Análisis del problema de la eutanasia procesal para los asesinos desde la perspectiva de la ética.
Respecto al tema de la eutanasia procesal para los asesinos hay que decir que es un error infantil pensar que los principios éticos sean incondicionales y absolutos. Hay que tener en cuenta los demás principios o normas morales con los cuales ha de estar necesariamente vinculado en symploké. Es cierto que, en el caso de un criminal, que supondremos encerrado entre rejas, e incapacitado para atacarme de nuevo, no cabría justificar la aplicación de la «pena de muerte» en nombre del principio de legítima defensa. Pero, ¿no cabría invocar algún otro principio ético? Sin duda: podríamos invocar el principio de la generosidad. A este efecto hay que comenzar, en efecto, por denunciar el carácter confuso y oscuro del concepto de «pena de muerte».
Si este concepto conserva algún significado es en el supuesto de que se acepte la supervivencia del alma del ajusticiado, puesto que entonces podría afirmarse que el sujeto (el alma del «compuesto hilemórfico») sufre la pena de perder el cuerpo (una suerte de «pena de mutilación», pero no de muerte total). Pero solamente los animistas podrían apelar al argumento del «alma en pena». Ahora bien, si dejamos de lado el animismo, el concepto mismo de pena de muerte se nos revela como un absurdo. La pena de muerte será pena, a lo sumo, para los familiares o amigos del difunto. Descartada, por motivos éticos, la idea de la pena como venganza; descartada la justificación de la pena en función de la intimidación de otros posibles delincuentes (puesto que ello no está probado), a fin de defender a la sociedad de un peligro cierto, habrá que tener en cuenta, sobre todo, el principio de la subordinación de la pena a la rehabilitación del delincuente, a fin de reinsertar a éste en la sociedad, y ello en el intervalo de tiempo más breve posible. La política progresista por lo demás es la política penitenciaria y penal de atenuación de las penas a los delincuentes. Se trata de concebir la pena como un instrumento para conseguir la reinserción social del delincuente Ahora bien: desde este fundamento perderá toda justificación el intento de encontrar una «compensación penal» al crimen horrendo, mediante la exigencia del cumplimiento de la totalidad de las penas (exigencia que sólo podría fundarse en la venganza, salvo suponer que el criminal es irrecuperable). Porque propiamente, desde la hipótesis de la prisión rehabilitadora (hipótesis que se funda en la equiparación del delincuente con un enfermo y, correspondientemente, de la cárcel con un hospital) lo que habría que pedir no sería tanto el «cumplimiento íntegro de la condena» ni la reclusión vitalicia del delincuente en el hospital, sino precisamente la utilización de las técnicas más avanzadas para la recuperación del delincuente, para la curación del enfermo en el intervalo de tiempo más corto posible. Una vez curado, rehabilitado, podría nuestro asesino ser puesto en libertad y reinsertado en la sociedad. Desde una perspectiva humanista y progresista, no hay por qué pedir penas definidas para los delincuentes o duraciones temporales definidas para tales penas. No hay entonces por qué pedir el cumplimiento íntegro de las penas. Si los progresos de la medicina y de la sociología o psicología permitieran reconciliar a un delincuente en una semana, en un día, ¿No sería acaso una crueldad retenerle en prisión tres años o tres meses o tres días? Frente a esto, desde una perspectiva materialista no se ve por qué suponer que quienes defienden la institución de la pena de muerte atenten contra los derechos humanos. Desde esta perspectiva, cuando consideramos al asesino como persona responsable, la «interrupción de su vida» como operación consecutiva al juicio, puede apoyarse en el principio ético de la generosidad, interpretando tal operación no como pena de muerte, sino como un acto de generosidad de la sociedad para con el criminal convicto y confeso.
En efecto, el autor considerado responsable de crímenes horrendos, o bien tiene conciencia de su maldad, o bien no la tiene en absoluto, e incluso, como si fuera un imbécil moral, se siente orgulloso de ella. En el supuesto de que fuese un imbécil moral sería necesario conseguir, mediante un tratamiento pedagógico adecuado, que el criminal alcanzase la conciencia plena de su culpa, y cuando la hubiera adquirido habría que aplicarle el mismo principio que utilizamos ante el criminal ya consciente de su culpa: que, por hipótesis, la conciencia de una culpa tan enorme habrá de significar una carga tan insoportable para el actor que el hecho de mantener en la vida al criminal (impidiéndole incluso el suicidio) constituirá la forma de venganza más refinada. Sólo mediante una «muerte dulce» podríamos aliviar al criminal de la carga de su culpa. Por supuesto, descartamos la aplicación a nuestro caso de la hipótesis de la rehabilitación: suponemos que el crimen horrendo compromete de tal modo la «identidad» del criminal —en gran medida por la representación que de ella tendrán también las demás personas— que su culpa no pueda ser expiada. La eutanasia procesal para asesinos es el límite de la libertad humana según entendemos desde el materialismo moral trascendental. No le aplicaremos la eutanasia, por motivos de ejemplaridad («para que el crimen no se repita»), sino por motivos de su propia personalidad responsable, una e irrepetible. En el supuesto alternativo de que el criminal imbécil moral fuese resistente a todo género de recuperación de la conciencia de su culpa, habría que sacar las consecuencias, destituyéndole de su condición de persona. Las consecuencias de esta situación cualquiera puede extraerlas con el simple recurso de las reglas de la lógica. Si operamos con las normas morales desde la sociedad civil, también se hace necesaria la eutanasia procesal para asesinos o ejecución capital. Si operamos desde las normas políticas o jurídicas, también se hace necesaria la pena de muerte o ejecución capital por pura necesidad de lograr la eutaxia política.
Análisis de la eutanasia procesal para los asesinos desde la perspectiva de la moral.
Si este concepto conserva algún significado es en el supuesto de que se acepte la supervivencia del alma del ajusticiado, puesto que entonces podría afirmarse que el sujeto (el alma del «compuesto hilemórfico») sufre la pena de perder el cuerpo (una suerte de «pena de mutilación», pero no de muerte total). Pero solamente los animistas podrían apelar al argumento del «alma en pena». Ahora bien, si dejamos de lado el animismo, el concepto mismo de pena de muerte se nos revela como un absurdo. La pena de muerte será pena, a lo sumo, para los familiares o amigos del difunto. Descartada, por motivos éticos, la idea de la pena como venganza; descartada la justificación de la pena en función de la intimidación de otros posibles delincuentes (puesto que ello no está probado), a fin de defender a la sociedad de un peligro cierto, habrá que tener en cuenta, sobre todo, el principio de la subordinación de la pena a la rehabilitación del delincuente, a fin de reinsertar a éste en la sociedad, y ello en el intervalo de tiempo más breve posible. La política progresista por lo demás es la política penitenciaria y penal de atenuación de las penas a los delincuentes. Se trata de concebir la pena como un instrumento para conseguir la reinserción social del delincuente Ahora bien: desde este fundamento perderá toda justificación el intento de encontrar una «compensación penal» al crimen horrendo, mediante la exigencia del cumplimiento de la totalidad de las penas (exigencia que sólo podría fundarse en la venganza, salvo suponer que el criminal es irrecuperable). Porque propiamente, desde la hipótesis de la prisión rehabilitadora (hipótesis que se funda en la equiparación del delincuente con un enfermo y, correspondientemente, de la cárcel con un hospital) lo que habría que pedir no sería tanto el «cumplimiento íntegro de la condena» ni la reclusión vitalicia del delincuente en el hospital, sino precisamente la utilización de las técnicas más avanzadas para la recuperación del delincuente, para la curación del enfermo en el intervalo de tiempo más corto posible. Una vez curado, rehabilitado, podría nuestro asesino ser puesto en libertad y reinsertado en la sociedad. Desde una perspectiva humanista y progresista, no hay por qué pedir penas definidas para los delincuentes o duraciones temporales definidas para tales penas. No hay entonces por qué pedir el cumplimiento íntegro de las penas. Si los progresos de la medicina y de la sociología o psicología permitieran reconciliar a un delincuente en una semana, en un día, ¿No sería acaso una crueldad retenerle en prisión tres años o tres meses o tres días? Frente a esto, desde una perspectiva materialista no se ve por qué suponer que quienes defienden la institución de la pena de muerte atenten contra los derechos humanos. Desde esta perspectiva, cuando consideramos al asesino como persona responsable, la «interrupción de su vida» como operación consecutiva al juicio, puede apoyarse en el principio ético de la generosidad, interpretando tal operación no como pena de muerte, sino como un acto de generosidad de la sociedad para con el criminal convicto y confeso.
En efecto, el autor considerado responsable de crímenes horrendos, o bien tiene conciencia de su maldad, o bien no la tiene en absoluto, e incluso, como si fuera un imbécil moral, se siente orgulloso de ella. En el supuesto de que fuese un imbécil moral sería necesario conseguir, mediante un tratamiento pedagógico adecuado, que el criminal alcanzase la conciencia plena de su culpa, y cuando la hubiera adquirido habría que aplicarle el mismo principio que utilizamos ante el criminal ya consciente de su culpa: que, por hipótesis, la conciencia de una culpa tan enorme habrá de significar una carga tan insoportable para el actor que el hecho de mantener en la vida al criminal (impidiéndole incluso el suicidio) constituirá la forma de venganza más refinada. Sólo mediante una «muerte dulce» podríamos aliviar al criminal de la carga de su culpa. Por supuesto, descartamos la aplicación a nuestro caso de la hipótesis de la rehabilitación: suponemos que el crimen horrendo compromete de tal modo la «identidad» del criminal —en gran medida por la representación que de ella tendrán también las demás personas— que su culpa no pueda ser expiada. La eutanasia procesal para asesinos es el límite de la libertad humana según entendemos desde el materialismo moral trascendental. No le aplicaremos la eutanasia, por motivos de ejemplaridad («para que el crimen no se repita»), sino por motivos de su propia personalidad responsable, una e irrepetible. En el supuesto alternativo de que el criminal imbécil moral fuese resistente a todo género de recuperación de la conciencia de su culpa, habría que sacar las consecuencias, destituyéndole de su condición de persona. Las consecuencias de esta situación cualquiera puede extraerlas con el simple recurso de las reglas de la lógica. Si operamos con las normas morales desde la sociedad civil, también se hace necesaria la eutanasia procesal para asesinos o ejecución capital. Si operamos desde las normas políticas o jurídicas, también se hace necesaria la pena de muerte o ejecución capital por pura necesidad de lograr la eutaxia política.
Análisis de la eutanasia procesal para los asesinos desde la perspectiva de la moral.
Todo hombre puede libremente cometer un crimen horrendo, pero debe saber que su crimen es horrendo y que por eso es intolerable. Por eso el criminal no es rehabilitable. No tiene solución. Si se postula la cadena perpetua, entonces es porque implícitamente se sostiene que no tiene remedio alguno. Por lo tanto, es más coherente pedir la muerte y además es más compasivo matarlo que torturarlo con su encierro en prisión durante el resto de su vida y privado de su libertad. Sólo queda la muerte. Si la sociedad le perdona es que en el fondo el crimen horrendo no es tal, sino que es más bien algo sin importancia. Veamos: si el crimen es horrendo, no hay rehabilitación posible. Si hay rehabilitación, no hay crimen horrendo, todo puede ser. Todo es posible, todo está permitido porque todo puede ser perdonado. Por definición un crimen horrendo no tiene solución.
La sociedad tiene que rechazar el crimen horrendo si no quiere envilecerse en su propio agnosticismo. Si el criminal comete el crimen horrendo, está condenado a suicidarse como vimos más arriba. Si hay rehabilitación, perdón, olvido del crimen horrendo, eso significa que la sociedad lo permite y tolera todo. Se trata de evitar que el criminal horrendo, por el hecho de vivir demuestre con su existencia el reconocimiento por parte de la sociedad de personas que todo es posible. Es decir, se trata de establecer límites que se tienen como infranqueables. Desde esta perspectiva la idea de reintegración del criminal horrendo en la sociedad es una aberración que hay que tratar de impedir. El objetivo de la ejecución capital no es pues castigar ni tampoco disuadir, sino precisamente demostrar que no se admite siquiera la posibilidad de que una persona normal pueda cometer un crimen horrendo y seguir viviendo. En cierto modo se trata de tener piedad ante unos individuos que no son capaces de suicidarse. La pena de muerte es un medio para evitar la reinserción social del autor de crímenes horrendos que lo han convertido precisamente en una persona de grado cero. La liberación de tal individuo ofrecería a la sociedad la demostración de la posibilidad de que cualquier crimen puede ser cometido sin que por ello el hombre asesino deje de ser persona. Si muchos defienden la eutanasia aplicada a un decrépito físico, la decrepitud ética o moral, mucho más importante políticamente que la orgánica, requiere un tratamiento análogo por lo menos. No se ve entonces por qué precisamente no se podría aplicar igualmente a un decrépito moral o ético o político. Sólo es reversible esta decrepitud ética o moral cuando precisamente no es reconocido el crimen cometido como crimen horrendo o mortal. Sin embargo, en sucesos recientes como la masacre que tuvo lugar en Julio de 2011 en Noruega por la acción directa de Anders Behring Breivik, los mandatarios noruegos manifiestan como solución la necesidad de incrementar la educación democrática de los ciudadanos a fin de prevenirlos contra doctrinas antidemocráticas, atribuyendo al autor de la masacre estar enfermo, loco. Implícitamente suponía reconocer que la culpa del crimen horrendo era de ideologías antidemocráticas que causan nefastos efectos en sujetos psicópatas y narcisistas, que se manifiestan por la «débil educación democrática». Pero esto es tanto como defender un idealismo histórico donde son las ideas antidemocráticas en general las causantes de tales crímenes o de las guerras. Por el contrario, una visión materialista no pondrá el acento en las ideas sobre las razas o culturas como causa de crímenes terroristas o de sucesos bélicos, sino que afirmará que las mismas razas o culturas institucionalizadas, en tanto que moldean a los individuos, son la causa de tales actos. Sin embargo, tras los juicios del proceso de Nuremberg que juzgó los crímenes nazis tras la Segunda Guerra Mundial, los jueces encomendaron a psicólogos y pedagogos «reeducar democráticamente» a criminales terroristas o belicistas para conseguir su reinserción social. Aplicada esta doctrina idealista, simplemente habría que «reeducar democráticamente» a sujetos como Anders Behring Breivik, para conseguir su reinserción lo más rápidamente posible en la sociedad noruega. Quienes invocan entre los argumentos éticos orientados a exaltar a la democracia, el hecho de que la mayoría de los demócratas tienden a la abolición de la llamada «pena de muerte», no tienen en cuenta que el argumento fundamental que acaso mueve al abolicionismo no es tanto ético como político (aunque quede enmarcado constantemente en consideraciones ético sentimentales). En efecto, la razón última de los abolicionistas de la pena de muerte es acaso la extinción de la facultad, atribuida históricamente al Estado, de cortar la vida de un ciudadano, aunque sus crímenes sean horrendos. Pues esta facultad, tradicionalmente reconocida al soberano, aún vigente en varios Estados, implica también el reconocimiento formal de la subordinación absoluta del ciudadano como súbdito al soberano. Y es lo que el fundamentalismo democrático no puede aceptar de ninguna manera, prefiriendo en su lugar atenerse a la ficción jurídica según la cual la pena impuesta al autor de crímenes horrendos le servirá para reeducarse y para reinsertarse de nuevo en el orden de la sociedad holizada.
La sociedad tiene que rechazar el crimen horrendo si no quiere envilecerse en su propio agnosticismo. Si el criminal comete el crimen horrendo, está condenado a suicidarse como vimos más arriba. Si hay rehabilitación, perdón, olvido del crimen horrendo, eso significa que la sociedad lo permite y tolera todo. Se trata de evitar que el criminal horrendo, por el hecho de vivir demuestre con su existencia el reconocimiento por parte de la sociedad de personas que todo es posible. Es decir, se trata de establecer límites que se tienen como infranqueables. Desde esta perspectiva la idea de reintegración del criminal horrendo en la sociedad es una aberración que hay que tratar de impedir. El objetivo de la ejecución capital no es pues castigar ni tampoco disuadir, sino precisamente demostrar que no se admite siquiera la posibilidad de que una persona normal pueda cometer un crimen horrendo y seguir viviendo. En cierto modo se trata de tener piedad ante unos individuos que no son capaces de suicidarse. La pena de muerte es un medio para evitar la reinserción social del autor de crímenes horrendos que lo han convertido precisamente en una persona de grado cero. La liberación de tal individuo ofrecería a la sociedad la demostración de la posibilidad de que cualquier crimen puede ser cometido sin que por ello el hombre asesino deje de ser persona. Si muchos defienden la eutanasia aplicada a un decrépito físico, la decrepitud ética o moral, mucho más importante políticamente que la orgánica, requiere un tratamiento análogo por lo menos. No se ve entonces por qué precisamente no se podría aplicar igualmente a un decrépito moral o ético o político. Sólo es reversible esta decrepitud ética o moral cuando precisamente no es reconocido el crimen cometido como crimen horrendo o mortal. Sin embargo, en sucesos recientes como la masacre que tuvo lugar en Julio de 2011 en Noruega por la acción directa de Anders Behring Breivik, los mandatarios noruegos manifiestan como solución la necesidad de incrementar la educación democrática de los ciudadanos a fin de prevenirlos contra doctrinas antidemocráticas, atribuyendo al autor de la masacre estar enfermo, loco. Implícitamente suponía reconocer que la culpa del crimen horrendo era de ideologías antidemocráticas que causan nefastos efectos en sujetos psicópatas y narcisistas, que se manifiestan por la «débil educación democrática». Pero esto es tanto como defender un idealismo histórico donde son las ideas antidemocráticas en general las causantes de tales crímenes o de las guerras. Por el contrario, una visión materialista no pondrá el acento en las ideas sobre las razas o culturas como causa de crímenes terroristas o de sucesos bélicos, sino que afirmará que las mismas razas o culturas institucionalizadas, en tanto que moldean a los individuos, son la causa de tales actos. Sin embargo, tras los juicios del proceso de Nuremberg que juzgó los crímenes nazis tras la Segunda Guerra Mundial, los jueces encomendaron a psicólogos y pedagogos «reeducar democráticamente» a criminales terroristas o belicistas para conseguir su reinserción social. Aplicada esta doctrina idealista, simplemente habría que «reeducar democráticamente» a sujetos como Anders Behring Breivik, para conseguir su reinserción lo más rápidamente posible en la sociedad noruega. Quienes invocan entre los argumentos éticos orientados a exaltar a la democracia, el hecho de que la mayoría de los demócratas tienden a la abolición de la llamada «pena de muerte», no tienen en cuenta que el argumento fundamental que acaso mueve al abolicionismo no es tanto ético como político (aunque quede enmarcado constantemente en consideraciones ético sentimentales). En efecto, la razón última de los abolicionistas de la pena de muerte es acaso la extinción de la facultad, atribuida históricamente al Estado, de cortar la vida de un ciudadano, aunque sus crímenes sean horrendos. Pues esta facultad, tradicionalmente reconocida al soberano, aún vigente en varios Estados, implica también el reconocimiento formal de la subordinación absoluta del ciudadano como súbdito al soberano. Y es lo que el fundamentalismo democrático no puede aceptar de ninguna manera, prefiriendo en su lugar atenerse a la ficción jurídica según la cual la pena impuesta al autor de crímenes horrendos le servirá para reeducarse y para reinsertarse de nuevo en el orden de la sociedad holizada.
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