antropológico, e incorpora necesariamente importantes contenidos del eje radial. Y, puesto que en el eje circular, las sociedades políticas se consideran como miembros de una «comunidad universal única», como un todo «cat-ólico», de duración indefinido, se hará preciso reconocer un ámbito radial finito, el que está constituido por la esfericidad de la Tierra, en cuyo seno podrán ir formándose las capas basales que suministran la materia y la energía necesarias para la subsistencia y el desarrollo de las sociedades políticas. La armonía entre las partes del todo reconocidas en el eje circular impulsará la comunicación de las diversas sociedades políticas mediante el comercio pacífico y justo, y será el origen de una intrincación progresiva de las partes de las capas basales de cada Estado con las partes de las capas basales de los demás Estados. Con ello se alcanzará una suerte de disolución de la capa basal de cada Estado en las capas basales de los restantes, así como recíprocamente (lo que equivaldrá a reconocer la extinción de los Estados, como unidades efectivas del proceso histórico). La supuesta armonía idealista de estas intrincaciones sucesivas será la razón por la cual se confiará en que los intercambios comerciales podrán llevarse a cabo pacíficamente (diplomáticamente) sin necesidad de recurrir a la guerra o a cualquier otro método violento. Dicho de otro modo: la «globalización» –sobre todo la globalización económica o basal– (pero también la globalización institucional, lingüística, cultural, &c.) será el principal mecanismo capaz de evitar que estallen guerras entre Estados soberanos democráticos y que tales guerras traigan causa del incremento demográfico o del agotamiento de una capa basal dada. Por otra parte, los viajes espaciales permitirán esperar futuras ampliaciones celestes de la capa basal de la sociedad humana. Esta esperanza también desborda, sin duda, los programas políticos circunscritos en el eje circular. 4. Por último, la visión idealista de las sociedades democráticas como la etapa más alta de la sociedad humana en cuanto sociedad soberana, también desbordará (tanto en los momentos tecnológicos como en los nematológicos) los límites positivos establecidos como fronteras del campo antropológico. La soberanía del Género humano necesitará ser redefinida por respecto de los demás seres vivientes no humanos, los que se representan en el eje angular. A saber, ante todo, los seres vivientes corpóreos (las diferentes especies, géneros, órdenes... de animales terrestres humanos y los supuestos vivientes extraterrestres no linneanos). También los hipotéticos seres vivientes incorpóreos, es decir, los espíritus puros (que son todavía tenidos en cuenta no solamente por los pueblos animistas sino también por muchos millones de hombres sujetos a las creencias de las religiones terciarias). Solamente en función de estos seres vivientes no humanos, aunque ellos no figuren en las definiciones estrictas circulares de la democracia constitucional o internacional, la sociedad democrática podrá alcanzar una definición obligada de sí misma, aunque ella desborde los estrictos límites positivos del eje circular en el que se inscribe la capa conjuntiva y se introducirá ampliamente en el eje angular (en el que se inscribe la capa cortical). Y es así como en las sociedades del Antiguo Régimen la «dignidad del hombre» se establecía por la superioridad de su soberanía sobre los númenes animales linneanos, sobre los vivientes corpóreos extraterrestres no linneanos, y sobre los espíritus puros, ángeles y arcángeles (vivientes incorpóreos). Así también, en las sociedades democráticas homologadas se mantiene enteramente vivo el interés por la exploración de los supuestos vivientes extraterrestres no linneanos (proyectos Ozma, Seti, Arecibo...), piedra de toque de nuestra «soberanía cósmica» heredera de la dignidad del hombre de los cristianos del Renacimiento. Y la posibilidad de un contacto, acaso cruento («guerra de Mundos») entre los hombres que forman parte de las democracias actuales con los vivientes extraterrestres, aún cuando esta posibilidad desborde ampliamente los límites en los que se definen las sociedades políticas democráticas, da lugar sin embargo a nematologías que justifican las tecnologías de las bombas atómicas que están en manos de algunas potencias nucleares, si es que sólo mediante la bomba atómica el «Género humano» podrá defenderse de los eventuales ataques de vivientes extraterrestres cuyo poder sobre nuestra soberanía humana es incalculable. §3 La concepción materialista de la democracia 1. La democracia no es una forma específica, entre otras formas del género «sociedades políticas», que pueda ser sustantivada (sustantivación que gramaticalmente está implícita en la expresión: «la democracia») como resultado de una abstracción total (porfiriana), como si fuera una forma jorismática separable de las democracias idiográficas, «realmente existentes», las que constituyen el conjunto atributivo de las democracias efectivas que actúan en el Globo, en la esfera terrestre. Una tal separación no es posible, no ya ontológicamente (por las razones generales que podemos acumular contra la sustantivación de los universales ante rem) sino tampoco lógicamente (precisamente por la imposibilidad de predicar distributivamente la forma específica en una sociedad política separada de las demás). Y si, de hecho, podemos forjar el concepto de democracia como forma separada, al menos «conceptualmente», es porque hemos comenzado por concebirla por abstracción formal en las democracias reales, de su capa conjuntiva, separándola de las otras capas constitutivas de la sociedad política, de la capa basal y de la capa cortical. Principalmente por que la capa basal de una sociedad política envuelve ya, en primer lugar, el re-parto de la totalidad de la esfera terrestre en territorios apropiados por cada sociedad política (con el único derecho natural que asiste a quien puede resistir la entrada de otras sociedades políticas o grupos humanos); y, en segundo lugar, la capa cortical implica el enfrentamiento de cada sociedad política con otras sociedades políticas vecinas y, en el límite, con todas las demás. Desde un punto de vista lógico podríamos redefinir el idealismo democrático como el formalismo que consiste en tratar a la capa conjuntiva de una sociedad política (capa en la cual suelen determinarse las diferencias que la democracia procedimental presenta respecto de las aristocracias o de las autocracias) como si fuese una forma separable, es decir, sustituible por otras formas específicas del sistema taxonómico (democracias-demagogias, aristocracias-oligarquías, monarquías-tiranías). Este idealismo democrático, en su versión formalista, es ejercitado habitualmente por los historiadores de la «democracia americana» del siglo XVIII, cuando la presentan como una forma de organización que, tras haberse probado en Europa frente a las iglesias presbiterianas, y aún a las anglicanas, habría sido «transportada» por el Mayflower en 1620 a las colonias inglesas de la costa este norteamericana que ulteriormente, y a través de la secesión respecto de la autoridad del rey Jorge III, se reunieron en Filadelfia en septiembre de 1774 y acordaron, a iniciativa de Washington (secundado por su antiguo ayudante Hamilton, a la sazón diputado en Nueva York, y por Madison, Joy, Franklin o Jefferson), en el Congreso de 1787, una Constitución por la que la confederación de las colonias norteamericanas se transformaba en un Estado federal, en una «república democrática» (como Jackson pudo llamar a su partido antes de que él se escindiera en dos grandes partidos que aún actúan, el partido democrático y el partido republicano). Frente a este idealismo democrático formalista, el materialismo rechaza la posibilidad de definir la democracia como una organización de su capa conjuntiva, como si esta fuese una forma transportable, en principio (según el proyecto vigente de «globalización» o universalización de la democracia sostenido por la élite de las democracias homologadas del presente), a las más diversas sociedades políticas, sean animistas africanas, sean extremo-asiáticas, sean las islámicas que se revuelven en estos días en Túnez, Egipto, Yemen, Libia, Siria... La concepción materialista de la democracia –o, en general, la concepción materialista de las sociedades políticas organizadas como Estados–, distanciándose de todo formalismo, vincula la capa conjuntiva de cualquier sociedad política –y, en particular, de la sociedad democrática, entendiéndola como sociedad de mercado pletórico–, a su capa basal y a su capa cortical. Y esto significa que desiste de hablar de democracia en sentido sustantivado, aunque sea sólo «conceptualmente», y propugna entender siempre el término democracia como un término predicado adjetivamente (sincategoremáticamente) de alguna sociedad que, por estar «dotada» de una capa basal, ocupa un territorio de extensión variable (10.000 km², 100.000 km²... 10.000.000 km²) pero definido idiográficamente (democracia letona, democracia noruega, democracia rusa); un territorio definido y delimitado por fronteras a través de las cuales actúa la capa cortical. Según esto, la democracia utilizada formalmente, sobre todo a través de su capa conjuntiva, sólo puede entenderse, como hemos dicho, como una suerte de término sincategoremático, que únicamente significa en composición con otros términos que impliquen su capa basal o su capa cortical; por ejemplo, en lugar de democracia nos obligaremos a decir «democracia suiza», «democracia francesa» o «democracia española». Con ello nos abstendremos de hablar de «enemigos de la democracia», en general, sustituyendo la expresión por la de «enemigos de la democracia española», por ejemplo (un proyecto secesionista que, como el del PNV, que se dice amigo de la democracia, habrá de ser considerado en realidad como enemigo de la democracia española). Es obvio que la concepción materialista de la democracia, sobreentendida siempre, no ya como una democracia real y concreta (distributiva) sino como una democracia determinada idiográficamente, no meramente por su «individualidad porfiriana» sino por su posición (basal y cortical) en el conjunto de las otras democracias (o aristocracias, o autocracias), y en general, en el sistemas de las sociedades políticas del planeta en una fase histórica dada. Las democracias reales, como cualquier otra forma de sociedad política, no son organizaciones fijas sino variables, en transformación constante. Y, por ello, requieren siempre su determinación histórica. Desde la perspectiva del materialismo la democracia determinada no ha de confundirse, por tanto, con lo que algunos llaman «democracia individual y concreta» (cuya materia sólo fuera accesible a la percepción sensorial). Se identifica con la democracia idiográfica, inmersa en una red de relaciones dada en el sistema de las sociedades políticas; una red que tampoco es accesible a la mera «percepción empírica». Con esto queda dicho que la diferencia entre las concepciones idealistas y las materialistas de la democracia no consiste únicamente en diferencias nematológicas (doctrinales, ideológicas, jurídicas) sino, ante todo, en diferencias lógicas, que tienen que ver con su estructura material (holótica) y con los conceptos o ideas correspondientes. 2. La concepción materialista de la democracia política asume naturalmente el postulado de la existencia política de la guerra, es decir, prácticamente, el principio de Clausewitz («la guerra es la continuación de la política por otros medios»). Un principio que, por lo demás, no es específico de la democracia, puesto que también afecta a las otras formas de organización política; simplemente no excluye a las democracias. En efecto, el principio de Clausewitz considera a la guerra como un conflicto entre repúblicas (Estados). Pero manteniéndose en la escala política, y no en la escala psicológico etológica que pone, como causas próximas de la guerra, principios tales como la ambición, la «necesidad de reconocimiento», el deseo de poder, o la «huida hacia adelante» de los políticos atrapados por sus dificultades domésticas. Causas que sólo alcanzan significado político cuando están implicadas en una estructura política. No será la ambición, sino la ambición política; no el afán de poder, sino el afán de poder político; ni es la huída hacia adelante de los políticos que quieren escapar de las amenazas internas, sino la posibilidad de que el Estado al que pertenecen pueda moverse hacia adelante. Por ello, las «causas de la guerra» habrán de ponerse principalmente en la capa basal, dada su naturaleza variable y dependiente, cada vez más, del mercado interno y externo (reservas energéticas, agrícolas o ganaderas, producción industrial, incremento demográfico...), a través, por supuesto, de la capa cortical. En este sentido, la guerra entre Estados (sean o no democráticos) se nos aparece como una eventualidad siempre posible en un sistema de Estados en equilibrio inestable. El materialismo filosófico rechaza, por metafísica, la doctrina de la armonía entre los Estados, la posibilidad de una «alianza de civilizaciones» y con ello la posibilidad de una «paz perpetua». La única paz perpetua que reconoce en el terreno positivo es la paz perpetua particular (no universal) que se firmó, en 1530, entre Francisco I y los cantones suizos. Una paz perpetua que, por lo demás, se interrumpió varias veces, por ejemplo, en las campañas napoleónicas. Desde este punto de vista, la concepción materialista de la democracia se opone frontalmente al idealismo pacifista que ha ido tomando cuerpo, primero en el terreno doctrinal (en la ideología de la paz evangélica de San Agustín, de Fray Luis de León o de Erasmo, hasta acabar en la doctrina de la Paz Perpetua de Kant), y en segundo lugar en el terreno positivo del Derecho Internacional, a partir sobre todo de la Conferencia de La Haya de 1899, convocada por Nicolás II de Rusia. Y, poco después, a partir de la Conferencia de La Haya de 1907, del proceso de deslegitimación de la guerra impulsado por Levinson a partir de los catorce puntos de Wilson de 1917, que culminó en el Tratado de París de 1931, y que, desacreditado por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, volvió a reformularse, tras la experiencia de las explosiones nucleares, en la Carta de las Naciones Unidas de 1945 y en otras muchas resoluciones ulteriores. De este modo ha llegado a cristalizar la ideología pacifista que podríamos llamar hoy «oficial» en muchos foros políticos nacionales e internacionales, que se oponen frontalmente al principio de Clausewitz y que podemos resumir en tres proposiciones fundamentales: (1) El postulado (llamado a veces «teorema») de Doyle (en atención al artículo de Michael Doyle, «Kant, Liberal Legacies and Foreign Policies», en Philosophy & Public Affairs, 1983): «la guerra es imposible entre las sociedades democráticas liberales». Este postulado se basa, precisamente, en la suposición de la imposibilidad de que un parlamento democrático declare la guerra a otro parlamento democrático. De donde se sigue que existirá un método infalible para lograr la paz perpetua: la globalización de las democracias liberales. La globalización o la universalización de las democracias se considerará, por otra parte, como un proceso irreversible en el curso de la historia, como sostuvo F. Fukuyama en su libro sobre El fin de la historia, que antes hemos citado. Resume E. Todd (Después del Imperio, Foca, Madrid 2003, pág. 14): «Si a la universalización de la democracia liberal (Fukuyama) le sumamos la imposibilidad de la guerra entre democracias (Doyle) obtendremos un planeta instalado en la paz perpetua.» Este postulado es claramente afín a la concepción idealista de la democracia. (2) Postulado de la inexistencia de la guerra (que se opone frontalmente al postulado de existencia política de la guerra, tal como lo formuló von Clausewitz): «La guerra no existe como categoría política.» La guerra no es una continuación de la política; es la cesación de la política. Este principio, cuya primera formulación «cuasi irónica» acaso habría que ponerla en El Político de Platón, cuando definió al político como «pastor de un rebaño sin cuernos» (que utiliza la palabra en lugar de utilizar el palo para pastorearlo), ha ido tomando cuerpo en la doctrina y en la práctica de múltiples instituciones políticas de las democracias homologadas. Desde las conferencias de desarme nuclear hasta la sustitución de los títulos de los Ministerios de la guerra por Ministerios de defensa, o de la sustitución del nombre de guerra dado tradicionalmente a las intervenciones bélicas por la denominación «misiones de paz». La paz, según esta doctrina, no es desde luego la paz evangélica, puesto que se reconocen conflictos permanentes entre los Estados; pero la guerra se redefine como un caso más de métodos de resolución de conflictos. Un modo de anegar la especie («guerra») en el género («conflicto»), que nos recuerda el método que inició Pi Margall para anegar la especie («español») en el género («hombre») cuando decía: «Antes que español soy hombre.» Los postulados (1) y (2) no se implican mutuamente. Cabría mantener el postulado (2) al margen del (1), puesto que el proceso de deslegitimación de la guerra podría también llevarse a cabo desde plataformas políticas no democráticas, ya fueran aristocráticas, ya fueran autocráticas. Pero lo cierto es que el postulado (2), combinado con el postulado (1), implica una concepción idealista-armonista de la democracia y de la guerra. El postulado (2) –«la guerra no existe como categoría política»– tiene como corolario muy importante (aunque no se quiera reparar en él) la consideración de las guerras entre Estados como procesos separados de la política, incluso como fracasos de la política que obligan a su interrupción. Es decir, inducen a considerar a las guerras como procedimientos no políticos de interacción entre los Estados y, por tanto, como procedimientos propiamente prehistóricos, salvajes o bárbaros, en todo caso no civilizados («las guerras son la vergüenza de la Humanidad»). Según esto, la llamada historia del Género humano, en la medida en que comprende guerras históricamente decisivas (sobre todo las dos últimas guerras mundiales del siglo XX), obligan a considerar a la historia universal como la prehistoria de la Humanidad. Una idea que ya ensayó Marx al calificar como «prehistoria de la Humanidad» a toda la historia de la humanidad anterior a su estado final, en el cual los conflictos de clase habrán acabado definitivamente gracias a la implantación del comunismo. Pero, tras el desmoronamiento de la hegemonía de la ideología marxista (sobre todo después de la caída de la Unión Soviética), la «prehistoria de la Humanidad» tendió a verse como ya terminada, sin necesidad de llegar a ese «estado final», a partir de la constitución de la Sociedad de las Naciones Unidas, de su carta de 1945 y de su Declaración de los Derechos Humanos de 1948. (3) La crítica que la concepción materialista de la democracia formula a los corolarios pacifistas de la concepción idealista de la democracia podríamos resumirla en los siguientes puntos: (a) El postulado de inexistencia de las guerras sólo tiene un respaldo jurídico positivo en el D. I., pero no lo tiene en la realidad de los hechos históricos. Después de la Carta de las Naciones Unidas las guerras han continuado (guerras de Corea, de Vietnam, de los Balcanes, de Irak, de Afganistán, de Libia...). La denominación «misiones de paz» no es sólo eufemística, sino sobre todo redundante, puesto que todas las guerras se emprenden como «misiones de paz» cuando se tiene en cuenta que el fin de la guerra, tal como ya lo definió Aristóteles, es la paz, pero la paz de la victoria. (b) El postulado de inexistencia política de la guerra, en el terreno del D. I. público, es sólo un postulado normativo, idealista o pedagógico, que encubre la realidad efectiva de las relaciones internacionales. El estatus del postulado de inexistencia de la guerra podría compararse con el postulado de inexistencia de las razas en el Género humano, formulado en foros internacionales después de la Segunda Guerra, en diversas ocasiones. Por ejemplo, en la Declaración sobre la raza y diferencias raciales, suscrita en París el 8 de junio de 1951 por un grupo de catorce prestigiosos hombres de ciencia, bajo el patrocinio de la UNESCO; o en la Declaración suscrita en Moscú el 18 de agosto de 1964. De hecho, el término «raza» fue poco a poco siendo sustituido en Antropología por el término «etnia» o «grupo étnico» (expuesto por Ashley Montagu, «The concept of Race», American Anthropologist, vol. 64, 1962). No es difícil relacionar estas sustituciones de los términos raza por etnia, o guerra por misión de paz, como resultantes de la crítica retrospectiva a las guerras mundiales de 1914-18 y de 1939-45, y al «racismo ario» en nombre del cual se llevaron a cabo las masacres de los campos de exterminio de los nazis. Pero las razas humanas –negras, blancas, amarillas (o, en taxonomías más refinadas: negroides, caucásicas o mongólidas, con las subrazas correspondientes)– existen en el terreno de los fenómenos (de los fenotipos), que es precisamente donde alcanzan su significado práctico social y político de primer orden. Y existen como «conceptos étnicos estables», porque de los cruces entre individuos de raza negra resultan descendientes negros, como de los cruces entre blancos resultan individuos blancos, sin perjuicio de que también sean fértiles, en general, los cruces entre individuos de razas diferentes de una misma especie mendeliana. Y si estas «razas fenotípicas» no están representadas en el genoma, cuando se analiza a cierto nivel, «peor para el genoma» (en cuanto a su capacidad predictiva). De la misma manera, si la guerra no existe como figura del derecho político internacional público vigente, «peor para este derecho internacional», en lo que se refiere a su capacidad predictiva y explicativa de los procesos políticos efectivos, tal como se dan precisamente y exclusivamente en la experiencia fenoménica. (No estaría fuera de lugar recordar aquí que tampoco para el creador del neoplatonismo –una filosofía precursora del idealismo–, para Plotino, las guerras no existían para el sabio, Enneada II, 2, 9: «Los asesinatos, las matanzas, el asalto y el saqueo de las ciudades... todo ello debemos considerarlo con los mismos ojos con que en el teatro vemos los cambios de escena, las mudanzas de los personajes, los llantos y gritos de los actores.») (c) En cualquier caso, el «postulado de inexistencia política de la guerra», asumido por las concepciones idealistas de la democracia, se opone al postulado de existencia política de la guerra, asumido por la concepción materialista de las sociedades políticas en general y de las sociedades democráticas en particular. Este postulado de existencia política de la guerra no es, sin embargo, un postulado desiderativo, referido al futuro, ya que nadie se atrevería a impugnarlo en este terreno sin peligro de ser considerado como genocida o como terrorista; es, sobre todo, un postulado reinterpretativo de la historia universal (en la medida en que esta también comprende su futuro), en el sentido de una historia del salvajismo y de la barbarie orientada por tanto a eliminar en lo posible de la historia política tecnológica, científica o política, a la historia de las batallas, relegándolas a la letra pequeña, como si fueran accidentes o fluctuaciones reabsorbibles en el proceso universal de la historia política, social, institucional o cultural que podría mantenerse en el terreno de la política pacifista. Pero esta metodología implica una concepción idealista, por no decir espiritualista, de la historia universal, de cuño claramente metafísico y, en todo caso, incompatible con la interpretación materialista de la historia del hombre y de su génesis zoológica. ¿Cómo ignorar la inserción de las guerras de Alejandro Magno en su política? Las guerras y las batallas de Alejandro (desde Queronea, en la que participó como jefe de la caballería del ejército de su padre, hasta Gaugamela, Issos, Tiro, &c.) no fueron sólo «continuación de la política por otros medios», sino medios no alternativos sino imprescindibles para la realización de sus planes y proyectos políticos; la guerra de las Galias de Julio César fueron también medios imprescindibles de su política («si César no hubiera pasado el Rubicón no hubiera sido César»). Y otro tanto habrá que decir de las guerras de Hernán Cortés y de los conquistadores españoles, que Vitoria, considerado confusamente como creador del Derecho Internacional pacifista, aprobó y justificó desde el título de Civilización, y no ya desde el título de Gracia, que sólo autorizaba a «entrar en América» acogiéndose al ius gentium romano, para comerciar y para predicar la doctrina cristiana. Dicho de otro modo: el dibujo de la historia universal no puede explicarse poniendo entre paréntesis las guerras y las batallas, es decir, tratando de «purificar» la historia real eliminando sus llamados «componentes zoológicos», lo que equivale a profesar un espiritualismo histórico que da por supuesto que los hombres, como espíritus cartesianos, pueden entenderse segregando enteramente sus organismos vivientes zoológicos, y asentándose en su cogito. En cualquier caso, no se trata de «justificar» las guerras, distinguiendo por ejemplo las guerras justas y las guerras injustas; se trata de constatarlas y, aún no deseándolas, reconocer la posibilidad de esperarlas con mayor o menor probabilidad, tanto en el pretérito histórico como en el presente o en el futuro. Las «curvas de resolución no violenta de conflictos» en un intervalo histórico definido (por ejemplo entre 1870 y 2011) no prueban que la guerra haya desaparecido de la Tierra o esté a punto de desaparecer, y que la «globalización democrática», con la que se opera aureolarmente, como si ya estuviera realizada, puede «garantizar» una paz duradera, si no perpetua. Nada autoriza a ver ya cerca «el fin de la historia». Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, y aún de la Guerra Fría, apenas podríamos prever la emergencia, en el presente, de las potencias asiáticas (China y la India) y de las potencias petrolíferas islámicas. Y, en cualquier caso, y argumentando ad hominem (en este caso, concediendo a título de hipótesis a quienes defienden la tesis de que una globalización pacifista integral equivaldría a la extinción de los Estados que aún subsisten como unidades de gestión y de relaciones internacionales), es decir, suponiendo que los Estados habrían involucrado de tal modo sus respectivas capas basales que ya no podríamos hablar propiamente de capas basales de cada Estado, sino, más bien, de una única capa basal común, capaz de neutralizar las tensiones emanadas de los conflictos entre las diversas capas basales. En todo caso podemos advertir que ese supuesto «estado final» de la humanidad se parece muy poco al estado final, más o menos idílico, contemplado por las ideologías anarquistas o comunistas, a las que se refería Marx, como si fueran anticipaciones científicas del futuro, en su Crítica al Programa de Gotha. 4. El idealismo y el espiritualismo tienden hacia una concepción monista continua, y sobre todo al monismo jerárquico del orden, tanto o más que al monismo de la sustancia, mientras que la concepción materialista tiende hacia el pluralismo discontinuista. Pero no ya tanto en el sentido del atomismo, sino en el sentido indicado por la symploké, el de la desconexión de determinadas concatenaciones de unos elementos respecto de otros. El idealismo antropológico e histórico toma la forma de un humanismo del Género humano, y de una concepción lineal de su desarrollo en la forma de un progreso indefinido. Estos esquemas monistas favorecen la concepción de la democracia como la única forma, por su excelencia, entre las formas políticas del futuro, como la forma definitiva en el curso del progreso histórico político. La democracia es el fin de la historia política. Pero la concepción materialista de la democracia no tiene por qué considerar a este régimen como la única y la mejor forma posible y, menos aún, como el final último del progreso histórico político. Esto no quiere decir que el materialismo considere a la democracia como la peor forma posible de gobierno, como el régimen más próximo al despotismo (aunque así lo sostuvieron Rousseau y Kant, en lugares que ya hemos citado en rasguños anteriores de esta misma serie). En realidad, la concepción materialista de la democracia, en virtud de la tesis de la inseparabilidad de la forma conjuntiva democrática respecto de su materia basal o cortical, es incompatible con la evaluación, a peor o a mejor, de la democracia en abstracto. La evaluación de la democracia no puede ir referida a su «forma sincategoremática», sino a la relación entre esa forma y su materia, para decirlo al modo aristotélico. Dicho de otro modo, a su funcionalismo. La democracia, como ya dijo Aristóteles, puede ser preferible mejor en una sociedad compuesta de armadores o empresarios que en una sociedad compuesta de agricultores. Desde la perspectiva del materialismo cabe subrayar la eficacia del criterio de evaluación de Aristóteles, basado en su distinción entre las formas rectas (de las democracias, de las aristocracias o de las monarquías) y las formas desviadas. Supuestas las formas desviadas, la democracia puede ser la mejor (o al menos la más tolerable entre las formas desviadas) sin que por ello sea la mejor, en absoluto. Acaso lo mejor habrá de buscarse entre las formas rectas, sin que su excelencia tampoco pueda derivarse en el terreno de su pura forma, sino en la conexión de esta forma con la materia política conformada por ella. Tampoco cabe hablar, desde un punto de vista materialista, de un progreso del Género humano considerado como una unidad en desarrollo o «despliegue». El Género humano, la Humanidad, no existe ni ha existido jamás como entidad sustantivada y separada de los grupos o sociedades políticas que pudiesen ser tomados como sujetos de la historia (unas veces la forma del despotismo, otras veces la forma de la aristocracia y otras veces la forma de la democracia). Lo que ha existido realmente han sido las bandas, grupos y sociedades humanas institucionalizadas que unas veces se han organizado como monarquías despóticas, otras veces como aristocracias y otras veces como democracias, sin que tenga sentido considerarlas en abstracto como mejores o peores unas que otras. Y esto ni siquiera cuando tomamos como criterios la igualdad, la libertad o la fraternidad entre los hombres. En efecto, si hablamos de libertad individual, no puede afirmarse siquiera que haya más libertad en una sociedad democrática (ya sea liberal, ya sea socialdemócrata) que en una sociedad aristocrática o incluso autocrática, siempre que en estas últimas sociedades los individuos, tanto los del «pueblo llano» como los que pertenecen a los estratos más distinguidos (dado el estado de la riqueza nacional) puedan desarrollar su vida sin estar sometidos a los ordenancismos democráticos, es decir, siempre que los individuos pudieran considerarse libres de estos ordenancismos, es decir, apolíticos. Sólo ideológicamente («nematológicamente») cabría decir que en una sociedad democrática los ciudadanos tienen más libertad que los súbditos de una sociedad aristocrática o autocrática. Incluso en una sociedad autocrática dada, los súbditos, aunque teóricamente están subordinados al soberano, de hecho pueden gozar de una libertad-de (en cuanto apolíticos: Beatus ille qui procul negotiis...) mucho mayor que los ciudadanos de una sociedad democrática, que necesitan estar controlados constantemente como contribuyentes o como electores, como sujetos a normas administrativas o morales muy precisas (cuanto a sus horarios, normas laborales, solicitud de derechos, reglamentación de sus vidas). Sólo por petición de principio cabe suponer que el ciudadano elector de la democracia tiene más libertad que el súbdito, en virtud de su capacidad de elegir a sus representantes. Y sólo por petición de principio cabe establecer como un grado de progreso de la libertad de una mujer el que ésta, en lugar de permanecer dentro de su familia como ama de casa, se libere de esta servidumbre familiar y pase a ocupar el puesto de empleada limpiadora de unos grandes almacenes, aún reconociendole todos sus derechos laborales y políticos. La realidad es que el ciudadano, sobre todo si es miembro de una sociedad política de decenas de millones de individuos, no puede estar representado, mucho menos uninominalmente por algún representante, salvo en cuestiones privadas. Cuando se trata de contenidos de alcance más general la representación uninominal se hace prácticamente imposible, aunque la ley electoral se refine, aunque las listas cerradas y bloqueadas se transformen en listas abiertas y permeables. Mi petición habrá de confluir con otras y su coordinación ya no será asunto del elector, sino del elegido en su condición de diputado. Ni cabe suponer que la Asamblea de los diputados «represente» al pueblo soberano, porque necesariamente rebasa en sus decisiones, obtenidas por mayoría de votos, a las voluntades particulares. De hecho el acatamiento a las decisiones de la mayoría de la asamblea no tiene por qué interpretarse como una subordinación de la parte (de los partidos) al todo, a la voluntad general o total de la asamblea, sino como una subordinación de la parte derrotada a la parte victoriosa. La conformidad o consenso de la parte derrotada con las resoluciones llevadas adelante por el partido victorioso no implica acuerdo alguno sobre la materia sometida a votación, porque el consenso no va referido a esta materia, sino a la forma democrático procedimental de llegar a ella. Y esto es tanto como decir que la parte derrotada «consiente» en someterse a la norma victoriosa, aunque sea por la esperanza, siempre problemática, de pasar a ser dominante en las próximas elecciones. Lo que no supone que el intervalo temporal (que puede durar años) de su sometimiento voluntario no haya dado lugar a realizaciones irreversibles. Desde este punto de vista, el consentimiento voluntario de la minoría, que muchos consideran como «la grandeza de la democracia», es en realidad «su miseria», la miseria de un ciudadano comparable con la del súbdito que acepta voluntaria y libremente el yugo de su señor. 5. Ni siquiera puede decirse que la democracia, y aún en la democracia liberal, en el sentido de Stuart Mill, por la atención que presta a los ciudadanos individuales, resultantes del proceso de holización de un todo social previo, asume unos contenidos éticos más elevados que los que puedan asumir las aristocracias o las democracias. En efecto, la holización democrática (que hace iguales a los ciudadanos) es siempre un proceso abstracto y cuasiburocrático, incapaz de atenerse a los contenidos genuinamente personales del individuo (contenidos personales que no pueden desvincularse de la conexión de unas personas con otras, o de determinados grupos de personas, como pueda ser la profesión, la familia o los grupos de amigos). Por ello, los motivos de la exaltación ética de la democracia, alegados por muchos «ideólogos orgánicos» del fundamentalismo democrático, no tienen muchas veces un fundamento ético sino político, a saber, el de la petición de principio de los criterios de holización presupuestos. Quienes invocan entre los argumentos éticos orientados a exaltar a la democracia, el hecho de que la mayoría de los demócratas tienden a la abolición de la llamada «pena de muerte», no tienen en cuenta que el argumento fundamental que acaso mueve al abolicionismo no es tanto ético como político (aunque quede enmarcado constantemente en consideraciones ético sentimentales). En efecto, la razón última de los abolicionistas de la pena de muerte es acaso la extinción de la facultad, atribuida históricamente al Estado, de cortar la vida de un ciudadano, aunque sus crímenes sean horrendos. Pues esta facultad, tradicionalmente reconocida al soberano (y vigente aún en varios Estados), implica también el reconocimiento formal de la subordinación absoluta del ciudadano como súbdito al soberano. Y es lo que el fundamentalismo democrático no puede aceptar de ninguna manera. Preferirá en su lugar atenerse a la ficción jurídica según la cual la pena impuesta al autor de crímenes horrendos le servirá para reeducarse y para reinsertarse de nuevo en el orden de la sociedad holizada. En general, el individuo (súbdito o ciudadano) que reclama con entusiasmo reivindicativo la democracia no estaría impulsado por un proyecto político orientado a la reorganización más perfecta de la sociedad política de la que forma parte; está expresando su voluntad de liberarse de las relaciones jerárquicas con sus principales, sus jefes, autoridades, o de las normas, costumbres u ordenanzas que le envuelven. Su voluntad reivindicativa –«más democracia»– no es propiamente política, sino psicológica, puesto que ella sólo buscaría su libertad-de, una libertad de ciudadano que le permita emanciparse de los demás individuos que le envuelven y le aprisionan. El cree que «en democracia», mediante su voto o su participación en la cosa pública, podrá ser tan libre o más como pueda serlo su principal directo, su jefe, su padre o su marido. No advierte que esa libertad o poder, que espera alcanzar en democracia, es de hecho menor que la que pueda alcanzar en su reducido círculo laboral o familiar, y que lo que busca al reclamar la democracia no es tanto la libertad individual sino otras cosas, tales como el ascenso en la jerarquía social, la adquisición de una riqueza o autoridad efectiva o independiente. Y cuando un conjunto relativamente numeroso (pero insignificante comparativamente con el total) de súbditos-ciudadanos advierten indignados que no están representados por el sistema democrático vigente, y acuerdan pedir pacíficamente más democracia representativa, una democracia en la que cada uno pueda estar democráticamente representado, no advierten sin embargo que tal representación radical es imposible, precisamente por la organización democrática, porque los deseos de cada cual tienen que coordinarse, si no se quiere caminar hacia el caos, con los deseos de los demás. «Mi libertad acaba donde comienza la libertad de los demás», es una sentencia que suele aceptarse generalmente, pero sin sacar la consecuencia: que como la libertad de los otros empieza por todas las partes, la libertad individual, tal como es imaginada, es imposible. El Catoblepas © 2011 nodulo.org