martes, 8 de abril de 2025

El pesimismo de Baroja

El pesimismo de Pío Baroja. Pío Baroja (1872-1956) es un novelista español de la generación del 98 al que podemos incluir dentro del pesimismo filosófico o literario. En sus novelas aparece el pesimismo de Schopenhauer y de Nietzsche. Además, en Baroja el catolicismo no sirve, no le consuela lo más mínimo como sí lo hace a otros pesimistas de la literatura española. El nihilismo de Baroja es sin consuelos ni ilusiones. Pesimismo puro a lo Schopenhauer y a lo Nietzsche, sin consuelos religiosos. No hay ilusiones ni utópicas del más acá ni del más allá, ni de derechas ni de izquierdas. “Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el caminante detenerse y sentarse a la sombra de un árbol, algo como penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, sin emociones, sin accidentes, al menos aquí, y creo que entodas partes, y el pensamiento se llena de terrores como compenetración a la esterilidad emocional de la existencia.” En “La busca” sin embargo tiene Baroja un arranque nietzscheano heroico, voluntarista: “Si quieres hacer algo en la vida, no creas en la palabra imposible. Nada hay imposible para una voluntad enérgica,” Aquí podemos ver el pesimismo de los fuertes de Nietzsche. Todos nosotros recordamos o consideramos la vida con cierto grado de melancolía. “Las espinas sangrientas dejan caer las gotas de mi melancolía”, escribió Rubén Darío. Pío Baroja (1872-1956) médico y escritor, está considerado como uno de los grandes novelistas españoles del siglo XX. Sus biógrafos destacan su carácter melancólico. El pesimismo es algo que caracteriza a la literatura española. Ricardo Gullón ve pesimismo y también escepticismo en las páginas de Baroja. Este ensayista dice que el del vasco “es un pesimismo generalizado y casi absoluto de la más pura autenticidad vital. Baroja ha llegado al pesimismo partiendo del realismo. Recordemos que la literatura española es realista. Baroja, que se define a sí mismo como «un hombre libre y puro que no quiere servir a nadie ni pedir nada a nadie», veía las cosas tal como son, y como las veía las sentía y las exponía. «De esa emoción -dice Ortega y Gasset-, como de una amarga simiente, ha crecido la abundante literatura de éste hombre, selva bronca y árida, áspera y convulsa, llena de angustia y desamparo, donde habita una especie de Robinson peludo, frenético y humorista, que azota sin piedad a los transeúntes.» Esto no es pesimismo. Es realidad. No es el pesimismo amargo y trágico de los fuertes de un Nietzsche, o el pesimismo existencial que afirma que el infierno son los otros de un Sartre. Es el realismo lúcido de un Cervantes, de un Quevedo, de un Baltasar Gracián, de un Calderón, de un Dostoievski, de un Quevedo, de un Tolstoi. EL MUNDO ES ANSÍ (1912) titulará Baroja uno de sus más celebrados libros. Y cuenta el porqué del título: «Por ahora, de todo lo visto en España, lo que más me ha impresionado ha sido ese escudo en la Plaza de Navaridas, con sus corazones y sus puñales y su dolorosa sentencia: «El mundo es ansí». ¡El mundo es ansí! Es verdad. Todo es dureza, todo es crueldad, todo egoísmo. ¡En la vida de la persona menos cruel, cuánta injusticia, cuánta ingratitud...! El mundo es ansí». Así es el mundo mirado de cielo para abajo. Y describirlo tal cual lo conocemos no es negativismo de espíritu, aunque los pusilánimes mantengan que sí. “Verdad es que no he sospechado nunca que la vida pueda tener atractivos.” Y ya casi al final de la novela concluye ratificando nuevamente que el mundo es ansí: “La vida es esto, crueldad, ingratitud, inconsciencia, desdén de la fuerza por la debilidad. Y así son los hombres y las mujeres, y así somos todos. Sí; todo es violencia, todo es crueldad en la vida. ¿Y qué hacer? No se puede abstenerse de vivir, no se puede parar, hay que seguir marchando hasta el final.” En el tema de la fugacidad de la vida en la literatura barojiana, el autor vasco es realista sin amargura, concreto sin pesimismo. En 1900 publicó Baroja su primer libro, una colección de cuentos que había ido hilvanando al calor de sus experiencias como médico. Le puso por título VIDAS SOMBRÍAS y tuvo un éxito ruidoso. Sebastián J. Arbó dice que en aquella primera obra de Baroja, exposición de vidas humildes y de un medio social que reflejaba la tristeza y la amarga lucha por la subsistencia, «estaba ya en germen toda su obra futura. La primera novela publicada por Baroja es Ka casa de Aizgorri (1900). Las Aventuras, Inventos y Mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901) son su segunda novela). Picaresca, esperpento, ambiente cutre, vidas desgraciadas, malogradas, sombrías…. Silvestre Paradox arrastra una miserable existencia sin valor, sin sentido. “Al anochecer, sobre todo cuando el cuarto se llenaba de sombras, le acometía a Silvestre una amargura de pensamiento, que subía a su cerebro como una oleada, náusea de vivir, náusea de la gente y de las cosas y se marchaba a la calle y el disgustaba todo lo que pasaba ante sus ojos, y recorría calles y calles tratando de mitigar lo absurdo de sus pensamientos con la velocidad de la marcha. El pesimismo antropológico, su angustia existencial le lleva a sostener que el infierno son los otros. Misantropía.: “-La Humanidad me molesta –solía decir-, no quiero tratar a la materia viva ni a la materia pensante, mis simpatías están por lo inerte. Y la inercia iba apoderándose de él.” El gran cansancio, la insoportable insignificancia de la existencia le pesan mucho a Silvestre Paradox. El absurdo, la estupidez, la ausencia de sentido: “el cansancio eterno de la eterna imbecilidad de vivir. ¿Para qué vivir tanto? Además, una sociedad bien organizada debía de tener un matadero de hombres; allá irían los fracasados, las perdidas desesperadas, los vencidos, a que la piedad de los demás les eliminara de un mundo para el cual no tienen condiciones. El matadero se imponía, un matadero que fuese un edén en donde se saborearan en una hora todas las voluptuosidades, todos los refinamientos de la vida y se entrara después en la muerte con el alma saciada de un emperador romano de la decadencia.” Es un resultado parecido al resultado o conclusión a la que llega Mainländer en su filosofía de la redención. Es una eutanasia como solución final al fracaso a vidas sombrías y miserables. Es la solución final para todos los desdichados. En “Camino de perfección”, su segunda novela, publicada en 1902 hace su aparición el nihilismo: la vida no vale nada. “–Qué vida más horrible la de esta gente. El protagonista, Fernando Ossorio es melancólico, depresivo y de ahí su pesimismo. Es una novela itinerante que nos muestra el camino y evolución de Fernando Ossorio desde su pesimismo con tendencias místicas hacia el matrimonio y la paternidad que lo salvan de sí mismo y de la desesperación que le amenazaba. En cambio en “El árbol de la Ciencia” la depresión, la melancolía le conducen a Andrés Hurtado al suicidio, a la tragedia. -¡Bah! Todas las vidas son malas –dijo Polentinos. -Pero la del que sufre es peor que la del que goza. -¡Gozar! ¿Y quién es el que goza en la vida?• . El pesimismo de Baroja llega a desvalorizar la vida, la existencia. La vida es algo carente de valor: “-Es que la vida prosiguió el señor Nicolás-, después de todo no es nada. Al fin y al cabo, lo mismo da ser pobre que ser rico;” No hay una teleología o un sentido trascendente de la vida, de la existencia: “Después, como no admitía una voluntad superior que dirigiera los destinos de los hombres, pensaba que aunque las desgracias y las enfermedades en sí no tuviesen un objeto moral, el individuo podía dárselos, puesto que aquel que se les quiere conceder.” La voluntad de vivir no tiene ninguna finalidad: sólo perseverar en su conatus. Sólo es voluntad ciega. El fin del hombre es vivir dice en el capítulo XXVIII. “Es la vida –decía él- que quiere seguir su curso. ¿Quién soy yo para detener su corriente? Hundámonos en la inconsciencia”. Baroja no es de derechas: “Porque me repugna la derecha.” Agnosticismo, escepticismo, pesimismo caracterizan el pesimismo filosófico de Baroja que se adivina ya en su primera novela. “En lo íntimo, creo que todo es fijo e inmutable. Y esto que es fijo, llámese sustancia, espíritu, materia, cualquier cosa, X que a nuestros ojos por lo menos a los míos, es infinito, yo supongo, a veces, cuando estoy de buen humor, que se reconoce a sí mismo y que tiene conciencia de que es…” Pero no hay finalidad. “Yo creo que nada tiene fin; ni lo que se llama materia, ni lo que se llama espíritu.” La voluntad de vivir es lucha, competencia, autosuperación “¡Qué bárbara lucha por la vida!¿Para qué pensar en ella? Si la muerte es depósito, fuente, manantial de vida, ¿a qué lamentar la existencia de la muerte? No, no hay por qué lamentar nada. Vivir y vivir…ésa es la cuestión.” Publicada en 1911, El árbol de la ciencia es la novela que mejor refleja el mundo interior de Baroja, impregnado de pesimismo, pero también con una indudable ternura hacia los más vulnerables. Aunque negaba la existencia de la generación del 98, Baroja es el representante más egregio de la actitud vital y estética de un grupo de escritores angustiados por el ser de España y reacios al sensualismo pagano de los modernistas. “La vida en general, y sobre todo la suya, le parecía una cosa fea, turbia, dolorosa, indominable.” Andrés Hurtado, el protagonista de la novela “El árbol de la ciencia•, es melancólico, depresivo y el pesimismo filosófico termina por agravar sus males psíquicos. Llega al pesimismo filosófico, ya que el pesimismo psicológico le acompaña previamente, claro está, a través de sus lecturas de Schopenhauer y Nietzsche y sus conversaciones con su tío Iturrioz y sus vivencias sórdidas y desagradables que terminan por precipitar su suicidio final. En sus Memorias, Baroja aclara: “Para mí no es el ideal del estilo, ni el casticismo, ni el adorno, ni la elocuencia; lo es, en cambio, la claridad, la precisión, la rapidez…”. Azorín señala la existencia de “un resorte interior” en Baroja que regula meticulosamente el arte de narrar. Ese resorte no es algo abstracto, sino una forma de entender el arte y la vida, la creación y la experiencia, la acción y la contemplación. Gonzalo Torrente Ballester afirma que “Baroja es el único escritor español contemporáneo que dispone de una prosa apta para el género novelesco… graciosa, divertida, atrayente”. Baroja no es un reaccionario, pero tampoco es un liberal ilustrado. No cree en el progreso indefinido y, menos aún, en las utopías. Desde su punto de vista, la historia de la civilización es una sucesión de infamias. El hombre no es bueno por naturaleza, sino ferozmente egoísta. No se trata de una perversión, sino de un mecanismo innato de la biología, que incita a luchar por la subsistencia. El pensamiento pesimista filosófico de Baroja es una síntesis de las ideas de Kant, Schopenhauer y Nietzsche. Sería absurdo atribuirle la condición de filósofo. Sólo es un escritor que lee desordenadamente a diversos escritores filosóficos, movido por el deseo de comprender la realidad. El árbol de la ciencia es la novela que expresa de forma más completa su visión del mundo. Para Baroja, el ser humano es una anomalía. Su inteligencia le ha permitido sobrevivir, compitiendo con otras especies con una anatomía más poderosa. Su privilegiada mente le ha salvado de muchas catástrofes y ha resuelto en buena medida el problema de la escasez, multiplicando los recursos, pero le ha planteado conflictos inesperados: ¿tiene la vida algún sentido?, ¿es posible la felicidad?, ¿hay algo más allá de la muerte? Baroja asume las tesis de Schopenhauer, nada alentadoras: la vida es una fuerza ciega y sin propósito; la esencia de la vida es el dolor; no hay forma de escapar a la enfermedad, la vejez y la muerte; el hombre sabio debe cultivar la ataraxia, aplacando el deseo y el temor. En su ensayo Ideas sobre Pío Baroja, Ortega y Gasset sostiene que la felicidad consiste en hallar en la existencia “alguna cosa capaz de absorber nuestra actividad. Si notásemos que algo en el mundo bastaba a henchir el volumen de nuestra energía vital, nos sentiríamos felices y el universo nos parecería justificado”. La ciencia, el arte o el placer a veces proporcionan esa motivación que encauza nuestro quehacer vital, librándonos del tedio y la insatisfacción. No es el caso de Baroja. Andrés Hurtado, el joven médico que protagoniza El árbol de la ciencia, es un inadaptado y un escéptico, casi un dandi abrumado por un irreductible spleen: “si busca el árbol de la Ciencia es, no más, para tumbarse un rato a la sombra –apunta Ortega-. Nihil, nihil; el mundo en derredor es un ámbito absolutamente vacío”. Andrés Hurtado resuelve su frustración con la aconitina cristalizada de Duquesnel utilizada para suicidarse. Baroja ha preferido escribir una larga serie de novelas, que “se abre como otros tantos bostezos de aburrimiento trascendental ante un mundo donde todo es insuficiente”. Eso sí, Baroja protesta, pero no se rebela. Al igual que Schopenhauer, descarta cualquier iniciativa política y social. No suscribe ningún credo, salvo la ciencia, pero no pretende convertirla en dogma. Baroja es un dogmatófago. Personalmente, sólo busca la serenidad del estoico que ha comprendido la inutilidad de cualquier esfuerzo. La desolación de Andrés Hurtado es infinita; la de Baroja, también, pero sortea las fantasías autodestructivas refugiándose en los placeres sencillos, como la lectura, un buen paseo o una canción. Sin embargo, no hay que engañarse: el mundo siempre será un lugar áspero y no podemos esperar nada de nuestros semejantes. En sus Memorias, cuenta que solía cantar durante sus paseos: “A veces, al pasar por delante de una casa del camino, cantaba más alto, gritaba, quizás con jactancia, queriendo ser escuchado. Alguna ventana se abrirá –pensaba-, y aparecerá un rostro simpático y jovial. No se abría ninguna ventana, no salía nadie; yo insistía cándidamente, y, al insistir, iban brotando de aquí y de allá caras torvas, miradas hostiles, gente en guardia, que apretaba el garrote entre las manos huesudas”. El hombre siempre será un lobo para el hombre. No es una idea original, pero sí una vieja certeza que nadie ha logrado impugnar de forma convincente. Ocurre que “en la vida ni había ni podía haber justicia. La vida era una corriente tumultuosa e inconsciente, donde los actores representaban una tragedia que no comprendían; y los hombres, llegados a un estado de intelectualidad contemplaban la escena con una mirada compasiva y piadosa.” La sombra de Schopenhauer La filosofía de Schopenhauer ejerció una notable influencia en los escritores del 98. Al igual que las de Nietzsche, sus ideas circulaban por tertulias y ateneos, cuestionando la cosmovisión católica, aún dominante en la España de principios del siglo XX. Schopenhauer dejó una huella profunda en filósofos como Nietzsche, Horkheimer y Wittgenstein. El eco de su pensamiento se escucha en las novelas de Tolstoi, Maupassant, Zola, Anatole France, Kafka y Thomas Mann. Paradójicamente, la primera edición de El mundo como voluntad y representación, aparecida en 1819, pasó casi desapercibida. Muchos de los ejemplares, almacenados durante años, acabaron vendiéndose como papel usado. Schopenhauer niega el dualismo ontológico de la tradición platónico-cristiana. La realidad no se divide en dos esferas cualitativamente distintas. Sólo hay un universo movido por una fuerza ciega, libre e irracional, sin otra finalidad que la duplicación y proliferación de la vida. Schopenhauer llama a esa fuerza “voluntad” y afirma que es insaciable. Con palabras que recuerdan a Heráclito, sostiene que la voluntad es conflicto, desgarramiento, escisión y dolor. El ser humano es el más desdichado de los animales, pues es consciente de ese hecho. “A medida que la conciencia se eleva más y el conocimiento se vuelve más diferenciado –escribe Schopenhauer-, también se acrecienta el tormento, que alcanza en el hombre su grado más alto, tanto más elevado cuanto más inteligente sea; el hombre genial es el que más sufre”. No es casual que Calderón de la Barca afirmara que “el mayor delito del hombre es haber nacido”, y que Shakespeare describiera la vida como un vendaval de “ruido y furia”. Schopenhauer añade que “la vida sólo es una continua lucha por la existencia, con la certidumbre de una derrota final”. La realización de una meta o el cumplimiento de un deseo no desembocan en la felicidad, sino en “la tristeza, el vacío, el aburrimiento”. La vida es un péndulo que oscila entre el dolor y el tedio, la desdicha y el hastío. Más allá de eso, la humanidad chapotea en la ciénaga del odio y la crueldad. Según Schopenhauer, el hombre es el único animal que hace sufrir a sus semejantes por placer. Como dijo Homero, la ira es más dulce que la miel. La voluntad instiga al ensañamiento con el débil, y a la venganza con quien nos ofende. El trabajo no es una actividad que nos dignifica. Su carga, penosa e ingrata, nos embrutece aún más. Es absurdo buscar consuelo en la historia, pues el devenir de las civilizaciones está dominado por un azar ciego. Hegel agitó una ilusión ficticia al decir que la fuerza directriz de la historia es la racionalidad, pero es falso. No avanzamos hacia lo mejor. En realidad, recaemos una y otra vez en los mismos errores e indignidades. Sólo podemos hallar alivio en la experiencia estética, que nos permite abandonar durante unos instantes el turbio río de la voluntad, pero se trata de una vivencia fugaz. Schopenhauer no es un cínico. Influido por las enseñanzas budistas y cristianas, exalta la compasión y la vida ascética. El amor a los otros no surge de la pretendida dignidad del ser humano, sino de descubrir que comparten con nosotros el mismo destino trágico. La vida ascética no es una forma de expiar los pecados y preservar la virtud, sino de liberarse de la voluntad, que nos hace sufrir, avivando los deseos. Castidad, austeridad y estoicismo. No hay otro horizonte para el hombre clarividente. Pío Baroja recogió casi todas estas ideas, incorporándolas a su orbe narrativo. No se trata de un proceso meramente intelectual, sino básicamente emocional. El desengaño existencial del autor de César o nada coincidía plenamente con el pesimismo del filósofo alemán. En cambio, le mantuvo alejado del optimismo ilustrado de Kant. Aceptó las tesis de la filosofía trascendental, según la cual el tiempo y el espacio son formas puras a priori de la sensibilidad, pero no le convenció el carácter utópico, pacifista y cosmopolita de la filosofía de la historia del autor de la Crítica de la razón pura. Baroja era un anarquista en lo estrictamente vital. No le agradaba la autoridad, sentía una vehemente antipatía por curas y militares, pero admitía la monarquía como un mal menor, pues se había revelado eficaz en el mantenimiento de la paz y el orden. Todos los políticos le parecían farsantes, demagogos. Prefería un gobierno autoritario que mantuviera a raya al ser humano, “un animal dañino, envidioso, cruel, pérfido, lleno de malas pasiones”. Pensaba que la vida realmente era una fuerza ciega e irracional, cuyo objetivo era perpetuarse, lo cual acarreaba la lucha permanente de unos contra otros. Creía que Schopenhauer no se equivocaba: no hay trasmundos ni dioses. La crueldad lo infecta todo. Las pasiones nos destruyen, inculcándonos deseos irracionales que una vez satisfechos, se transforman en desengaño y hastío. El ascetismo y la compasión son las actitudes más dignas en un cosmos gobernado por la injusticia y el azar. Baroja admite que la vida le inspira “terror, y a veces asco”. Se disculpa, alegando su vida errática: “He andado desmantelado y desamparado, como un perro vagabundo, y mi moral, naturalmente, es un tanto de cínico y vagabundo”. Aventura que sus libros tal vez no son obras de arte, pero “tienen valor de documentos, porque están escritos… sin ninguna tendencia al artificio”. En cualquier caso, han actuado como un bálsamo. La experiencia estética prepara el camino a la ataraxia. La ascesis invocada por Schopenhauer no debe suscitar equívocos. El filósofo alemán era un pequeño burgués, amante de la vida tranquila y sin sobresaltos. Baroja, también. El pesimismo vital y filosófico de ambos no abocaba a la desesperación romántica, sino al malhumor del solitario que presume de su misantropía. Con cierta malicia, podríamos decir que eran dos solterones con un genio endemoniado y una incurable afición al exabrupto. El árbol de la ciencia. Andrés Hurtado estudia medicina, admira a los escritores naturalistas y celebra el genio de Espronceda. Huraño, independiente, anticlerical y con idéntica repulsa hacia la aristocracia, la burguesía y la clase trabajadora, “la muerte de su madre le había dejado un gran vacío en el alma y una inclinación a la tristeza”. Su padre y sus hermanos le parecen egoístas, frívolos y mediocres. Sólo su hermano pequeño Luis le inspira afecto y ternura. No estudia por vocación, sino por la necesidad de hacer algo con su vida. Deplora que sus compañeros de facultad vivan como calaveras, sin otra ambición que imitar a don Juan Tenorio. No le produce menos consternación que en Madrid no se aprecie dinamismo, curiosidad ni deseos de cambio. “A los tres días de frecuentar el hospital, Andrés se inclinaba a creer que el pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática. El mundo, le parecía una mezcla de manicomio y hospital; ser inteligente constituía una desgracia y sólo la felicidad podía venir de la inconciencia y de la locura.” Andrés Hurtado reúne todas las características de los noventayochistas: pesimismo, espíritu crítico, descontento, anhelos reformistas, escepticismo religioso, hostilidad hacia una tradición basada en prejuicios, estoicismo, rechazo hacia un esteticismo huero y sensual. No se conmueve con el flamenco ni con Wagner. Prefiere las melodías sencillas e intimistas. Aficionado a pasear, el Madrid de su época le parece provinciano, polvoriento y aburrido. El catolicismo le repugna, con sus capillas sombrías y sus repelentes supersticiones. En la universidad, sólo encuentra profesores que disimulan su necedad con una solemnidad ridícula. La política no le resulta menos grotesca e inane. Sus decepciones le conducen a “un anarquismo espiritual, basado en la simpatía y la piedad, sin solución práctica ninguna”. La vida le parece carente de sentido. En su opinión, no es más que “una corriente tumultuosa e inconsciente, donde todos los actores representaban una comedia que no entendían”. Tras deambular por cafés, tablados y humildes casas de vecinos, concluye que “la piedad no aparecía por el mundo”. Es que “La vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos vamos devorando los unos a los otros. Plantas, microbios, minerales.” Se ha acusado a Baroja de misoginia, pero el personaje de Lulú, de la que se enamora Andrés Hurtado, es sumamente complejo y atractivo. No es una muñeca que deslumbre con su belleza. Es “graciosa, pero no bonita”. Tiene “gracia, picardía e ingenio de sobra; pero le faltaba el atractivo principal de una muchacha: la ingenuidad, la frescura, la candidez”. No es mordaz ni vulgar, pero trabaja desde niña y no le ha quedado otra alternativa que endurecerse. Es “una mujer inteligente, cerebral” que se interesa por las cosas. Quiere saber, comprender, entender el mundo. Cuida con afecto a los hijos pequeños de sus vecinos y a una anciana que vive sola en una buhardilla. No es mojigata. No se escandaliza con las flaquezas ajenas, pero no soporta “la doblez, la hipocresía, la mala fe”. Andrés Hurtado se siente muy cómodo en su compañía, pero se muestra reacio a enamorarse. Prefiere mantener con ella una relación de camaradería, exenta de complicaciones sentimentales. De vez en cuando, Andrés visita a su tío Iturrioz, un médico militar jubilado que vive en un quinto piso del barrio de Argüelles, con una hermosa azotea. Al igual que Lulú, Iturrioz es un espíritu limpio y sin malicia, pero con una visión trágica de la existencia. Iturrioz afirma que “la vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos vamos devorando unos a otros. Plantas, microbios, animales”. Andrés pasa una temporada en Valencia, acompañando a Luisito, su hermano, gravemente enfermo. Las diferencias entre el paisaje castellano y el levantino le producen una honda impresión: “Pasada la Mancha, fría y yerma, comenzó a templar el aire. Cerca de Játiva salió el sol, un sol amarillo que se derramaba por el campo entibiando el ambiente”. Baroja no realiza piruetas estilísticas tan asombrosas como las de Valle-Inclán, pero su prosa está salpicada de pinceladas impresionistas. Su sensibilidad para el paisaje es una de las notas características de una generación de escritores con una mirada atenta a los matices y los contrastes. La construcción de la propia identidad es indisociable del contacto con el mundo exterior. El paisaje no es una nota de color, sino un ejercicio de introspección. Cuando se produce la muerte de Luisito, Andrés experimentan una disociación que confunde con indiferencia. Lejos de exteriorizar dolor, se ensimisma, aterrado por la impiedad de la naturaleza, cuyas leyes no reparan en los afectos. Al regresar a Madrid, comienza a visitar con frecuencia a su tío Iturrioz, con el que mantiene intensas discusiones sobre el sentido de la vida. Andrés descarta la existencia de Dios, de una causa primera que sea el origen del universo. Descartado el pensamiento mitológico, sólo queda la ciencia, única y, al mismo tiempo, débil certeza, pues –como enseña Kant- nuestro conocimiento sólo es una representación de la mente humana, que acopia datos mediante la sensibilidad y los procesa con el entendimiento. Kant limita el conocimiento a lo puramente fenoménico, única dimensión accesible a la razón, indicando la existencia de una inasequible zona de penumbra a la que denomina “nóumeno”. Schopenhauer afirma que ha resuelto ese enigma. El “nóumeno” es la voluntad, la fuerza que impulsa la vida. No hay fin ni propósito en la voluntad. Es “una cosa oscura y ciega, potente y jugosa, sin justicia, sin bondad, sin fin”. La vida es absurda. Carece de sentido. El cristianismo y el judaísmo hablan de futuros paraísos, pero sólo son ficciones que nacen de la impotencia. “la idea de una causa primera, como ha dicho Schopenhauer, es la idea de un trozo de madera hecho de hierro.” Quevedo había dicho que morimos desde que empezamos a vivir. Baroja afirma Andrés Hurtado mediante: “El hombre, cuya necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir.” “Andrés pudo comprobar que el pesimismo y el optimismo son resultados orgánicos como las buenas o las malas digestiones.” Imbuido en un profundo desaliento, Andrés Hurtado acepta una plaza de médico en Alcolea del Campo, un pueblo manchego. Allí se topa con la España profunda: ignorancia, prejuicios, comida insana, intransigencia católica, rencillas absurdas, puritanismo histérico. Todo parece una ensoñación fatídica. Al anochecer, “el pueblo parecía no tener realidad; se hubiera creído que un soplo de viento lo iba a arrastrar y deshacer como nube de polvo sobre la tierra enardecida y seca”. De noche, “grande, desierto, silencioso, bañado por la suave claridad de la luna, parecía un inmenso sepulcro”. Andrés Hurtado no hace amigos. Todo el mundo le considera hosco y orgulloso. Sin embargo, vive un pequeño romance con la patrona de la casa donde se hospeda, una mujer hermosa, inteligente y desdichada, pues su marido es un bruto. Alcolea del Campo es un fiel reflejo de la España de la época: falta de sentido social, insolidaridad, enconos fratricidas, fatalismo, ausencia de metas, conformismo, resentimiento, hipocresía. La moral católica oprime las conciencias, lo cual no evita que circulen las novelas y las estampas pornográficas. Andrés Hurtado no aprecia nada hermoso en el trabajo rural, exaltado por tantos poetas y pintores. Al contemplar la vendimia, sólo advierte un esfuerzo penoso y bestial. Finalmente, abandona Alcolea del Campo y vuelve a Madrid, donde los periódicos anuncian la inminente guerra de Cuba. Casi todo el mundo se burla de los estadounidenses, comentando que huirán como conejos. Andrés se encuentra con su tío Iturrioz en la calle y este le comenta que la Armada española carece de recursos para hacer frente a Estados Unidos, un coloso militar. Su predicción se cumple, pero la derrota apenas afecta a los españoles. Su patriotismo exaltado se disuelve ante la expectativa de acudir al teatro o los toros. Andrés siente deseos de ametrallar a la multitud y se pregunta cómo es posible que las mujeres aún deseen tener hijos. Piensa que España es un país de chulos y juerguistas con un yo hipertrofiado. Cada vez más antisocial, odia al rico, sin sentir simpatía por el pobre. Logra un empleo como médico de higiene, lo cual agrava su pesimismo, pues visita los barrios más pobres, llenos de burdeles y tascas mugrientas. La policía acepta los sobornos de los proxenetas, garantizando su impunidad. Incapaz de soportarlo, consigue un puesto en La Esperanza, una sociedad médica para personas sin recursos. Asiste a Rafael Villasús, un autor teatral ciego que agoniza en una buhardilla miserable. Su corte de literatos celebra su penuria, asegurando que es el tributo del arte. Baroja hace un retrato despiadado de la bohemia, calificando de majaderos a los artistas que inmolan sus vidas por la quimera de la gloria. La alusión a Valle-Inclán es evidente. El reencuentro con Lulú cambia la vida de Andrés Hurtado. No sin vacilaciones, se casa con ella y empieza a realizar traducciones de artículos médicos, abandonando las visitas y consultas. Su perspectiva de España sigue siendo amarga: faltan laboratorios y sobran iglesias. Menos sol y más ciencia. Y nada de religión. Andrés vive como un erizo, rehuyendo el contacto social. Cultiva la ataraxia y se considera afortunado con su mujer, pero la fatalidad se ensaña con él. Lulú fallece tras dar a luz a un niño muerto y él se quita la vida, envenenándose. Al observar el cadáver, su tío Iturrioz exclama: “Era un epicúreo, un aristócrata, aunque él no lo creía”. Un médico presente murmura: “Pero había en él algo de precursor”. ¿De qué? De ese espíritu crítico que caracterizó a los noventayochistas, eclipsados por el revisionismo de una crítica literaria que niega su existencia como grupo o generación. Baroja no es un pensador comprometido ni original, pero sí un espíritu ácido y clarificador. En 1910, habló ante los obreros de la Casa del Pueblo de Barcelona, abogando por una revolución, pero no una revolución de carácter violento, sino un cambio de mentalidad que impulsara la ciencia y combatiera los prejuicios. En 1917, reiteró que España debía llevar a cabo una transformación profunda, pues “una sociedad que necesita del cura, del militar, del verdugo, del título nobiliario, de la cárcel y de la horca, es una sociedad primitiva, embrionaria y absurda”. No simpatizaba con el socialismo, pero apreciaba a Pablo Iglesias y soñaba con una España “tolerante, libre y amable”. No era socialista, sino anarquista y no era ni católico ni conservador. Algunos opinan que ha pasado la hora de Pío Baroja, pero yo creo que su individualismo radical no ha perdido un ápice de actualidad. Una sociedad siempre necesita a ogros solitarios que aviven la llama de la insatisfacción. Sin ellos, corre el riesgo de adormilarse y caer en la autocomplacencia. Baroja no era reaccionario ni conservador. No era pues de derechas. Tampoco era socialista, ni republicano, ni de izquierdas y despreciaba el regionalismo y las hablas regionales. Lo que yo llamo dialectos. ”Mi tío es especialista en vulgaridades democráticas. Mi tío es republicano. Yo no sé si hay alguna cosa más estúpida que ser republicano, creo que no la hay, a no ser el ser socialista y demócrata. Ni mi tía ni mis primas son republicanas. Esas son autoritarias y reaccionarias, como todas las mujeres, pero su autoritarismo no les hace ser tan despóticas como su democracia y su libertad a mi republicano tío.” En el capítulo LIII de Camino de Perfección ridiculiza Baroja a la vez republicanismo y dialectalismo y/o regionalismo: •Este Nebot tiene fama de republicano y de anticlerical, y goza de un gran prestigio entre la gente del pueblo. Es también federal o medio regionalista, y hace alarde de hablar siempre en valenciano.” En 1938 apareció en Valladolid una antología de textos de Baroja titulada “Comunistas, judíos y demás ralea” en Biblioteca Nueva y Editorial Reconquista. José Ruiz Castillo Franco era el editor. La compilación de textos no la hizo el propio Baroja. Es ésta pues una antología espuria que no contó con Pío Baroja. Hemos de decir que Don Pío Baroja no contó ni con la estimación de unos ni con la de otros ni se inclinó con convicción hacia ningún bando. Tuvo que adaptarse para sobrevivir en medio de estrecheces económicas.