MARCUS AURELIUS AUGUSTINUS. SAN AGUSTÍN (354-430).
Es el primer
gran filósofo cristiano. Es un neoplatónico cristiano que intenta hacer una
gran filosofía cristiana alternativa y diferente a la filosofía neoplatónica
pagana. Es el acuñador de las doctrinas más importantes y características del
cristianismo.
1. Fe y razón según San Agustín.
La fe es el principio valorativo de
las verdades descubiertas por la razón. La fe es su principio de unidad
sistemática. La razón está subordinada a la fe. No es posible un gobierno
platónico de filósofos. Sería un caos. Nulla potestas nisi a Deo. Sólo Dios
puede ser la garantía del orden político.
La fe, además es un auxilio para la
razón. No está la fe para ilustrar, sino para curar.
Dice San Agustín: Credo ut
intelligam. No hay ninguna diferencia esencial entre filosofía y teología.
Ambas se ocupan de lo mismo: de Dios, de la Verdad. Nisi credideretis, non
intelligetis.
El primer paso hacia la verdad, no
está en la razón, sino en la fe. Crede ut intelligas. Para entender, hay que
creer. La fe precede a la razón. No basta que busques entender para creer, sino
que hay que creer para poder entender; la intelección es el premio de la fe.
Por lo demás, la razón debe ilustrar las verdades de la fe. Si non potes
intelligere, crede ut intelligas. La razón debe seguir a la fe. La fe es el
único medio para llegar a la comprensión adecuada de la verdad. La fe y la
razón son dos términos que se reclaman y compenetran mutuamente.
Desde San Agustín la filosofía sólo
existe como ancilla fidei: servidora de la fe. La filosofía está subordinada a
la teología como los medios a los fines. Hay entonces una cierta servidumbre de
la razón a la fe.
2. El alma.
El hombre es un alma racional que se sirve de un cuerpo. Esto viene de
Platón. Como cristiano que es, San Agustín tiene buen cuidado de recordar que
el hombre es la unidad del alma y del cuerpo; cuando hace filosofía, vuelve a
utilizar la filosofía neoplatónica. El alma tiene una trascendencia jerárquica
sobre el cuerpo. El alma está unida al cuerpo por la acción que sobre él ejerce
continuamente para vivificarlo.
Resulta muy difícil saber
cuál es el origen del alma. San Agustín no lo tiene nada claro al respecto.
Inicialmente San Agustín sostuvo la prexistencia de las almas. Posteriormente,
San Agustín pasó a sostener el traducianismo, tesis según la cual tanto el
cuerpo como el alma son engendrados y transmitidos por los padres.
El cuerpo del hombre no es
la tumba del alma como decía Platón en el Fedón ni es una prisión, sino más
bien ocurre que ha llegado a ser así de hecho a consecuencia del pecado
original, y el primer objeto de la vida moral consiste en librarnos de él.
Por lo demás, no olvidemos
nunca que el alma es inmortal, pero no es eterna, como en cambio sí que ocurría
en Platón. No hay reencarnación del alma. El alma no es coeterna con Dios. El alma es creada por Dios de la nada y en el
tiempo. Dios creó directamente el alma de los primeros hombres o padres y
tampoco olvidemos que para un cristiano como San Agustín, las almas y los
cuerpos están destinados en última instancia, al final de los tiempos, a
resucitar. La resurrección de la carne, de los cuerpos es uno de los dogmas
fundamentales del cristianismo.
Las almas no existen
previamente a los cuerpos. Dios crea un alma para cada cuerpo. El misterio de
la Encarnación del Verbo supone la sacralización de la carne y el ensalzamiento
del cuerpo humano en el cristianismo. La esperanza de la futura resurrección de
la carne les revela a los cristianos su excelsitud y su dignidad. La
encarnación no es un castigo para el alma al contrario de lo que sostenía
Platón en el Fedón.
El alma es una substancia
racional y el cuerpo también es una substancia
3. El conocimiento.
Conocer es aprehender por el pensamiento un objeto que no cambia y cuya
misma estabilidad permite retenerlo bajo la mirada del espíritu. De hecho, el
alma encuentra en sí misma conocimientos que versan sobre objetos de este tipo.
La verdad es algo diferente a la verificación empírica de una afirmación, de un
hecho. La experiencia sólo nos da hechos, nunca necesidad.
El alma está presente siempre a sí misma. El alma tiene apercepción. Si
fallor, sum. Si dudo, sé que existo. La duda supone un sujeto que dude: el
alma. Lo que en San Agustín aparece como una intuición filosófica, en Descartes
se convierte en idea clave de su sistema.
Distingue San Agustín entre conocimiento empírico y la intuición
intelectual. El método de San Agustín consiste en ir de la exterior a lo
interior y de lo inferior a lo superior. Noli foras ire, in teipsum redi, in
interiore hominis hábitat veritas; et si tuam mutabilem inveneris, transcende
et te ipsum.
Hay así tres escalones: 1. Noli foras ire. 2. In teipsum redi. 3.
Transcende teipsum.
Hay verdades en mi conciencia. Tales
verdades proceden de Dios. Ecce tibi est ipsa veritas. Dios es el garante de la
verdad. Dios es la luz. Dios ilumina al alma. Las verdades son eternas e
inmutables. Necesarias, inmutables y eternas: estos tres atributos se resumen
diciendo que son verdaderas. Así, pues, su verdad depende, a fin de cuentas, de
que tienen que ser, porque sólo es verdadero lo que verdaderamente existe.
Nuestra alma está en posesión de conocimientos verdaderos e innatos. Sin
embargo, nuestros conocimientos verdaderos no proceden de la experiencia. La
verdad no es algo empírico. La verdad está en la razón, por encima de la razón.
En el hombre hay algo que lo
trasciende. Es la verdad. Las verdades presentes en la razón humana apuntan
hacia algo trascendente. No podemos separar en San Agustín el problema de la
existencia de Dios y el problema del conocimiento. Es Dios, la fuente de las
verdades eternas. Doctrina de la iluminación divina. El hombre puede conocer una cosa gracias al ejemplar[1]
.que Dios ha infundido en la mente
humana. Dios es la luz que ilumina el alma y la razón humana. Dios ilumina a
todo hombre que viene a este mundo. Gracias a tal iluminación, podemos llegar a
conocer las verdades universales, necesarias e inmutables y podemos tener
conocimiento de las Ideas que están en Dios.
4. Dios.
Según el cristianismo Dios es trascendente al mundo. Dios es inefable y
es más fácil hacer teología negativa sobre él que teología positiva. Se le
puede llamar a Dios Ipsum esse subsistens. Dios le dijo a Moisés: Ego sum qui
sum. Propiamente hablando la denominación de esencia, de realidad plena y total
sólo le conviene a Dios (essentia). Sabemos que Dios existe porque existe la
verdad, pero no podemos conocerlo porque su naturaleza se nos escapa.
Dios es Uno y Trino. Agustín concibe
la naturaleza divina antes que las personas. Su fórmula de la Trinidad será:
una sola naturaleza divina subsistiendo en tres personas.
Dios ha creado el mundo ex nihilo.
Las cosas por eso no pueden existir por sí mismas.
Es seguro que Dios, por estar dotado
de suprema inmutabilidad, no ha desplegado su acción creadora a través del
tiempo. Expresándose por completo en su Verbo, contiene eternamente en Sí, en
la mente divina las ideas ejemplares de todas las cosas, los modelos
arquetípicos de todos los seres posibles, sus formas inteligibles, sus leyes,
sus pesos, medidas y números. Las Ideas de todas las cosas están precontenidas
en la mente divina formando una identidad y consustancialidad con la misma
esencia divina. Todos los seres pasados,
presentes y futuros están prexistentes en las ideas divinas. Estos modelos
eternos son las Ideas increadas y consustanciales con Dios con igual
consustancialidad que el Verbo. Para crear el mundo, Dios no ha tenido más que
decirlo; al decirlo, lo ha querido y lo ha hecho. Las cosas pasan de la
posibilidad a la existencia real por la creación. Crear es pasar a tener una
existencia. De una sola vez, sin sucesión de tiempo, ha hecho existir la
totalidad de lo que fue entonces, de lo que es actualmente y de lo que será en
adelante. Todos los seres futuros han sido, pues, producidos desde el origen,
junto con la materia, pero en forma de gérmenes (rationes seminales) que debían
o deben aún desarrollarse en el decurso de los tiempos, según el orden y las
leyes que Dios mismo ha previsto. La creación es libre y voluntaria. Dios creó
al mundo cuando quiso y como quiso. No creó Dios el mundo en el tiempo, sino
con el tiempo. El tiempo comienza a existir con el mundo. Dios creó todo a la
vez. Pero la creación no se ha terminado aún. Dios continua conservando las
cosas en su ser y gobernándolas mediante su providencia a través de los siglos.
Al principio, cuando Dios era y estaba
solo, creó la materia informe y caótica en la que depositó los gérmenes o
rationes seminales de los que irán saliendo las cosas y seres que
posteriormente vayan apareciendo en el mundo, conforme al modo y al tiempo que
previamente les fue señalado. La creación es así para San Agustín simultánea y
sucesiva.
La historia del mundo es la historia
de un despliegue o evolución perpetuos. En Adán están en potencia todos los
hombres de la Historia.
Las más nobles criaturas de Dios son
los ángeles. A continuación viene el hombre, pero compuesto de cuerpo y de
alma. El alma se halla unida al cuerpo por una inclinación natural que la mueve
a vivificarlo y a moverlo.
5. De libero arbitrio.
Dios es el Bien Absoluto e inmutable. El bien
es proporcional al ser. El mal no existe, más que tener causa eficiente, tiene
causa deficiente. San Agustín formula la doctrina del libre arbitrio[2]
enunciada en De libero arbitrio, donde se señala que el Sumo Bien es Dios y, frente al maniqueísmo, el mal es producto
del error humano. El mal es una
privación. El pecado original ha producido la rebelión del cuerpo contra el
alma, de donde proceden la concupiscencia y la ignorancia. El hombre es un ser
caído, pero redimido por Cristo. El hombre es libre pero también es hombre
porque es libre. No se es hombre si no se tiene libertad. El hombre puede
decidir. El hombre puede y debe tender a Dios como a su propio fin, consciente
y voluntariamente. Debe tender al bien, que es Dios. El hombre será libre
cuando sirva a Dios, esclavo si no lo hace, infeliz si no lo consigue.
En el estado de caída en que
se encuentra, el alma no puede salvarse por sus propias fuerzas. El hombre ha
podido caer espontáneamente, es decir, por su libre albedrío; pero su libre
albedrío no le basta para levantarse. No
basta con querer, hace falta, además, poder. El hombre es incapaz de levantarse
sin la gracia de la Redención. Es
necesaria la gracia. La gracia divina le es necesaria al libre albedrío del
hombre para luchar eficazmente contra los asaltos de la concupiscencia,
desordenada por el pecado, y para merecer ante Dios. La gracia precede en
nosotros, a todo esfuerzo eficaz para levantarnos.
El hombre fue creado en libertad, con capacidad de amar a Dios, pero
por el pecado original, como hombre, caído, perdió la libertad que tenía. Se
alienó de Dios. El hombre pecador está alienado de Dios. Por ello, incluso, la
perdió la libertad, pero conservó el libre arbitrio (liberum arbitrium) o
voluntad de poder recuperar la libertad perdida.
El hombre peca por libre arbitrio, no por libertad. Hacemos el mal
solos, pero no el bien, para el que necesitamos la gracia de Dios. El libre
arbitrio es el poder pecar. El hombre sólo, sin la gracia, sólo puede hacer el
mal. Sólo por la gracia me hago libre. Por la gracia vuelve el hombre a
alcanzar la libertad que por el pecado perdió.
Hay que distinguir entre libertad y libre arbitrio.
1. La libertad. Que el ser humano sea libre, implica que tiene
capacidad para elegir entre el bien y el mal. Por libertad entiende San Agustín
el estado de bienaventuranza o felicidad en el que el ser humano goza de Dios y
no puede pecar
Desde el punto de vista teológico el creyente se encuentra en una
situación de cierto dramatismo, porque puede salvarse, si elige el bien, o
condenarse, si opta por el mal. Aún más: aunque elija el bien por su libertad,
él sólo no puede salvarse, debido al pecado de origen, sino que necesita de la
ayuda divina, es decir, de la gracia. Además, la apuesta por el bien no tiene
solamente un carácter individual, sino también social. Esto último lo simboliza
Agustín en las “dos ciudades” de su obra “La ciudad de Dios”
2. El libre arbitrio. Por libre albedrío hay que entender la
posibilidad de elegir entre el bien y el mal, lo que es propiedad de los seres
humanos.
Este asunto enfrentó a San Agustín con los maniqueos (seguidores de la
doctrina de Manes) y los pelagianos (seguidores de la doctrina de Pelagio),
ambos coetáneos de San Agustín.
Manes era un pensador persa que defendía un dualismo de dos principios
opuestos, el bien y el mal o la materia y el espíritu. Cuando predomina el
principio del mal, el hombre se ve obligado a pecar, sin que tenga ninguna
culpa o responsabilidad y, por tanto,
sin tener que ser castigado. Contrariamente, el principio del bien le conduce a
actuar conforme a la virtud, sin que tenga ningún mérito. Todo está, pues,
establecido de antemano, según la concepción maniquea, y no existe capacidad de
elección.
Contra los maniqueos, Agustín defiende la existencia de la voluntad o
libre albedrío, que puede elegir sin la coacción del principio del mal. Elegir
el mal es responsabilidad del hombre libre, que no puede achacar a un principio
o dios malo. Mediante el libre albedrío y la ayuda de la gracia, los seres humanos
pueden orientarse hacia el bien.
Pelagio, cuyo nombre original irlandés era Morgan y en celta “hombre
del mar”, de ahí su nombre latino de Pelagius, mantenía que la redención libró
al hombre del pecado y lo salvó, dándole la posibilidad de llevar una vida
limpia, mediante la gracia recibida. Por tanto, no hace el mal.
Agustín oponía a esta doctrina la existencia del pecado original, con
cuya marca nacen todos los seres humanos. Al ser concebido el hombre con esa
mancha, es un pecador, pero el libre albedrío, apoyado en la gracia, puede
conducirle al bien. De este modo “Dios juzgó más conveniente sacar bienes de
los males que impedir todos los males”.
Por sí mismo el hombre sólo puede pecar, por eso necesita la ayuda
divina. “No basta la sola voluntad del hombre, si no la acompaña la
misericordia de Dios; tampoco sería suficiente la misericordia de Dios, si no
la acompañara la voluntad del hombre”.
Así, de una manera tan matizada, San Agustín salva, a la vez, la
libertad y el libre arbitrio, haciendo compatibles estos dos términos. La
libertad en cuanto libertad se perdió a causa del pecado original, pero Dios
concedió al ser humano el libre albedrío para que pudiera elegir el bien y
salvarse con ayuda de la gracia.
Todo esto se dice en el libro de San Agustión “De libero arbitrio”,
“Del libre albedrío”. Este libro lo escribió San Agustín en Roma, Tagaste e
Hipona entre los años 386 y 395 y consta, a su vez, de tres libros, con el
diálogo entre el autor y su amigo Evodius.
El libro I trata del mal. Si Dios lo ha creado todo, también será
responsable del mal.
El libro II reflexiona sobre estas dos cuestiones:
1. ¿Por qué nos ha dado Dios la libertad, causa del pecado?
2. Objeción: Si el libre albedrío ha sido dado para el bien, ¿cómo es
que obra el mal?
Se pregunta el autor si existe Dios, del que todo procede. Responde
afirmativamente por la ordenación de la realidad que estableció su sabiduría.
Lo creado participa (platonismo) de una forma trascendente (Dios), argumenta
Agustín, siguiendo las huellas platónicas.
El libro III reflexiona acerca de la libertad. Se pregunta si es
compatible con la presciencia divina. Responde que sí. El pecado desordena el
mundo, por lo que debe ser castigado para restablecer la justicia. El hombre
cuenta con la gracia para ordenarse bien, sin desviarse hacia el pecado, del
que es responsable por la libre decisión de su voluntad (liberum arbitrium
voluntatis), de donde procede el título de la obra. Si opta por lo primero
tendrá una vida feliz, mientras que si hace el mal, se alejará de Dios por su
pecado.
Existe el libre albedrío, que Dios concedió al hombre para que lo
utilice bien, en lugar de emplearlo para pecar, cosa que puede hacer bajo su
responsabilidad. Es preferible pecar a que todo esté determinado por la
voluntad absoluta de Dios, pero entonces viene el castigo, que no es un mal,
sino un bien para que el hombre pueda rectificar y perfeccionarse a sí mismo.
El problema del mal fue una preocupación permanente en la vida de San
Agustín, atormentándose con su pesadumbre. El mal no viene de Dios, que sólo lo
permite para dirigirlo a un bien mayor.
El mal procede de los hombres, que se apartan de Dios, se alienan de
Dios por el pecado por el mal uso que hacen de la libertad humana y de una mala
elección: “Dios dotó a la criatura racional de un libre albedrío con tales
características que, si quería, podía abandonar a Dios, es decir, su felicidad,
cayendo entonces en la desgracia” (La ciudad de Dios, XXII, 1, 2). ¿Por qué posee el hombre el libre albedrío?
Porque los mandatos divinos, que aparecen en la Escritura, de nada servirían si
los humanos no tuvieran libertad para realizarlos. Entonces, sencillamente, no
se habrían dado. Algo parecido ocurre con la gracia: si los hombres la tuvieran
por sus solos méritos, entonces Dios no la hubiese concedido.
6. La ciudad de Dios.
San Agustín construye una teología de la historia. Su concepción de la
historia es lineal. La Historia Universal se extiende desde la Creación hasta
el Reino de Cristo. No existe el tiempo cíclico. Se rompe entonces con la
concepción circular del tiempo propia de la Antigüedad Clásica.
Distingue San Agustín entre el amor a sí mismos de los hombres y el
olvido de Dios, que configura la ciudad terrestre y el amor a Dios y el olvido
de los hombres de sí mismos, que configura la ciudad de Dios. Unas veces San Agustín
llama Ciudad de Dios a la Iglesia Católica y otras Ciudad Terrena a Roma.
Un pueblo, una sociedad, es el conjunto de hombres unidos en la
prosecución y en el amor del mismo bien, esto es, Dios. Una multitud no unida
por la justicia no forma un pueblo. No hay entonces ni pueblo ni sociedad ni
Estado sin justicia. No puede haber justicia sin la Iglesia Católica. Es en la
Ciudad de Dios en la única sociedad o Estado en la que reina la justicia porque
su fundador y jefe es Cristo. Si un Estado no es cristiano, no es siquiera
Estado. Carece de toda legitimidad. Los hombres vivimos en ciudades temporales.
Los cristianos forman la Iglesia, la Ciudad de Dios. Los que fueron, los que
son y los que serán son todos los elegidos que son miembros de la Ciudad de Dios.
La Ciudad de Dios se halla mezclada con la Ciudad temporal. Las dos ciudades se
encuentran mezcladas entre sí.; pero al final, en el día del Juicio Final,
serán separadas y constituidas distintamente.
Lo temporal debe subordinarse a lo divino. El Estado a la Iglesia,
aunque ésta necesite de aquél por la pax temporalis que asegure, a la vez que
la Iglesia, por su parte, formando buenos ciudadanos, contribuirá a que aumente
y prospere el propio Estado.. Tales serían las tesis del llamado agustinismo político.
Hay que obedecer a las leyes porque todo poder viene de Dios, pero a
condición de que sean justas tales leyes, porque, de lo contrario, deben ser
desobedecidas.
La Ciudad de Dios es la gran obra empezada con la creación y que da
sentido a la historia universal. San Agustín en “De civitate Dei” (416) traza
una teología de la historia universal. Todos los acontecimientos culminantes de
la historia universal son otros tantos momentos en la realización del plan
querido y previsto por Dios. Toda esta historia está penetrada de un gran
misterio, que no es otro que el de la caridad divina actuando siempre para restaurar una creación desordenada por
el pecado. La predestinación del pueblo elegido y de los justos a la
bienaventuranza es la expresión de esta caridad. Nuestra razón ignora por qué
unos se salvarán y otros no, ya que esto es un secreto de Dios; pero podemos
estar seguros de una cosa: de que Dios no condena a ningún hombre sin una
equidad plenamente justificada, y esto aunque la equidad de la sentencia se nos
oculte tan profundamente que nuestra razón no pueda sospechar siquiera lo que
es.
[1]
Ejemplar: En la metafísica tradicional, modelo que existe en sí y prefigura las
realidades empíricas, al modo de las Ideas platónicas. También presente en San
Agustín, Renato Descartes y Nicolás Malebranche.
[2] Libre
Arbitrio: Se utiliza como sinónimo de voluntad, en tanto que el cristianismo
desde San Agustín considera que Dios ha creado a los hombres dotados de libre
voluntad, y por lo tanto de libre arbitrio, por lo que son responsables de sus
actos. De este modo, el libre arbitrio y la voluntad se identificarían,
considerado como libertad moral, en oposición a los animales que, carentes de
razón, sólo se moverían por su apetito.
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